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Julio César Rico
Viernes, 15 de julio 2022, 07:27
El caso de Amalia Baranda es escalofriante; una joven de 22 años que dejó, de repente, de comer y beber y se pasó 15 años sin tomar alimentos. El caso de esta mujer figura en los anales de la Medicina y se ha llegado a considerar un milagro prolongado en el tiempo, sólo equiparable al ocurrido unos años después con la alemana Theresa Neumann que estuvo 36 años sin comer y a la que la Iglesia ha reconocido halo de santidad.
Rescatamos en esta edición de Burgos Misteriosa un manuscrito del sacerdote Ángel Villasante, fallecido en 2021, en el que relata, con enorme precisión, la historia de Amalia Baranda. En su escrito da detalles muy concretos, esclarecedores algunos, que, lejos de otorgar al fenómeno la tipología de milagro, sí le confiere un halo sobrenatural que impacta.
Y es que el caso de la enferma de Montecillo, como era conocida en su época, tiene mucho de enigmático e inexplicable y muchos investigadores lo califican de sobrenatural. Los mismos médicos atestiguan que Amalia vivió, sin tomar más alimento que la hostia consagrada, más de 15 años.
Villasante cuenta en su manuscrito que la joven tuvo inquietudes religiosas desde niña, pero sus padres no recibieron con agrado la noticia de la vocación de su hija porque querían casarla con un rico hacendado de la comarca. Amalia había nacido en Quintana de los Prados el 3 de septiembre de 1896. Y se asentó 13 años después en Montecillo, a escasos kilómetros de su pueblo natal.
La historia comienza en la madrugada del 16 al 17 de marzo de 1918, cuando Amalia tenía 21 años. Villasante explica que «sobre las 12:00 de la noche comenzó a sentirse mal, con unos fuertes dolores». Su madre la aplicó varios remedios caseros; pero nada hizo desaparecer el dolor «sino que éste iba a más» llegando a ser «insoportable».
Cuando la visitó el médico, aconsejo a los padres: «Prepárense para bien morir; pero los designios del señor eran otros». Así, la enfermedad se fue prolongando días, semanas, meses… años… tanto fue así, relata Villasante, «que con la fuerza del dolor y la abstinencia de alimentos su cuerpo se debilitó y con ello sus sufrimientos».
La incomprensión del caso tenía confundido al médico; incluso llegó a diagnosticarle una «agudísima vagancia», presionando a los padres para que «levantaran a su hija de la cama». El caso corría de boca en boca por la comarca y por toda España
«El nombre de Amalia aparece en la prensa nacional y extranjera y el pueblo de Montecillo salta del desconocimiento más absoluto, a la publicidad; y como fruto de la información periodística de aquellos años, surgió un verdadero aluvión de visitantes que acudían sin cesar en busca de la enferma», atestigua Villasante.
Personas de diferentes ámbitos pasaban por Montecillo con el ánimo de ser testigos de un fenómeno médico inexplicable. Tanto es así, explica nuestro informante en su texto, que «llevaron el control entre los meses de mayo y junio de 1936 y recibió a 26 sacerdotes, 188 paisanos y 23 médicos, y varios miles durante su enfermedad». En agosto de 1935 despertó la curiosidad del doctor Vallejo Nájera y el doctor Bermejillo. Tras examinarla concluyeron que, naturalmente, «así no se explica la vida».
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Los días previos a su muerte la trasladaron a Espinosa de los Monteros debido a la incursión de tropas y la consiguiente Guerra Civil. Y el lunes 21 de septiembre, a las 13:30 horas, moría. Sus restos mortales se enterraron en el cementerio de Espinosa de los Monteros.
El pueblo de Montecillo asegura que está enferma murió en olor de santidad, canonizada en vida por cuantos la visitaron en su enfermedad, deseosos de que haya alguien que se preocupe por este caso interesante y se inicie algún día el proceso de canonización.
En este enlace se puede ver cómo explicaba la prensa de la época este curioso suceso
Es muy interesante e impactante la transcripción que realiza Ángel Villasante, tomada de otra del médico de Espinosa de los Monteros, Manuel Gutiérrez, encargado de la enferma cuando se determinó llevársela a Zaragoza.
Salimos de Montecillo el día 13 de marzo de 1927 en un coche de alquiler. Tres éramos los ocupantes, el párroco de Montecillo, don Ciriaco Villaluenga, la enferma y yo.
Para cuando llegamos a Zaragoza le tenían preparada una buena habitación y nosotros dos buscamos en un hotel próximo. Don Ciriaco regresó al día siguiente a su parroquia y yo permanecí dos días junto a la enferma, a la que llevamos a Zaragoza con el único fin de observarla; pero esa condición no se cumplió por parte de los doctores de la Universidad, antes bien, prescindieron de este compromiso verbal y entraron de lleno en el campo de la experimentación. Esto me dolió ya que me había comprometido con sus padres a devolverla a su casa con vida.
Dichas experiencias las hicieron aprovechando mi ausencia de dos días a Barcelona, de donde tuve que regresar urgentemente junto a la enferma, debido a un síncope en el que se creyeron que Amalia perdía la vida. Junto a la enferma me encontré, con gran sorpresa, a toda su familia llorando, a la que habían mandado un telegrama diciendo que Amalia estaba agonizando en la Universidad.
Gracias a Dios que el incidente no tuvo otras consecuencias que el susto de unos y de los otros. En Zaragoza estuvo 24 días. Apenas llegaron, dijo la enferma,«se reunieron una gran cantidad de doctores, arrastrados por la curiosidad y disputándose la vez de poderme examinar».
En palabras de Amelia:«Yo que me había propuesto no quejarme de nada tuve necesidad de enfadarme en serio y no consentir acercarse nadie a mi lecho, que no fuera un médico encargado de mi departamento. Era excesivo el abuso y demasiadas las libertades tomadas por aquellos jóvenes estudiantes hasta el punto de verme obligada a pedir que me reintegrasen lo antes posible a casa de mis padres». A todos, dice, «perdono de corazón y hasta agradezco el bien que me hicieron merecer».
Cuando llegaron a Zaragoza, pensaron los doctores de la Universidad que se trataba de una «pícara embustera, o de una de tantas ayunadoras que pretenden engañar a los médicos rurales; pero que a pesar de todo, y ya que se la habían llevado», creyeron oportuno hacer algo.
Comenzaron recogiendo la orina para su análisis, cuyo resultado fue desconcertante para todos. Era excesiva la cantidad de oxígeno que contenía, sin encontrar causas explicativas para ello. En el análisis de sangre encontraron tal cantidad de acetona, que les obligaba a taparse la nariz por su fuerte olor, capaz de producir una muerte rápida, según su misma opinión. Y como resultado de todo esto, «había que estudiar por partes aquel misterioso organismo».
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Rocío Mendoza | Madrid y Lidia Carvajal
Natalia Sáez Ursúa | Burgos
Álvaro Soto | Madrid y Lidia Carvajal
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