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En Ceuta todo el mundo anda buscando algo estos días. Niños que buscan un futuro con el teléfono de su madre escrito en la mano. Padres que buscan a sus hijos. Policías que buscan menas. Menas que buscan un escondite, una fuente donde lavarse y ... algo que comer. También hay políticos que buscan soluciones. Y otros que buscan votos. Y luego están los ceutís, los 'caballas', que sólo buscan convivir en paz y no sentirse utilizados.
En una asociación de vecinos del Centro recogen ropa y alimentos para los migrantes. Han conseguido un cargamento y necesitan un camión para llevarlo a las naves de El Tarajal. Mientras apilan las mantas que ha traído la gente, empiezan a tararear el himno de Ceuta, como si quisieran poner letra a la partitura de estos días: «Ceuta, mi ciudad querida, la siempre noble y leal, cuantos a tus playas llegan encuentran aquí su hogar».
En la frontera de El Tarajal apenas queda rastro de la marea humana de la semana pasada. Hay tres chalanas encalladas en la arena y el Levante sigue sacando a la orilla prendas de ropa que los migrantes se dejaron mientras cruzaban a nado una frontera más accesible que nunca. «La relación con los mejani (cuerpo auxiliar marroquí) siempre ha sido muy buena. Pasábamos de un lado a otro, nos invitábamos a café y había una coordinación. Cuando vimos que ellos mismos abrían la puerta... Era obvio que habían recibido órdenes», cuenta un guardia civil a pie de playa.
El presidente-alcalde de la ciudad autónoma, Juan Jesús Vivas, supo que el grifo se había abierto nada más arribar a Algeciras el lunes 17 de mayo. Tenía previsto ir a Sevilla cuando le avisaron de lo que estaba pasando. «Han entrado ciento y pico. Pero Marruecos no está». Sus acompañantes le animaron a continuar con el viaje. «Esto es más grave», respondió él antes de subirse en el siguiente ferry de vuelta a Ceuta.
Al llegar a la ciudad, el teniente coronel de la Guardia Civil le informó de que ya eran más de mil. «Están entrando unas 90 personas por minuto», le dijo. El dato, hasta ahora desconocido, refleja el momento de máxima intensidad en el caudal migratorio que fluyó por la frontera de El Tarajal. «Empezaron a pasar a nado, pero cuando bajó la marea lo hacían prácticamente andando», cuenta Vivas, que no tardó en interpretar que aquello era «otra cosa, un desafío de Marruecos a la soberanía de Ceuta».
El asunto está lleno de matices y se presta a la retórica. La ciudad autónoma, con una población de 86.000 habitantes, sintió como una «invasión» -en palabras del presidente-alcalde- la entrada de 12.000 personas que vagaban por la calle sin un lugar a dónde ir. «Y no era lo que llegaba, era lo que estaba por venir», apunta Vivas, al tiempo que recuerda que la vecina localidad de Castillejos tiene más de 120.000 habitantes y una situación económica desesperada tras el cierre de la frontera por la pandemia.
Desde la ventana de cuarto de primaria del CEIP Príncipe Alfonso, en la barriada del mismo nombre, los escolares pudieron ver la escena. «No querían ni salir al patio. Ver una avalancha humana corriendo por la misma calle por la que tú vas al colegio es traumático y estresante», explica el director del centro, David Ugarte, justo después de atender a un padre que quiere escolarizar a sus hijos, que acaban de cruzar la frontera. «Él ya estaba aquí trabajando, pero ahora su mujer ha aprovechado para venir con los tres niños», explica el responsable del colegio, que tiene 395 alumnos matriculados.
El martes 18, segundo día de la crisis, se encontraron cuatro furgones de la Policía Nacional donde antes había un par de municipales regulando el tráfico. La puerta del cole está a 50 metros de la valla. «Se escuchaban los disparos de los antidisturbios, las sirenas de la Cruz Roja... Parecía que estaban dentro del centro. Asustaba hasta a los mayores», añade Ugarte. Ese día, el 60% de los alumnos de colegios e institutos de Ceuta no fueron a clase.
Las naves del polígono de El Tarajal están a apenas 200 metros del CEIP Príncipe Alfonso y en ellas todavía se concentra buena parte de la atención a los menores no acompañados que llegaron la semana pasada a la ciudad. Las autoridades ya han reseñado a 833 niños y adolescentes que entraron a nado y que se unen a los 200 que ya estaban en la ciudad y que en breve serán trasladados a diferentes comunidades autónomas. Esta misma semana comenzarán a realizarles pruebas oseométricas -a un ritmo de 20 diarias- para determinar su edad exacta. «Existen dudas con unos 50, que podrían ser mayores. El resto tiene menos de 18 años», afirma el fiscal de Menores de Ceuta, José Luis Puerta.
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En estos momentos, Ceuta acoge a 1.050 de los 12.000 'menas' que se calcula que hay en España, es decir, cerca del 10%, pese a que los habitantes de la ciudad representan un 0,2% de la población total del país. Y esos son sólo los que están controlados y repartidos entre las naves de El Tarajal (307), el polideportivo de Santa Amelia (250), que ha sido habilitado como refugio temporal, el centro de menores de La Esperanza (303) y el campamento de Piniers (240), que había sido clausurado a principios de mayo y que ha tenido que abrir de nuevo sus puertas ante la situación de emergencia humanitaria.
