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El enano virtuoso de Mambrillas y Salas de los Infantes. BC
Burgos Misteriosa

Tres personajes siniestros, deformes y grotescos de Burgos

Abordamos a tres personajes; algunos de los más curiosos y que merecerían un capítulo cada uno como son La Monstrua, el Mudo de la Pimienta y el Enano Virtuoso de Mambrillas de Lara

Sábado, 5 de octubre 2024, 09:29

El virtuoso Virgilio Mazuela, autor de libros como 'Los Burgos perdidos' o 'El Galipó'; y recientemente de sus memorias, recoge personas y personajes vinculadas con el Burgos de mediados de siglo XX que, de una u otra manera llenaron de anécdotas la vida tranquila de aquella de ciudad de provincias a la que se le adormecía el futuro entre las manos.

Esos personajes, unos curiosos, otros singulares y folclóricos que marcaron una época. Pero hubo otros, algunos de ellos siniestros, pero reales, que llenaban de inquietud y un cierto miedo, quizá irracional, a quien se topaba con ellos por la calle. Otros son curiosas personas que, bien por su naturaleza y su físico despertaban curiosidad, o simplemente se convertían en seres señalados.

Vamos a ver hoy a tres personas que al mismo tiempo eran personajes de diferentes épocas. La enana de la corte de Carlos II, el Mudo de la Pimienta y el enano de Salas de los Infantes. Por ser el más reciente en el tiempo, fallecía en los años 90 del siglo pasado, indagamos en la vida del arrabalero Mudo de la Pimienta.

El Mudo de la Pimienta

El Mudo de la Pimienta era un personaje en el que confluían sensaciones encontradas. Miedo y lástima; grima y compasión. El mudo, que merodeaba por los alrededores del Arrabal de San Esteban, las Tahonas y San Gil. Se llamaba Enrique y era una persona incapaz probablemente de atacar a nadie, pero tenía un aspecto siniestro y absolutamente antihigiénico y desarrapado. Se le decía 'de la Pimienta', al parecer porque así apodaban a su madre.

Del Mudo habría pocas cosas que decir, pocas más quizás de las que se relatan en estas líneas. Pero detrás de la figura de este hombre está la estampa del miedo. Al Mudo de la Pimienta se le recuerda apostado en la entrada de la iglesia de San Gil, bebiendo vino de Campo de Criptana y Tomelloso que almacenaba en cubas Ignacio, el del Bar el Cubo. Patizambo y grueso. Casi siempre alcoholizado, con cicatrices en la cara de las caídas provocadas por el vino; y gafas de culo de vaso con una capa de mugre que casi le impedían ver.

Un hombre joven, en aquella época, al que la vida le había golpeado por su condición de ser una persona muda y sorda. Alguien que sólo se comunicaba con balbuceos y sonidos guturales que causaban miedo. Una persona analfabeta en plenos años 80, cuando la educación ya estaba generalizada para todos los estamentos sociales. Un pobre hombre, en el sentido figurado, por la lástima que causaba; y un hombre pobre en el sentido estricto de los términos.

El miedo que despertaba en la gente era ciertamente irracional por la incapacidad de este ser de causar el mal. Sin embargo, su figura contrahecha y fea y los sonidos guturales, a mitad de camino entre el gruñido y el lamento, daban un miedo vívido… intranquilizante y desasosegador. Los chiquillos del barrio, a mitad de camino entre el terror y la curiosidad le increpaban para despertar el gruñido que, cuando se producía, los hacía huir...

Pero, aun con esa estampa, no faltaba quien le pagara las cinco pesetas que costaba el chato de vino en El Cubo, el bar de Ignacio y Amparo, oscuro y lleno de humo de cigarro, al que se accedía por la puerta principal y por el portal contiguo que también daba a un servicio que era más un zulo estrecho y maloliente que un váter al uso.

Se le solía ver a cualquier hora, fundamentalmente en las primeras horas de la tarde, cuando los más viejos del lugar se juntaban a jugar al dominó o a las cartas en las mesas descoloridas que había frente a la barra del bar. O en la puerta de la taberna, bajo un enorme extractor de humos que, más que sacar los olores del bar, los esparcía hacia adentro. Ahí, apurando los pozos dejados por el vino en un porrón que un paisano había dejado a medio beber.

Del Mudo de la Pimienta ya no quedan ni recuerdos de quienes lo conocieron. Pero era un tipo generoso a su manera. Era frecuente, al llegar la Semana Santa, verle con la Cofradía de la Virgen de los Dolores de San Gil, ayudando a trasladar la pesada carroza que dos días al año se sacaba en procesión en El Encuentro y en el Santo Entierro. No hacía falta que nadie le invitara para ayudar.

Allí estaba empujando la mole de ruedas en los días previos desde una cochera de la calle de Ronda hasta la Fábrica de Harinas de Cástulo Orejón, en Fernán González [hoy un lujoso hotel, al inicio de la calle]. Era fuerza bruta y, a su manera, detrás de esa estampa tan tétrica, y por qué no decirlo, horrorosa, el Mudo tenía ese punto de ternura que nadie había descubierto.

