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A Siero lo condenaron a vivir entre los muertos. Y poco a poco le arrebataron la vida a bocados de tierra; los que sirvieron de nicho a los que se fueron a la otra vida. Lo convirtieron en suelo de los muertos. En la subida ... de Valdelateja a la ermita de Santa Elena y Santa Centola se ubicaba uno de esos lugares misteriosos de la provincia.
Escondido entre las curvas del camino se hallaba el poblado de Siero. Hoy las zarzas y exuberante vegetación del alto han devorado los restos de un lugar que se despobló a principios de los años 30 del siglo pasado. Apenas queda nada de aquello hoy.
Cuando Siero se despobló, los vecinos aprovecharon la soledad del lugar para hacer en él tierra quemada: camposanto. Siero se convirtió en el pueblo de los muertos. Y nunca más un vivo encontró morada en esa casa. El pueblo se convirtió en un lugar fantasma. Sus calles, maltrechas, desiertas. Las puertas y ventanas de las casas, medio desvencijadas.
En Siero hoy ya no sopla el viento porque la maleza se lo ha comido todo; pero en los años en que sirvió de cementerio, el viento azotaba las puertas y ventanas de las casas medio derruidas para dar más sensación de horror. Siero daba miedo. La iglesia se fue deteriorando con el paso de los años. Sólo se abría para acoger el féretro de alguna persona que había fallecido.
Definitivamente, la voraz naturaleza se adueñó del lugar. Tanto es así que sólo quedaba expedito el camino que llevaba al cementerio. Hoy ya ni eso queda. Cuando el caminante sube por la senda que lleva a Santa Elena y Santa Centola, puede aún percibir esa extraña sensación de que se encuentra en un suelo extraño. Las sensaciones de angustia y soledad se mezclan y dan como resultado una situación incómoda.
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Julio César Rico
Julio César Rico
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El último habitante de Siero, relata Eduardo de Ontañón en la revista Estampa del 11 de noviembre de 1933, abandonó el pueblo «y se bajó a Valdelateja». Pero en los años anteriores «todavía aparecía Siero en los indicadores como un lugar de 47 habitantes, con su alcalde pedáneo y todo. Hace diez, aún lo poblaban sus doce familias. Hace cinco, sólo le quedaban dos o tres».
El hombre decidió, al quedarse solo en la aldea, vivir con sus hijos en la localidad vecina. Ontañón, que relató como nadie la vida rural del Burgos de los primeros años del siglo XX, escribió en Estampa: «Porque es lo que decían los chicos: si alguna noche le pasa a usté algo, ¿quién le va a auxiliar?».
Las preguntas se agolpan para intentar encontrar respuestas de por qué la gente se marchó de Siero. En nuestra era, el acceso a Siero, como entonces, o se hace a pie o con un animal de tiro. Desde Valdelateja hay que tomar el camino que lleva a la ermita de Santa Elena y Santa Centola. La subida a pie es dura. La senda se retuerce y empina para llegar a Siero.
Quizá la difícil ascensión al pueblo sea una de las razones por las cuales poco a poco el poblado fue desapareciendo hasta morir. Y la muerte fue la única excusa que le dotó de vida al final. Curiosa paradoja para un poblado que hoy ya no existe. Por que el bosque, impresionante; las hiedras abrasivas y rompedoras, se ha abierto paso ante los ojos atónitos de quien contempla el entorno. Casi se adivinan las paredes de la iglesia en un ejercicio más de imaginación que de mirada realista.
En el Museo de Burgos se conservan un disco y un ara de altar de los siglos IX y X recogidos de su templo. Son los últimos vestigios de una humanidad perdida refugiada en otros pueblos del entorno. Pero en Siero sigue viva la esencia. Sólo basta acercarse y comprobarlo.
El peñasco que se eleva desde el mismo centro del Valle del Rudrón y casi roza el cielo, es uno de esos lugares de poder con los que cuenta la provincia de Burgos. Las fuerzas del interior de la Tierra así lo han modelado. Ya en tiempo prerrománico los vieron nuestros antepasados y decidieron erigir un templo a Santa Elena y Santa Centola.
Los libros de Historia hablan de que antes de que se dedicara a la memoria de las santas mártires este templo, hubo una fortaleza en época celta y romana. El lugar lo requiere si el dominador de los poderes quiere vigilar que el enemigo no entre en sus tierras y asalte sus propiedades.
Al llegar a la ermita, modesta y recogida, una campanilla recibe al visitante que se apresta a tocar nada más llegar al lugar. Y en el mismo sitio, quedan los restos visigóticos en un ventanuco por que entrar el primer rayo de sol de mañana. Fue erigida en el año 782 y en ese ventanal visigótico de su ábside cuadrado está la leyenda 'Fredenandus et Gutina, 782', sus fundadores. Es una de las basílicas más antiguas de la cristiandad.
Emiliano Nebreda, en su libro 'Amo a mi pueblo', explica que la ermita es prerrománica, mozarábica y recuerda que «dicen que es el mejor ejemplo de la arquitectura condal que se conserva». Y la devoción popular de las gentes de esa época y esta tierra, hizo que se dedicara a Elena y Centola este templo.
El lugar en el que nos encontramos es por lo tanto el epicentro de unas fuerzas internas de la Tierra que le hacen al ser humano ubicar aquí el potencial espiritual necesario para conectar con Dios, los creyentes o con la naturaleza, los no creyentes. Sea lo que sea, en el altiplano donde se encuentra la ermita hay una magnetismo especial.
Pero ¿quienes fueron Centola y Elena? Dice la tradición que en este lugar, las dos mártires fueron degolladas. El misterio queda como una huella en sus piedras porque la leyenda dice que si se frota un paño contra la piedra en la que degollaron a las dos mártires, aún se puede ver la sangre del horrendo crimen.
Las vidas de los santos, generalmente, están salpicadas de espantosas torturas para engrandecer la virtud de los amados por Dios. Muchas de esas torturas y martirios son horrorosas y aberrantes prácticas. En nuestro caso, Elena y Centola fueron víctimas de la crueldad de una espada hace más de 1.800 años, un 13 de agosto del año 304, en tiempos del emperador Diocleciano.
Centola era una joven toledana que abrazó la fe de Cristo contraviniendo a sus padres. Tuvo que huir de Toledo y se refugio en Burgos, en Siero, en la casa de Elena que la acogió. Ambas, a partir de ese momento, se dedicaron a la piedad y la caridad con los pobres.
Pero la voracidad del Imperio Romano hizo que el emperador Maximino alertado del crecimiento del cristianismo, enviar a su cónsul Eglisio a las montañas de la Iberia cantábrica para frenar la expansión de la nueva fe. La primera en ser juzgada fue Centola. La sometieron a toda suerte de torturas: fue estirada en el potro, desgarros de sus miembros, le cortaron los pechos y la lengua.
Elena la visitó en la cárcel y, sabiendo Eglesio que abrazaba la fe cristiana y era amiga de Centola, ejecutaron a ambas degollándolas en el gólgota de Siero, el lo alto del monte donde cuatro siglos después se erigió la ermita. El teólogo, historiador y cardenal de la Iglesia católica Césare Baronio las inscribió en 1564 en su martirologio el 13 de agosto «Burgis in Hispania Santarum Centollæ &; Elena Martirum».
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