La historia de la desaparición de Ángel Lorente, un sábado víspera del domingo de Ramos de 1939 en San Pedro Samuel, un pueblo de Burgos, es uno de esos casos que no tiene explicación racional. El protagonista principal fue un niño de cinco años que, ... aseguró toda su vida, fue protegido y salvado de morir de frío por una dama de vestido azul en una noche gélida del páramo de Castilla.
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El muchacho era el más pequeño de una familia de once hermanos. Estaba con sus padres trabajando en el campo. Al atardecer, lo enviaron a casa desde una tierra de cultivo cercana a la ermita de San Pelayo, que dista un par de kilómetros del pueblo. Ángel no llegó esa noche a la casa. Al día siguiente, de madrugada cayó una gran cencellada sobre las tierras.
El muchacho no llevaba ropas de abrigo y tuvo que sufrir, pensaban en el pueblo, el frío más intenso de ese inicio incipiente de la primavera. Al día siguiente, el pueblo entero buscó su cuerpo pensando que habría muerto de frío. Pero el niño fue encontrado por el monaguillo del pueblo, en buen estado, a la orilla del camino de regreso. Su cuerpo estaba caliente. Estaba vivo y feliz.
Le preguntaron en el pueblo qué le había pasado, dónde había estado… El niño les dijo que una mujer «misteriosa, con un manto azul», le había tapado y le había protegido toda la noche. El de Ángel no es un caso aislado. La casuística de este tipo de entidades protectoras es abundante. Muchas de ellas, son coincidentes.
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Julio César Rico
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En aquella época, el cura del pueblo pudo atribuir a la Virgen María ser la portadora de ese manto azul porque por la fe heredada, el niño levantaba el dedo al cielo como señalando que fue la Madre de Dios la que le cuidó. Interpretaron todos, el niño el primero, que aquello fue un milagro.
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Ya adulto y en edad de trabajar, como tantos otros jóvenes de Castilla, emigró a Bilbao para encontrar un empleo y mantener a su familia. Pero de vez en cuando Ángel regresaba a la ermita de San Pelayo. Sus manos mantuvieron en pie la iglesia en agradecimiento por aquel milagro.
Este caso de Burgos no es el único, ni mucho menos. La literatura mundial de este tipo de desapariciones y protecciones es muy extensa. Lo curioso de todo esto es que se repiten los patrones: una circunstancia que pone al protagonista en un peligro inminente; una dama protectora que evita ese peligro y lo cuida con mimo; el recuerdo del niño, un tanto difuso en detalles, pero muy concreto en la figura…
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Un hecho, el de la protectora, que no pasa desapercibido. Por los testimonios de la gente, esa mujer no era del pueblo, ni de otro cercano. Si así fuera, en lugar de proteger al niño de los fríos mesetarios de Castilla, la mujer lo habría acompañado hasta el pueblo y de ahí a la casa paterna, con sus padres y hermanos.
Pero eso no ocurrió. Se limitó, simplemente, a cubrir al pequeño con un manto para evitar los fríos; y nada más.
Si nos vamos a la literatura sobre este tipo de mujeres protectoras, podremos dar con una explicación poco mundana y anclada en las leyendas o narraciones que han pasado de generación en generación desde nuestros ancestros. A este tipo de mujeres se las asociaba con los seres y elementos de la naturaleza más elementales… los duendes, las hadas…
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Y estos seres siempre son vistos en lugares de poder, en donde la naturaleza interna de la madre tierra se manifiesta con más fuerza.
San Pedro Samuel está en el fondo de un valle rodeado de campos de cultivo. Hoy también los molinos eólicos han colonizado un lugar en el que la vista se pierde en la llanura de las tierras altas. Y debiera reinar el silencio si las aspas de los artefactos enormes pintados de blanco no hicieran ulular al viento y ofrecer una sinfonía un tanto tétrica.
Los caminos que llevan a la ermita de San Pelayo están más cerca del pueblo, pero también rodeados de campos de cultivo. La ermita es bella; reconstruida hace una docena de años, es el lugar de poder de este páramo. Está escondida, a este de eses lugar que por su amplitud pudiera no tener referencia en la rosa de los vientos. Pero la sombra de la tarde cayendo, la sitúa en ese este imaginario.
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Pero hay algo más que deja una huella de misterio. Un hilo imaginario del que tirar. En Peña Alta hay un extraño conjunto de piedras. Un menhir en mitad del campo. Un lugar culto de los antepasados; quizá una lápida con la que guardar tributos a las divinidades o una representación de estas.
Una figura de oso a modo de guardián; un lugar energético, un terruño magnético que está unido a un conjunto de figuras que enlazarían una ruta de menhires que coserían Palencia, Cantabria y Burgos, según los estudios realizados por Germán Delibes. Este sitio no es un lugar más de los muchos que hay por la zona.
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Este lugar tiene un magnetismo especial; es un enclave diferente, desprotegido, que al llegar la noche hace que la temperatura sea fría, pero constante, sin alteraciones. Las fuerzas telúricas mantienen el pulso con la oscuridad persistente. Y ahí, el guardián, el menhir, el oso… queda quieto.
Poder y muerte que se dan la mano. Este lugar, sobre el que no hay campo de cultivo, se respeta como sagrado por ser el elegido para enterrar en etapas anteriores a la nuestra a los antepasados. Es suelo sagrado.
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Quienes han realizado estudios antropológicos, naturalistas y de otro tipo en los lugares en los que aparecen este tipo de monumentos funerarios, han descubierto rutas de lobos que llevan trazados por los lugares de enterramientos humanos o necrópolis medievales.
En la provincia de Burgos hay decenas de historias que aún están ocultas, que están por resolver.
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