De la historia de Mambruno

El Mudo de la Pimienta bien pudo ser el que relata en los Cuadernos de un Solitario y que tiene a Mambruno por protagonista, Juan Ruiz Peña en el Boletín de la Institución Fernán González. El mudo que saluda Mambruno, por su descripción tiene que ser nuestro protagonista, aderezado con una historia paralela que también pudo ser cierta.

Relata su encuentro con el mudo que «acaba de salir del hospital, se amputó dos dedos con un hacha cuando hacía astillas para la calefacción»; muy creíble porque en la época en la que situamos al Mudo en la zona de San Gil, además de frecuentar los bares, lo hacía por las carbonerías, como la de la Gloria, junto al arco; o las chatarrerías, como la de Foro, frente a la carbonería.

Lo describe como «de estatura baja, cabeza enorme de enano, cara fea, terrosa, boca grande y labios gruesos, los ojos muy vivos y lucientes». «Hospiciano, no tiene a nadie, no se le conoce familia alguna. Habla mediante gestos»; sin embargo, nuestro mudo sí tenía hogar. Vivía con su madre en la vieja casa adosada al Arco de San Esteban, hoy ya desaparecida.

El enano virtuoso

Otro personaje extraño es José Ortega Gallo, nacido en Mambrillas de Lara. Cuarenta y cinco años. Medía 90 centímetros y pesaba 34 kilos. Vivió en Salas de los Infantes, en una casita baja con un balconcillo de madera, una puerta de cristales y un mirador.

El enano de Salas con su triciclo inventado por él. BC

En ese escaparate se podían ver «despertadores enormes, una cadena de bicicleta, cajas de rollos fotográficos, una hoja de latón; acaso también un reloj de pesas.», relataba la revista Estampa en un preciso reportaje de Eduardo de Ontañón.

Ontañón le describe con exactitud: «Su cara es inteligente; sus hombros son los de un hombre normal. Casi también sus brazos y manos. Sólo el cuerpo y las piernas son los que no corresponden a la figura del hombre corriente, los que le achican y hacen diminuto materialmente».

De Mambrillas de Lara pasó a Salas de los Infantes; de allí a Covarrubias, donde se fue a aprender el oficio de las telas. Pero cuando de verdad se hizo un profesional José Ortega Gallo fue cuando ingresó en el Hospicio Provincial de Burgos: «Allí comenzó por aprender para sastre. Lo dejó también. No servía para la tarea más elemental, que es la de tomar medida a los parroquianos. Y se metió en la hojalatería. Aquello le resultó mejor. Pronto era el muchacho mañoso que arreglaba los pucheros de los viejos y los relojes de la casa y hasta las máquinas de coser».

Pero era un genio. Lo mismo arreglaba relojes que tomaba fotografías, que trabajaba en una tienda o en un huertecillo casero para ganar el pan «con arreglo a la más pura práctica evangélica; lo mismo talla en madera, pinta al óleo y al carbón, imagina y construye extraños o que fabrica aparatos de locomoción.

Aparecía de pronto con un raro triciclo con el que había recorrido los 55 kilómetros que separan su pueblo de la capital en dos horas y media escasas.

La Monstrua

La Monstrua había nacido en Bárcena de Pienza, en la Merindad de Montija; y era hija de José Martínez Vallejo y Antonia de la Bodega..La académica de la Institución Fernán González, María Jesús jabato, afirma en su artículo…. «que en 1674, en la homilía de la misa de un domingo, en la parroquia del pueblo, Antonia dio a luz una niña, lo cual se interpretó por los vecinos como símbolo de buena ventura».

Estatua de la mosntrua en Avilés. BC

Eugenia Martínez Vallejo creció robusta y sana, lo cual era nuevo signo de buen augurio ya que «las mujeres rollizas eran garantía de fertilidad y las formas exuberantes, canon estético de la época», relata Jabato. Pero con el paso del tiempo, su volumen y dimensiones «eran tan exagerados que la familia se vio precisada a recabar auxilio médico. De nada sirvió moderar la dieta; la niña seguía creciendo y aumentando de peso exageradamente sin que supiera la ciencia poner nombre y remedio a este desmán».

Su excesiva obesidad fue objeto de estudio incluso en el siglo XX y, por ejemplo, el doctor Gregorio Marañón, diagnosticó «síndrome de Cushing, en el que una excesiva secreción de hormonas suprarrenales da lugar a una obesidad mórbida; así lo atestiguarían su cara de luna llena, típica de este padecimiento.

La noticia de su existencia llegó a la corte y Carlos II la quiso incluir en su corte de bufones o «gente de placer», y de protegerla para mostrar su «magnanimidad moral», dice Jabato.

Fue retratada por el artista Juan Carreño de Miranda en los cuadros La Monstrua, vestida y La monstrua desnuda. Fue por deseo expreso de Carlos II el mismo año en que la niña llegó a la corte, en 1680.

Eugenia Martínez Vallejo murió a los 25 años y no se sabe nada de ella desde que llegó a la corte de Carlos. Junto a los retratos de Carreño Miranda, en Avilés, el autor dejó constancia de su existencia con una estatua.

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