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La cadencia hipnótica del pedaleo, especialmente en las subidas largas por carretera, en las que todo transcurre despacio y apenas pasan cosas, tiende a expulsarte de la realidad, te lleva a distraerte con cosas como las flores de las cunetas -son jaras, por cierto-, la paulatina evolución del verde burgalés al amarillo alcarreño o la levedad de unas nubes que se van disipando con premura. Hasta que ves un cartel que indica un desvío a Robledo de Corpes. Y te viene el chispazo. ¡Corpes! El robledal de Corpes, donde la afrenta. Pero si estamos haciendo el Camino del Cid. ¿Quién no conoce la afrenta de Corpes? La historia esa de que humillaron –violaron– a las hijas del Campeador y las dejaron atadas a unos árboles. ¡Ah, los pérfidos infantes de Carrión!
Así que golpe de manillar a la izquierda y seguimos la pista que nos lleva por el camino más directo, posiblemente no el más rápido, hasta el pueblo, que supongo una aldea de apenas unas casas y un bosquecillo a las afueras. ¿Quedará algún roble que sea descendiente de aquellos de hace mil años? A simple vista no se ven, pero… ¡ojo! Un cartel rojo, reluciente, de una marca de cerveza. A ver si va a haber un bar y todo. Eso sí que sería legendario, y no la ubicación de la afrenta, que se disputan varias poblaciones a lo largo del camino.
No somos los primeros ciclistas en pasar a sellar el salvoconducto en este local, pero es todo tan reciente que la baldosa con la corneja, el indicativo de punto de sellado, está aún sin colocar en la puerta. Y es que efectivamente, Robledo de Corpes vuelve a tener bar después de tres años con él cerrado. Un trío –ahora están detrás de la barra Yoli y Lale, ya que Carlos sigue descansando arriba– decidió escapar de la vida madrileña. Lale explica que siempre había querido montar algo, rural, quizás un hotel, y que a través de un amigo –ella había trabajado ya en algún restaurante de la provincia– dio con la concesión de este negocio, que, como todo bar de pueblo, es el epicentro social de la localidad.
Yolanda, mientras tanto, en segundo plano, va dando vida a unas tortillas. Lale explica que, como concesión municipal que es, tienen que cumplir unos mínimos. Abrir todos los días en verano y, el resto del año, viernes, sábados y domingos. Como aún están montándolo –siguen esperando las sombrillas que humanicen la terraza–, pues llevan aquí desde Semana Santa. «Aún no habéis pasado ningún invierno,», les digo. «Bueno, no creas, aquí en mayo es invierno, y como solo abríamos los fines de semana no nos daba ni para calentar la casa (la concesión incluye el alojamiento en la planta superior), replica. «Dormíamos con jerséis y calcetines. Ahora ya es otra cosa», añade Yolanda.
No tardan en aflorar los parroquianos. Nosotros habíamos llegado sin saberlo en el momento en el que levantaban la verja. Lo de la verja es una figura literaria. En estos pueblos no hacen falta apenas ni pequeñas cerraduras. Y claro, ver a unos desconocidos –encima con cámara de fotos y tomando notas en una libreta– hace que seamos nosotros los que, casi por obligación, tengamos que contarles nuestras aventuras. Entre tanto, deslizan que desde la pandemia, no han vuelto las partidas de cartas como antes y que, cuando viene el panadero, la gente aún sale con mascarilla porque no se fía de los que no son sus vecinos.
A Lale, Yolanda y Carlos los han acogido en el pueblo con los brazos abiertos. Son los úlitmos en llegar, pero ya saben cómo toma el café Goyo o que otro parroquiano, aunque son las diez, pasa a hacer un descanso pues ya estaba trajinando en el soto a las seis de la mañana. Bromean con que si a los robledanos no les gusta el servicio, siempre pueden irse a la competencia. Calculo que esa competencia esté en Atienza –de donde hemos partido– o en Jadraque –a donde teníamos planeado llegar hoy, pero donde curiosamente no hemos encontrado alojamiento. Más tarde averiguaremos la razón.
