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El voluntario de trece años, Anass Rahhou en Catarroja, uno de los municipios afectados por la DANA, ayer. Virginia Carrasco

El voluntario más joven de la zona cero de la DANA

Trece años. Con el entusiasmo de la adolescencia y la responsabilidad del adulto, Anass Rahhou sirve de unión entre las furgonetas que llevan donaciones y los vecinos de la zona devastada

Lunes, 11 de noviembre 2024

Camina solo por las calles con barro, con su traje impermeable blanco que le queda muy grande y una mochila a la espalda donde guarda lo que necesiten sus vecinos en Catarroja tras el paso de la terrible DANA por tierras valencianas. Pregunta a los que se asoman a las ventanas y en los puntos de acopio qué necesitan. Después de tantos días Anass Rahhou, de trece años y residencia «al lado del barranco», sabe dónde conseguir las botas talla 41, «las más demandadas», o el chocolate en polvo que este lunes a mediodía llevaba de una esquina del desastre a otra. «Tengo ocho días de voluntario. Antes no podía salir de casa por el barro que había. Empecé cuando llegaron las máquinas», asegura con una mascarilla de camuflaje sobre su tez morena y gafas protectoras para sus ojos grandes. «Voy a la casa de la gente mayor, pregunto si necesitan algo. A veces para encontrar algo tengo que caminar hasta Massanassa».

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Cada día Anass va y viene varias veces por las aceras embarradas aún, un par de kilómetros para cada misión. «Todos los días camino mucho. En la calle principal hay siete puntos, en La Rambla, dos», calcula, haciendo memoria, quien espera con una actividad sin parar a que empiecen las clases, suspendidas «No hay clases, aunque a mi cole no le ha pasado mucho. A otros, sí».

Para atender, a su manera, las necesidades de los afectados por la crecida de lodo que arrasó con todo lo que había dentro de bajos y sótanos de varios pueblos valencianos, Anass también va a los puntos de distribución de todo tipo de donaciones. «Pregunto si necesitan algo», dice, quien ya sabe lo más demandado, «detergente para la ropa y papel de cocina y servilletas», y lo que menos se pide, «lejía y pañales para mayores. A veces voy con la mochila llena y dos bolsas en las manos».

Antes de esta tarea de enlace que detectó como muy necesaria, buscó una pala «de mi tamaño, que no pesara tanto» y quitó lodo en La Rambleta, una de las zonas afectadas. «Entré a tiendas a limpiar». En esos primeros días no tenía botas. «Usaba zapatillas con bolsas plásticas, hasta el séptimo día», comenta, mirándose el calzado de emergencia con los que ahora pisa los charcos.

Crecida y muerte

La crecida del agua la vivió de cerca. De muy cerca. Su edificio, colindante con el Barranco del Poyo, se llenó con el lodo que llegó de un momento para otro. «Tratamos de hacer barricadas pero era inútil», recuerda. «Subí a mi casa, que queda en el primero, y volví a bajar a ayudar. El agua me llegaba al pecho. Liberamos a unos vecinos que trataban de salir del bajo. El portal se abrió de golpe; los escalones estaban cubiertos. Nos metimos otra vez a casa. Teníamos miedo pero por suerte el agua no subió más. Abajo llegó a más de dos metros. Empezó a las siete de la tarde y terminó a las dos».

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Hay cosas que no se olvidarán. «Vi un cuerpo de un hombre mayor flotar debajo de mi casa. También los saqueos de comercios. «Había gente que robaba por necesidad y otros se llevaban cosas que no eran necesarias. Yo no lo hice porque robar está mal». Después del encierro forzoso de varios días con sus padres y su hermana de siete años, con luz intermitente y agua potable que recogían de los camiones de bomberos, empezó su tarea solidaria. En casa, asegura, están orgullosos.

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