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Un ciclista descamisado, acalorado, algo aturdido, entra en lo que parece un edificio de colonias en medio del monte. Lleva un bidón vacío en la mano. Hay una docena de niños que miran con esa cara que es susto y alegría a partes iguales. El ciclista –ya viajero– esboza una sonrisa con los labios agrietados por el sol. Más risas. Localiza un lavabo y abre el grifo. Ni siquiera deja correr el agua para que salga fresca antes de comenzar a llenar el bidón y, sin cerrarlo, beber de él a grandes tragos. No le importa que parte del agua le caiga por encima. Ahora hay más niños mirando. Cuchichean entre ellos en valenciano. Vuelve a llenar el bidón y anuncia:
– Ahora vuelvo.
– ¿Dónde vas? –responde una niña con pantalones de color verde.
– A llevarle agua a Julia, que viene por ahí detrás.
– ¿Quién es Julia?
– Es mi mujer, que viene en bici conmigo desde Burgos.
A los niños lo de Burgos no les impresiona ni lo más mínimo. Como si fuera Montanejos, o Caudiel, el pueblo que está unos kilómetros más abajo por la carretera. Cuando comentamos en la redacción que nos íbamos los dos juntos a hacer este viaje, los chistes sobre una disolución de la pareja contada en quince episodios no se hicieron esperar. Todo sea por las visitas y las ventas de periódicos. Lo que no suponían es que la pareja, en lugar de disolverse por divorcio, iba a hacerlo por viudedad. Bueno, quizás exagero.
Ahora estoy deshaciendo el camino: el primer kilómetro es cuesta arriba y voy montado en la bicicleta. La dejo en el punto en el que comienza el descenso hacia la pista por donde tiene que venir Julia y bajo con el bidón en la mano. Así, sin bicicleta, puedo tirar por la suya, pues ella viene a pie, ya sin fuerzas para pedalear por unas pistas empinadas y pedregosas.
Todo se torció en Montanejos, donde nos peleamos con el GPS, desorientados por un dédalo de callejuelas en cuesta. Al final, sabiendo que teníamos que pasar por Montán, donde empezaba esa parte dura que hacía que hoy fuera la etapa reina, decidimos llegar hasta esa localidad por carretera y allí enlazar con el 'track' que íbamos siguiendo.
Es absurdo, pero tengo cierto síndrome de Estocolmo. Sé que es perfectamente válido elegir la opción más asfáltica, pero me siento culpable por no haberlo hecho por una pista que se adivinar a la izquierda de la carretera que estamos recorriendo, al otro lado del río que circula en paralelo a nuestra dirección.
Estábamos avisados de que la subida era dura, pero yo me había consolado pensando que habíamos entrado en una nueva provincia –en Castellón– y que por primera vez estábamos por debajo del punto de partida. Subterráneos, quería haber titulado este día. En esa simplificación geográfica que te hace pensar que el camino tiene que ser favorable a partir de cierto momento si empiezas en Burgos y acabas en Valencia, nos saltamos habitualmente todas las cuestas intermedias.
Después de haber bajado a 500 metros de altitud, volvemos a pasar por encima de 1.100 . De hecho, en los últimos 15 kilómetros hemos acumulado más de 800 metros de desnivel. Son cifras propias de esas marchas de montaña que proliferan y que se bautizan con el nombre del pueblo seguido de la palabra Extreme o Desafío.
El lugar al que hemos llegado se llama Mas de Noguera, y es, además de alojamiento, una casa de colonias y un establecimiento de ecoagroturismo. Es como un mundo aparte, sobre todo, si como nosotros, al contrario que los escolares, que ya se marchan en autobús con una algarabía de gritos y ruedas de maletas arrastradas por el cemento, vienes después de unas horas por el monte en el que no te has cruzado con nadie.
No es un día normal. Hay un incendio forestal cercano y están preocupados. Nosotros hemos visto cómo nos sobrevolaban helicópteros al comenzar la ascensión, pero entre ellos se pasan fotos por grupos de WhatsApp: «Mira, está ardiendo la vía verde». Por lo visto, ha sido por la chispa producida por el frenazo de un tren. «Están desalojando el pueblo». Al personal, que vive en aquella dirección, lo han mandado a casa ante la posibilidad de que luego no puedan llegar sin dar un rodeo kilométrico. Nosotros, mañana, tendríamos que pasar por esa vía verde, que es la misma por la que ya hemos circulado, pero ahora mismo está ardiendo.
