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El reloj marcaba las 22:57 horas de aquel 16 de diciembre de 2012 cuando la central nuclear de Santa María de Garoña se desconectaba completamente de la red eléctrica. Lo hacía varios meses antes de la fecha límite impuesta por la última licencia de explotación concedida por el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, la cual marcaba el cierre para julio de 2013. La desconexión, de hecho, fue decidida motu proprio por Nuclenor, empresa propietaria de la central y participada al 50% por Iberdrola y Endesa, que consideró que su explotación ya no ofrecía garantías de rentabilidad ante los cambios normativos e impositivos aprobados meses antes.
Aquella noche, y a pesar de las posteriores idas y venidas a cuenta de una eventual reapertura que nunca se dio, se puso punto y final a la historia de una instalación que durante décadas condicionó la vida en el Valle de Tobalina, para bien y para mal, y que seguirá condicionándola durante mucho tiempo.
De hecho, hoy, diez años después de aquella desconexión, Garoña está a las puertas de su desmantelamiento definitivo, un proceso que se prolongará durante varios años, aunque el debate sobre la energía nuclear sigue plenamente vigente.
Y mientras tanto, desde el entorno de la central lamentan el olvido administrativo que han vivido en la última década. De aquel ambicioso plan de reindustrialización anunciado por el Gobierno de Zapatero, apenas queda el recuerdo y el Valle de Tobalina languidece hoy a la sombra de la central. Así lo demuestran los datos, a menudo fríos, pero siempre concluyentes.
En la última década, el Valle de Tobalina, municipio en el que se integran los 33 núcleos de población más cercanos a la central, ha comenzado a acusar una despoblación que, a diferencia de la práctica totalidad de la España vaciada, había sorteado hasta entonces. En 2012, cuando la central daba los últimos coletazos de actividad, el municipio contaba con 1.017 vecinos censados. Hoy, la población total apenas supera los 900 habitantes, lo que supone una pérdida de población del 10% en una década.
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Ese quizá, sea el mejor termómetro posible para valorar lo que supuso el cese de actividad de Garoña para el valle, cuyos vecinos reconocen, más allá de la polémica que siempre genera la energía nuclear en la opinión pública, que la vida en el entorno ha cambiado drásticamente en estos años.
Sí, en la central sigue trabajando mucha gente incluso con el reactor parado, pero no llega, ni de lejos, al nivel de empleo que mantenía cuando estaba operativa. Hace una década, la actividad de la central generaba un «movimiento en la zona» que hoy no existe. «Por aquí pasaban todos los días muchos autobuses» y muchas eran las empresas del valle que trabajaban directamente con la central, relatan los propios vecinos. Los restaurantes ofrecían numerosas comidas a trabajadores y visitas, la farmacia de Quintana Martín – Galíndez suministraba medicamentos a los servicios sanitarios de la planta y numerosos proveedores locales servían directamente a Nuclenor, que ahora mismo se mantiene lejos del foco mediático mientras prepara el desmantelamiento. Básicamente, una parte significativa de la economía de la zona dependía en mayor o menor medida de la actividad de la planta.
Ahora, buena parte de todo aquel movimiento ya no existe, tal y como reconoce Diego Freire, residente desde hace años en el Valle de Tobalina y pareja de la actual gerente del Hostal de Quintana. A pesar de ser natural de Cádiz, Freire conoce a la perfección el antes y el después de Garoña, donde llegó a trabajar junto a su pareja. «La central era el motor económico» del entorno. Es más, a su juicio, «Garoña fue una oportunidad que no se aprovechó como se debería haber aprovechado», y tras su cierre, el valle se ha sumido en el «olvido». «Tras el cierre hubo mucha palabrería y politiqueo, pero no hubo ningún impulso económico» para una zona que «era merecedora de las inversiones» comprometidas, sostiene.
Esa parece ser la sensación generalizada en el entorno. Así lo reconoce también la propia alcaldesa del Valle de Tobalina, Raquel González, quien lamenta el «abandono» sufrido por parte de las administraciones públicas tras el cierre de la central. «Antes teníamos perspectivas de empleo», sobre todo de carácter temporal, ya que buena parte de la plantilla de la central residía en Miranda de Ebro.
Esas perspectivas son, sin duda, la clave para el asentamiento de población en un entorno rural como el de Tobalina. En cada pueblo había «uno o dos trabajadores» de la central, y eso, en localidades tan pequeñas como las ubicadas en el valle, marca la diferencia, según explica Miguel Ángel Martínez, extrabajador de la propia central a través de una subcontrata y exalcalde pedáneo. «Estamos bastante abandonados. Todo el mundo dice que se preocupa, pero al final, el mundo rural es el olvidado» en España, asegura.
El ejemplo perfecto, coinciden los vecinos, es el frustrado Plan Garoña, presentado por el entonces ministro Manuel Chaves y dotado con cientos de millones de euros.
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En aquel documento se incluían proyectos de tal envergadura como la construcción de la autopista Dos Mares entre Reinosa y Miranda, el desdoblamiento de la N-I o la construcción de un Parador Nacional en la comarca. A la fuerza ahorcan, y el tiempo ha demostrado que aquel plan era una acumulación de papeles mojados. «No hemos visto nada de eso», subraya Martínez.
Esa experiencia acumulada en la última década hace que en el valle se mantenga una sensación de incertidumbre a cuenta del desmantelamiento de la propia central. Un desmantelamiento que aún no ha comenzado de manera formal, ya que aún se está a la espera de que concluyan las labores previas y Enresa asuma la titularidad de las instalaciones, y que sobre el papel ha de servir de revulsivo económico durante algunos años.
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Así al menos ha pasado en otros procesos de desmantelamiento llevados a cabo con anterioridad en España, como Zorita o Vandellós I, cuyos desmontajes motivaron la creación de cientos de puestos de trabajo en el entorno durante las fases de mayor actividad. «Ahora, hay cierta esperanza de que venga gente, pero tenemos mucha incertidumbre», resume Estrella Recio, auxiliar de farmacia en la única botica en funcionamiento en todo el valle.
Lo que está claro, subraya Recio, es que Garoña «cerró» y ya no hay vuelta atrás. Para ella, aquello supuso un «jarro de agua fría» para la economía del valle, que a juicio de la alcaldesa del municipio sufrió un claro ejemplo de 'monocultivo industrial' durante décadas. «El hecho de que aquí hubiera una central nuclear ha frenado la iniciativa de muchísimas empresas, personas y proyectos que se han dejado de desarrollar». Y tras su cierre no ha habido «compensaciones» por parte de las administraciones.
Lejos de ello, en los últimos meses se ha visto cómo se consolidaba la decisión de que los residuos generados por la actividad de la central se almacenen en las propias instalaciones sin que por el momento se haya definido un horizonte temporal claro. «Lo que vamos a tener es un cementerio nuclear, con más de 700 barras de uranio enriquecido con residuos de alta intensidad que va a estar en nuestro municipio de manera indefinida. Y de momento no vamos a tener compensación por ello», lamenta la alcaldesa.
Por eso, desde el Valle de Tobalina se alza la voz. «Necesitamos el apoyo y compromiso de las administraciones, tanto del Estado como de la Junta de Castilla y León» para paliar los efectos del cierre de una instalación que, diez años después de su desconexión, continúa condicionando la vida en el entorno.
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