Julio César Rico
Viernes, 22 de julio 2022, 07:26
Muga es hoy un despoblado de Castrobarto, en Junta de Traslaloma, es un lugar silencioso; triste, lleno de misterio y amargura. Apenas se oye el canto de algún pájaro. Hay demasiado silencio. En los años 20 del siglo pasado vivían apenas tres familias. Tras el ... horrendo crimen de 1927, Muga se despobló teñida de sangre y arrastrando la fama de maldita. Teodoro Espiga mato a su familia.
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Los únicos residente que quedaban, familiares de la esposa del asesino, se acabaron por marchar del pueblo maldito. Nadie ha querido poner su huella sobre el terreno yermo. Nadie ha vuelto a rodear la tapia del cementerio. Nadie quiere volver a la escena del más horrendo crimen de los que han acontecido en las Merindades, ni en toda Castilla.
Es un 14 de julio de 1927. El médico de Castrobarto, alertado por el aviso de una vecina de la cercana localidad de Muga, en la que sólo existen tres casas habitadas, se apresta a subir a su carro tirado por un caballo. Recorre los dos kilómetros y medio que separan ambos pueblos; llega a Muga y cruza la puerta del infierno al contemplar el más horrendo crimen cometido en la comarca en muchos siglos.
Ve el pavoroso espectáculo. Dos niñas, Matilde y Cristina, de cinco y dos años de edad, vestidas con sus ropas y con las cabezas completamente destrozadas por golpes de hacha, tal y como relatan las crónicas periodísticas de la época. Y en el piso superior, Estefania Corral, abuela de las niñas, muerta también, con otro hachazo en el cráneo, sorprendida por su asesino mientras arreglaba una abarca.
En su acceso de ira, Teodoro Espiga arrasó las habitaciones de la casa. Se hallaron los muebles, enseres y vajillas tirados por el suelo y en completo desorden, un reloj de pared roto y un pellejo de vino al que también había dado un hachazo.
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Julio César Rico
JULIO CÉSAR RICO
El relato de los hechos es tan espeluznante como la propia escena que contemplaba, con pavor, el informe policial:
«En una habitación estaba el cadáver de otro niño, de siete a ocho meses de edad, Florencio, con el cuello seccionado. En un camastro, el asesino Teodoro Espiga, autor sin duda alguna en un momento de furor o acceso de locura de la muerte de sus citados hijos y madre política, con una herida en el cuello de 8 centímetros de longitud, que secciona totalmente los tejidos hasta verse la pared posterior de la faringe, calificada de gravísima, y por consiguiente, que le priva del habla».
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El médico, embargado por el dolor, la desesperación y la ira, --según el testimonio también recogido en la localidad— deja morir al hombre, supuestamente, sin aplicar los auxilios para intentar salvarle la vida. La crudeza de los hechos, la descarnada escena le paraliza al doctor; la deontología queda a un lado vencida por otros valores menores; y ante el desolador panorama, el médico deja que Teodoro Espiga exhale el suspiro final.
Cinco muertes que pudieron aumentar hasta las siete. Teodoro Espiga, poseído por una fuerza indomable de rencor y odio salió al monte para matar a su esposa, Pilar Martínez, y a su suegro, Eusebio Martínez. Al no hallarlos volvió a la casa para seccionarse el cuello con el mismo arma con la que había asesinado a los cuatro infelices.
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Los doctores don Vicente Oteo, de Villarcayo; don Nicanor Fernandez, de Castrobarto; don Valeriano Loma, de Quincoces y don José Esteban practicaron la autopsia de los cadáveres en presencia del juez de instrucción don Miguel García de Obeso y del secretario judicial, don Emiliano Corral.
¿Qué pasó por la mente y el corazón de Teodoro Espiga para cometer ese atroz atentado hacia su familia sólo lo sabría el mismo asesino? La prensa de la época recogió con toda crudeza el escenario de los hechos.
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Los periódicos de entonces ofrecían la información directamente del interlocutor por teléfono y plasmaban la crónica que al día siguiente ofrecían extendida.
La crudeza de los relatos contrasta con el extremo celo con que se abordan estas informaciones. Pero las crónicas de sucesos de los años 20 reflejaban con toda crudeza lo ocurrido con detalles como los que ofrecían los periódicos que no regateaban en detalles al informar que había «...fragmentos del cráneo y las puertas del portal salpicadas de sangre; y en una de ellas, proyectado, un pedazo de masa encefálica».
Las curiosidades, serendipias tal vez, se concentran en la familia del asesino de Muga. La última boda celebrada fue la de este matrimonio, como los últimos nacimientos y los últimos muertos del pueblo.
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En este enlace se puede escuchar el relato completo de los crímenes de Muga.
siempre con un tinte dramático y pavoroso. El Diario de Burgos de un 14 de septiembre de 1920, en un breve informaba de que sobre las 2:00 de la tarde del 12 de septiembre, ocurrió «un espantoso drama en el pueblo de Villaventín».
La crónica cuenta que Florencia Martínez Corral de 26 años, casada y natural de Muga, se arrojó a un pozo a 400 metros del núcleo urbano, llevando con ella a dos hijos suyos, Domitila y Alfredo Ortiz Martínez, de 27 y seis meses de edad respectivamente.
Los bebés perecieron ahogados. Lo más dramático del suceso es que la mujer salió viva a la superficie. Y se arrojó de nuevo para sacar a sus hijos y sacar a las criaturas, ya cadáveres, «y con una de ellas al hombro y la otra debajo del brazo se dirigió a su casa». La vieron varios vecinos de Villaventín y la obligaron a abandonar a los niños. Se dio aviso a las autoridades «procediendo a la detención de la desgraciada demente».
También no hace muchos años, una joven también apareció muerta en Muga tras suicidarse.
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