Zamora no se ganó en una hora, como bien sabe El Cid. Y Valencia tampoco. Como también experimentó el Campeador, cuyo asedio a la ciudad fue uno de los más duros en la historia de España. Dicen que hubo hasta canibalismo. En mi caso, no he llegado hasta estos extremos, pero puedo decir que he llorado, como Boabdil al entregar las llaves de Granada.
La etapa reina ha hecho honor a su fama. Aunque sobre el papel solo eran 50 kilómetros, a mí me han parecido muchos más. La razón son las fuertes pendientes que había que superar para llegar a la masía a donde descansaríamos esta noche. He de confesar que en mi interior tenía cierto miedo a no ser capaz de hacerlo. Y tener encima que contarlo en público.
Para llegar a Mas de Noguera, –nuestro particular refugio, donde se para el tiempo, te olvidas del mundo y cambias el móvil por el libro electrónico gracias a que no hay cobertura– había que remontar dos pinares (Pina del Rey y Pina de Montalgrao) en sendas laderas por pista. Gonzalo no me había querido dar muchas explicaciones y lo entendí todo al ver el camino final. Empecé animada, pero tuve que bajarme de la bici y empujar unos metros más allá. En algunos tramos las rampas superaban el 20% y me costaba mantener el equilibrio. Así que se puede decir que estaba como pez fuera del agua: boqueando todo el rato.
Siendo sinceros, la mitad del recorrido de hoy ha sido fantástica, hemos cruzado la frontera con la Comunidad Valenciana, hemos disfrutado de la fresca en el embalse de Arenoso, nos ha sorprendido la belleza despiadada del desfiladero hasta Montanejos… Todo iba sobre ruedas precisamente hasta ahí. En ese pueblo de 654 habitantes y mucho montañero de paso se empezaron a torcer las cosas.
Primero fue porque no encontrábamos la pista por la que salir en dirección a Montán. Nos liamos en sus intrincadas calles y dimos dos vueltas. Los niños del pueblo nos animaban con sorna como si fuéramos del Tour de Francia al vernos pasar la segunda. Y no dimos a una tercera porque decidimos tomar la vía de asfalto, seguramente menos bonita, pero más directa.
No había tiempo que perder porque ahí sí empezaba lo duro. Y ya eran más de las 10.30. A partir de las 11 en verano (o con ola de calor), si no encuentras una sombra, por estos parajes tienes que apretar dientes y beber agua.
El caso es que empezamos la parte dura y yo aguanté aproximadamente un tercio sobre la bici. Por un lado, era lo esperable. Pero por otro, me sentí mal: avanzaba lento y a ese paso no solo yo iba a pillar todo el 'caloret', que diría la difunta Rita Barberá. También Gonzalo por esperarme. La primera subida me costó un triunfo, pero la superé. Los problemas serios empezaron a menos de 6 kilómetros del destino.
Tocaba bajar por una pista pedregosa, ya saben, mi criptonita particular, y sin agua porque me la había acabado… Me pesaban los casi 44 grados que marcaba el termómetro y tenía prisa por llegar. Intenté hacerlo, pero un frenazo demasiado fuerte me descabalgó. Al verme en el suelo sentí rabia e impotencia. No pude evitar echar una lagrimilla.
El terreno me había puesto en mi sitio, me dolía la palma de la mano, apenas podía coger el manillar... Pero me recompuse y conseguí llegar al final, con la ayuda de Gonzalo. Lo que todavía no sabía es que la mano se convertiría en la menor de mis preocupaciones horas más tarde, cuando un incendio en el pueblo de abajo obligó a desalojarlo y nos mantuvo a todos los que estábamos en la masía con el corazón en un puño durante horas.
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Javier Martínez y Leticia Aróstegui
Rocío Mendoza, Rocío Mendoza | Madrid, Álex Sánchez y Virginia Carrasco
Sara I. Belled y Clara Alba
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