La ciudad autónoma acaba de comprar con carácter urgente las naves de El Tarajal que se han venido utilizando desde el inicio de la crisis, tres almacenes que estaban en desuso desde 2019, cuando se cerró el comercio atípico entre Marruecos y España, y que ya han sido acondicionados para proporcionar una atención medianamente digna a los menores. La inversión, indica Vivas, supera los 2,5 millones de euros.
La nave de las estanterías, donde los chavales dormían apilados los primeros días, es ahora la «zona sucia o zona roja». Ahí permanecen los 15 menores que han dado positivo por coronavirus. Ceuta sigue teniendo, a día de hoy, una de las tasas de Covid-19 más bajas de España, con una incidencia acumulada a 14 días de 16 casos.
La puerta rota que permitió hacer la foto de la vergüenza está tapiada por palés y muebles. «Los he puesto yo para evitar que se escapen», cuenta Hicham, un veinteañero de metro noventa que trabaja como monitor para la fundación Samu, a la que la ciudad autónoma ha encargado la atención de los menas, que antes prestaba Cruz Roja.
Hicham es musulman, ceutí y habla perfectamente 'dariya', el dialecto del árabe que manejan los chavales. «Los entretenemos jugando al fútbol o haciendo cualquier deporte. Están cansados, decepcionados, pero no se quieren ir», agrega. En la misma nave se ha habilitado otro espacio, la 'zona amarilla', para que los menores que siguen recogiendo de las calles hagan cuarentena y pasen las dos pruebas de antígenos.
Hamed (60 años) mira el trasiego desde su nave, una de las pocas que quedan abiertas en el degradado polígono. Rawda Hogar, un almacén de textil, está a 30 metros de los baños donde los menores de El Tarajal se asean por turnos bajo la atenta mirada de los agentes, que tratan de impedir que se escapen. Todo está en liquidación. «La gente tiene miedo y tampoco les dejan aparcar aquí. No viene nadie. Claro que me planteo cerrar. No hay futuro ni para mí ni para ellos», se lamenta, refiriéndose a sus hijos, de 14 y 18, que le acompañan en la tienda sin disimular el aburrimiento. Ella quiere ser farmacéutica y él, policía.
Ceuta viene a ser una isla de 19,5 kilómetros cuadrados rodeada por el mar y por una valla de ocho kilómetros que dibuja, desde El Tarajal hasta Benzú, una fea cicatriz en un hermoso paisaje rodeado de montañas y verde. Por momentos no parece África, o al menos la imagen que se tiene de ella. Ceuta es la de las cuatro culturas: en ella conviven cristianos, judíos, hindús y musulmanes, que representan el 43% de la población. Y ahora, una bolsa de migrantes sin techo que huyen de la Policía.
A última hora del martes 19, Marruecos accedió a cerrar poco a poco el grifo y a abrir sus fronteras cada dos horas para que sus compatriotas volvieran en tandas de no más de 40 personas. Eso permitió que cerca de 9.000 jóvenes retornaran a su país, entre devoluciones 'en caliente' y regresos voluntarios. Tal y como ha adelantado este periódico, la Fiscalía investiga si entre ellos había menores de edad.
Teniendo en cuenta que pudieron entrar unos 12.000 en España, si sumamos los 1.000 menores tutelados ya por la Administración, en las calles de la ciudad autónoma pueden quedar aún hasta 2.000 jóvenes escondidos en el campo -las montañas de El Hacho y La Tortuga-, las escolleras y las playas. Las batidas de la Policía se centran en los menores, porque con los mayores no hay nada que hacer ante el cierre de fronteras.
En la del Sarchal, un acantilado que conserva las ruinas de una antigua cárcel de mujeres, malviven algunos de estos jóvenes durmiendo entre las rocas. Al pie de la escalera que da acceso a la playa hay un grupo de muchachos que apuran el té moruno que les ha hecho un vecino. «¿Qué cómo nos alimentamos? Pues gracias a la ayuda de la gente. Aquí no se pega a nadie, como están diciendo. Te pegan si robas», expresa Moha.
Uno de sus amigos insulta al rey de Marruecos al tiempo que cabecea, visiblemente enfadado, y mira al horizonte, con Castillejos al fondo. «Nos está utilizando. Está utilizando a su gente. ¿Para qué quiere Ceuta? ¿Para convertirla en lo mismo que su país? ¿Usted entendería que Felipe VI tuviera un chalé en cada provincia? Nuestro rey los tiene. En Tánger tiene dos», se queja el joven, que asegura haber sido futbolista profesional.