En el camino siempre te pasan cosas: reguleras, buenas y mejores. Y hoy ha sido un día más intenso de lo que parecía. Se supone que iban a ser 50 kilómetros fáciles, pero al final hemos tenido que alargar la etapa para poder encontrar alojamiento. Como no encontramos en Jadraque, estiramos el itinerario del día hasta el siguiente pueblo, Matillas, situado nueve kilómetros más allá en nuestra ruta. Pero es un pueblo que, sobre el mapa, no tenía mucho que ver.
Llegamos a él a través de una pista con mucha hierba seca. Es amarilla intensa. Ese es el color del día. En sus diferentes intensidades. Ni Gonzalo ni yo habíamos estado nunca en la provincia de Guadalajara, así que no paramos de asombrarnos con todo lo que vemos.
En una de esas miradas para otear el horizonte lo confieso: la Castilla que yo pensaba que era así de dorada no era esta. Burgos y Soria nos recibieron verdes y rojas por el trigo y las amapolas. La Alcarria es otra historia: aquí hay mucho campo y poco sembrado. Y sí, también muchas abejas de esas que hacen miel de 'la buena'. Si no pesara tanto y estuviera más fuerte cargaría con un buen frasco.
«Se ha adelantado el verano este año», nos dicen los parroquianos mientras descansan a la sombra, al sol no hay quien aguante. Y no hay más que mirar en rededor para darse cuenta. También pasamos por unos pinares que desembocan en una presa, el embalse de Pálmaces. No tienen mala pinta para no haber llovido tanto como dicen. Giramos y acabamos en un sendero que nos avisa: habrá zonas en las que a lo mejor nos mojamos los pies. Pienso en charcos. Pero unos metros más allá veo que lo que hay que cruzar es el río, el Cañamares. Creo que es la primera vez que lo hago con la bici. Eso sí, lo de ir montada es otra historia.
También están abiertas las piscinas en algunos pueblos grandes… Y con gente. En Jadraque las encontramos muy cerca de donde pasamos y algunos (madrileños, que es zona de influencia) las miran con envidia mientras apuran el trago en la mesa de una terraza. Ruidosa. Es sábado y vaya ambiente tiene el pueblo, pensamos. Lástima que no hayamos podido quedarnos porque estaba todo completo.
Pensamos que el ser un lugar con cierto encanto manchego y estar a solo hora y media de la capital en coche es la clave para el éxodo masivo de este fin de semana. Sin embargo, Sandra nos quita la idea rápido. Ya peinada saluda a su cuadrilla. «¡Qué guapa!», le dicen. «Y eso que no he vuelto hasta las seis (de la mañana) a casa», responde. «Pues menos mal que te casas por la tarde», se ríen.
Ya en Matillas, y con la piscina del hotel tomada por una gran familia, miro la monstruosa fábrica (otra catedral del siglo XX) que da sombra al pueblo. Es una construcción que tiene algo entre enigmático y encantador. Es 'El León' y aquí se hacía «cemento Portland, el blanco», nos dice uno de los trabajadores del hostal donde nos quedamos, un negocio que lleva tres décadas en funcionamiento.
La planta se mantiene en pie, pero está desmantelada. Se instaló en la zona en 1905 de la mano del inglés Carlos Clayton y el pueblo creció a su alrededor. En sus buenos momentos tenía medio millar de empleados, la mayoría eran campesinos que se convirtieron en obreros, un fenómeno digno de estudio. Pero también vino mano de obra de otras provincias.
En 1975 cambió de dueños y diez años más tarde «en la crisis del 84» cerró para siempre. «Entonces éramos 400 viviendo aquí, hoy somos 100». Matillas busca ahora un nuevo lugar en el mapa de la mano del Cid y el turismo. «Mucha gente que quiere ver Sigüenza y Atienza se queda por los alrededores porque es más barato y más fácil aparcar». En estos pueblos, por cierto, sin coche no eres nadie.
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Javier Martínez y Leticia Aróstegui
Rocío Mendoza, Rocío Mendoza | Madrid, Álex Sánchez y Virginia Carrasco
Sara I. Belled y Clara Alba
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