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Sonia y Jorge son pareja. Se conocieron hace diez años, pero no fue hasta hace unos meses cuando comenzaron a salir. Les presentaron sus padres pensando que, al ser de la misma edad, harían buenas migas. Lo que no se imaginaban es que se acabarían enamorando. ¿Por qué? Porque son primos segundos y, si bien es cierto que los enlaces con parientes son más comunes de lo que se piensa, en Occidente son poco frecuentes.
En cifras, las uniones endogámicas representan el 10% de los matrimonios en el mundo, pero no tienen una distribución homogénea. Las tasas más altas se observan en Oriente Medio, principalmente en Kuwait (68%), Pakistán (57%), Arabia Saudita (56%) y Qatar (54%), así como en algunas zonas de África. En contraste, en Europa y América la prevalencia es mucho menor, con porcentajes hasta el 4% en la mayoría de los países. Parte de ello se debe a que, en muchos de estos territorios, los casamientos entre parientes están prohibidos, como en la mayoría de estados de Estados Unidos, donde solo puede realizarse con una licencia especial.
Al hablar de consanguinidad debemos remontarnos al origen de la humanidad, cuando procrear con familiares era común dado el reducido tamaño de las civilizaciones. Fue en la Edad Moderna cuando la población mundial creció lo suficiente como para que, en las distintas comunidades, ningún individuo contrajese matrimonio con un pariente por mero azar. Aun así, en muchas sociedades, los enlaces consanguíneos siguieron siendo comunes en todos los estamentos sociales, especialmente entre las clases más altas.
Las dinastías reales son un ejemplo. En ellas, «este tipo de matrimonios eran utilizados como un medio para establecer alianzas políticas, mantener los bienes dentro de la familia y asegurar la pureza de los linajes», tal como explican Francisco C. Ceballos y Gonzalo Álvarez en su artículo 'La genética de los matrimonios consanguíneos'. Un simple vistazo a la familia real española de los Habsburgo permite comprobar lo frecuente de esta práctica entre los monarcas, pues desde Felipe I hasta Carlos II, entre quienes pasaron apenas dos siglos, se contrajeron un total de once matrimonios, nueve de ellos endogámicos. Esta pudo ser la causa de la gran mortalidad infantil que hubo en dicha estirpe y de que el último heredero, apodado 'el Hechizado', sufriese un complejo cuadro clínico durante su vida –no pudo andar hasta los nueve años, tuvo numerosos episodios febriles, infecciones, debilidad física y escaso desarrollo intelectual, entre otros.
A diferencia de este, su hermana, Margarita de Austria, la protagonista de 'Las Meninas' de Velázquez, a pesar de tener su mismo coeficiente de consanguinidad (25,5%), fue una mujer sana y capaz de engendrar descendencia, lo que demuestra la naturaleza eventual de la endogamia, que se manifiesta de maneras muy distintas en cada individuo según las regiones genómicas que tenga afectadas.
Otros aspectos que han promovido este tipo de enlaces a lo largo de la historia han sido las creencias religiosas, pero también las familiares pues, como indican los investigadores un estudio publicado en 2019 en la Revista Europea de Obstetricia y Ginecología y Biología Reproductiva, «en la cultura de muchas familias se cree que las uniones consanguíneas son más fuertes a la hora de mantener los lazos entre parientes, lo que conduce a una mayor estabilidad matrimonial y menores tasas de discordia marital».
Los descubrimientos científicos y el aumento de los niveles de educación sociales han contribuido a reducir la prevalencia de los casamientos endogámicos pues, actualmente, existe una mayor conciencia de que los niños nacidos en uniones consanguíneas tienen más riesgo de sufrir determinadas patologías. «Todos nosotros somos portadores de algunas enfermedades genéticas recesivas que se pueden expresar en los hijos cuando reciben ambas copias del mismo gen, la de su padre y la de su madre, alteradas. Si la pareja procede de una misma familia, las probabilidades de tener mutaciones en los mismos genes se multiplica, porque la carga genética que se comparte es mayor. Por ejemplo, los tíos y sus sobrinos comparten 1/8 de su material genético, los primos hermanos 1/16 y los primos segundos 1/32», explica Encarna Guillén, presidenta de la Asociación Española de Genética Humana (AEGH). Entre padres e hijos y entre hermanos la carga genética compartida es del 25% (¼), pero este tipo de enlaces se consideran incestuosos y un delito prácticamente en todo el mundo.
ENCARNA GUILLÉN
Los problemas de salud más frecuentes que se han apreciado en la descendencia de padres consanguíneos son las enfermedades genéticas recesivas, entre las que se encuentran algunas como la fenilcetonuria, el síndrome de Werner o el albinismo, entre otras. Se ha asociado también con una mayor frecuencia de malformaciones congénitas –con una tasa del 4,5% frente al 1% en parejas no endogámicas–, algunos tipos de discapacidad intelectual y un aumento de enfermedades comunes, como diabetes, trastornos cardiovasculares, obesidad y ciertos tipos de cáncer. «Estas consecuencias se relacionan con el principal efecto de la consanguinidad, la denominada depresión consanguínea, que consiste en que, a menor variabilidad genética entre la pareja, menor eficacia biológica heredará su descendencia por la acumulación de mutaciones recesivas», aclara Guillén.
Eso sí, la genetista destaca que el hecho de que los padres no sean consanguíneos no significa que no exista la posibilidad de que aparezcan enfermedades hereditarias recesivas en sus hijos, pues hay patologías cuya tasa de portadores en la población general es tan alta que la probabilidad de que la descendencia las herede es elevada incluso sin que los progenitores sean familia. Es el caso de la fibrosis quística, de la que son portadores 1 de cada 25 personas en el mundo.
La buena noticia es que la ciencia y la tecnología ya permiten rastrear simultáneamente diferentes enfermedades con base genética recesiva y que, a día de hoy, las parejas consanguíneas que estén planificando tener descendencia pueden realizarse tests de compatibilidad para ver si comparten mutaciones correspondientes a genes recesivos que pudieran transmitir a sus hijos. Esto es algo que preocupa a Sofía y a Jorge, pero declaran que, aún a pesar de los riesgos, la consanguinidad no les ha quitado la idea de tener hijos. Además, «este problema, incluso sin ser primos, también nos preocuparía, como a cualquier otra pareja», dice él.
SONIA
El único inconveniente es que, «actualmente, los tests de compatibilidad no están incluidos entre los servicios básicos del sistema nacional de salud, aunque están disponibles en centros privados y clínicas de reproducción», señala Guillén. «Cuando ambos progenitores son portadores de una misma enfermedad recesiva, su descendencia tiene un riesgo del 25% de sufrir dicha enfermedad. En ese caso, se les asesora genéticamente y se pueden plantear opciones reproductivas seguras para prevenir un hijo afecto, como el diagnóstico prenatal o las técnicaa con diagnóstico genético preimplantatorio. De ahí la importancia de oficializar una especialidad que todavía no existe en España, la Genética Clínica», agrega.
Lo que sí prevalecen son los prejuicios. De hecho, Sonia y Jorge no suelen comentar su parentesco abiertamente por temor al qué dirán. «Hemos recibido algún comentario ofensivo, como la típica broma de 'os van a salir los hijos tontos' pero, en general, la gente de confianza lo acepta con normalidad», afirma ella.
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Rocío Mendoza, Rocío Mendoza | Madrid, Álex Sánchez y Virginia Carrasco
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