Moha asiente. Él habla castellano con fluidez, ya que vivió varios años en España hasta que fue expulsado. En cuanto supo que podía volver, lo hizo. «Estaba en una cafetería de Tánger cuando leí en Facebook que se podía cruzar la frontera. Me levanté, pagué y fui a pedirle dinero a un amigo. Luego cogí un taxi a El Tarajal». Antes de lanzarse al mar, el mejani que le dejó pasar le robó el móvil que llevaba colgado del cuello y que había preparado con un protector para el agua. Cruzó el lunes 17. «En Marruecos no hay nada. Imagina cómo será la vida allí, si esto nos parece mejor», sentencia.
La sinuosa carretera que rodea el monte El Hacho conduce a los cementerios judío e hindú. En los márgenes se pueden encontrar 'runners', vecinos que salen a dar un paseo y jóvenes que transitan con bolsas hacia otro de los improvisados campamentos, la playa del Cementerio, donde un grupo de adolescentes se asea por turnos en una fuente compartiendo un bote de gel que administran como un tesoro.
En la escollera de la desalinizadora se arremolinan más de 200 jóvenes en torno a una furgoneta azul que dos voluntarias de la ONG Maakum traen repleta de comida. La situación las desborda. De la cola del hambre salen a la carrera los que llegaron antes y cogieron lo primero que pudieron: un cartón de leche, un bocadillo... Se pelean por el turno, que marca la diferencia entre cenar o no esa noche. Alguno sale ensangrentado.
En la hamburguesería El Levante Ceuta, que da a la playa de El Trampolín, varios hombres contemplan la escena, que ya les resulta demasiado familiar, sentados en sillas de plástico clavadas en la arena mientras comparten tabaco de liar. «Empiezan a estar desesperados», musita uno de ellos, sin dejar de mirar la fila.
La población, en general, y las ONG y las asociaciones vecinales, en particular, están siendo el sostén de una crisis humanitaria sin precedentes. «La gente de Ceuta ha sabido distinguir entre el cabreo y el hartazgo con Marruecos como país y las personas que llegan a nado, a las que hay que ayudar», expresa Juan Jesús Vivas.
En el Paseo del Revellín, uno de los ejes comerciales y turísticos de Ceuta, dos mujeres se lanzan a debatir sobre lo que está ocurriendo en su ciudad. Prefieren no dar su nombre porque trabajan de cara al público. «Esto no es un tema de inmigración, de gente pasando hambre o una guerra. Esto ha sido otra cosa: una provocación». La otra replica: «Aunque sean pacíficos, esto da miedo. Y no se trata de ser racista. Aquí siempre han convivido cuatro culturas y no ha habido problema. Pero nos sentimos desamparados, porque esto se podría haber evitado».
El 70% de los establecimientos de Ceuta cerró durante las dos primeras jornadas de la crisis por falta de público. También por miedo. El presidente del Centro Comercial Abierto, Juan Torres, asegura que intentaron darle un «halo de tranquilidad» a la ciudad abriendo a partir del miércoles. Pero la sensación es de parálisis, de «lentitud», apunta el presidente de la Federación de Asociaciones de Vecinos de Ceuta, Francisco García.
En Ceuta todo el mundo busca algo y mil menores buscan nido. También en Marruecos, donde hay padres desesperados porque no encuentran a sus hijos, que se levantaron de sus pupitres y se unieron a la marea humana que cruzó a nado El Tarajal. Las autoridades españolas han habilitado un número de teléfono (956512413) para canalizar las llamadas y ayudar a localizarlos. Se recibieron más de 4.000 durante los primeros días de la crisis.
También ha ocurrido lo contrario. Hace unos días, las autoridades lograron contactar con el padre de un niño de 10 años que está tutelado. Le informaron de que se encontraba bien y que estaba en España. Y le ofrecieron la posibilidad de recuperarlo. Él se desentendió y dijo que no quería que volviera a Marruecos. «No es un caso aislado», reconoce el fiscal de Menores, José Luis Puerta.
En Ceuta también hay quien ha dejado de buscar.
La Ciudad Autónoma de Ceuta tiene tres títulos: «Noble, leal y fidelísima». Todos fueron concedidos por Felipe IV, que quiso premiar la determinación con la que el pueblo del norte de África defendió su vinculación a la corona de Castilla a lo largo del siglo XVII.
Ceuta fue conquistada por Portugal en el año 1415 y pasó a ser de dominio español con la llegada de Felipe II, que unificó ambos reinos en 1580, convirtiendo la Península en una sola corona. Cuando en 1640 se desató la Guerra de Restauración portuguesa (1640-1668), una parte de la población lusitana se rebeló contra el reino español en todos los territorios, pero en Ceuta ya había arraigado la corona hispana, y así se lo hizo ver el pueblo al Conde-Duque de Olivares enviando a un emisario. A raíz de este gesto, Felipe IV tildó en 1641 a la plaza española de «noble y leal» por mantenerse del lado castellano pese a las revueltas.
En 1656, Felipe IV les envió una Carta de Naturaleza que reconocía la «Fidelísima Ciudad de Ceuta». Cuando finalizó la guerra entre España y Portugal, a través del Pacto de Lisboa, el reino de Castilla retornó todos los territorios de ultramar que había adquirido con la unificación monacal. Todos menos la plaza al sur del Estrecho de Gibraltar, esa que, contra viento y marea, decidió que quería ser española a toda costa.
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