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diana martínez
Lunes, 19 de septiembre 2022, 13:11
Londres se transformó este lunes en la única capital que pareció existir en el mundo. Su dolor atravesó a todos; sus lágrimas rodearon el planeta. Pocos quedaron indiferentes al luto, incluso a pesar del cansancio mediático de once días de ceremonias prolijamente retransmitidas. Según las ... cifras oficiales, dos millones de personas ocuparon la principal ciudad del Reino Unido para despedir a la reina eterna. Y más allá del Támesis, se calcula que cuatro mil millones de pares de ojos pudieron posarse en algún momento en las pantallas para seguir el cortejo fúnebre, presenciar su solemne desfile o emocionarse con el lamento real del gaitero de la reina cuando interpretó la elegía final en la abadía de Westminster. Para muchos, el instante supremo que resumió la aflicción y el sentimiento de pérdida de un icono de la Historia en toda su auténtica dimensión.
«Imposible no venir, aunque no logremos ver nada», comentaba ayer en un tabloide británico una londinense de 60 años que respondía al nombre de Olivia. Frustrada levemente porque la multitud le había impedido aproximarse a Kensington, se sentía reconfortada por la catarsis. El duelo generalizado «es como si te sacudiera una corriente eléctrica. Lloras aún sin quererlo», explicaba.
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Allí, en Kensington, miles de personas sintieron la misma electrocución emocional, ofrecieron una larga ovación a la reina y arrojaron flores al paso del cortejo. Algunos pétalos, como lágrimas de color, resbalaron por la carrocería del coche fúnebre. «Ha sido reina, pero también ha sido madre de todos nosotros en algún momento. Lo más duro será acostumbrarse a que se ha acabado un referente con el que hemos nacido y vivido», pronostica la mujer.
Olivia no tuvo suerte, a diferencia de otros miles de británicos y turistas que madrugaron para obtener un lugar de privilegio desde el que presenciar el paso del carro militar que transportaba el atáud. Muchos hicieron noche y desafiaron al Gobierno, que prohibió las acampadas nocturnas. Es el caso de Janine Cleere, vecina de 47 años de Wiltshire, que plantó su tienda en un jardincillo toda la noche con dos amigas. Ella no había asistido nunca a un evento real, pero esta vez era diferente. Quería sentirse «parte de la historia» y «presentar mis respetos», declaró al diario 'The Guardian'. «La reina es todo lo que hemos conocido. Lo siento por ella y su familia, por tener esa pérdida», lamentaba.
La espera nocturna resultó «emocionante». «Hubo un minuto de silencio a las ocho de la tarde y luego tomamos un par de copas», relataba la mujer. La madrugada fue «de lo más tranquila», aseguró Cleere. A partir de las siete de la mañana, la Policía les pidió desmontar las tiendas de campaña. Comenzó a llegar el gentío. Desde entonces, todo fue «una locura».
«La mayoría de la gente es amable, pero hay un poco de empujones», manifestó, por su parte, Sarah Merrick, que derramó lágrimas durante la procesión y el funeral. De 56 años, esta mujer viajó desde Hampshire bien temprano para poder llegar a las 5.15 horas a The Mall, una atalaya privilegiada situada entre el palacio de Buckingham y Trafalgar Square.
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Entre 15.000 y 20.000 personas trabajaron en la organización del funeral, que pudo verse en directo en salas de cine, teatros y pantallas instaladas en escaparates y calles. Y también en el televisor del pub Queen Elizabeth, un clásico londinense situado en el barrio de Walworth cuyo dueño bautizó el establecimiento así en honor a Isabel I. Dentro, entre un trajín de vasos, un puñado de clientes contemplaba las honras fúnebres. «Es un día muy, muy, muy triste», decía Hassan Halil, un jubilado para quien la reina era «como una madre en todo el mundo». A su lado, un veterano de 71 años le replicaba: «No soy monárquico. No hizo nada por mí».
La pantalla arroja imágenes solemnes. Aparece Sarah Clarke y el mundo toma forma de dignidad. Su título es el de Lady Usher of the Black Rock, el solemne funcionario encargado de mantener el orden dentro de la Cámara de los Lores apoyado en su bastón de ébano negro. Clarke es la primera mujer que ocupa este puesto y ayer se la pudo ver en dos ocasiones: a la cabeza del cortejo fúnebre y derramando una lágrima solitaria y sentida en la soledad de Westminster Hall. Fue la última persona que rindió homenaje a Isabel II antes de que sus restos partieran hacia la abadía después de que fueran cerradas las puertas al velatorio público exactamente a las siete y media (hora española) del lunes.
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Otra mujer también ha tenido protagonismo en la etapa final del ceremonial fúnebre. Olena Zelenska, la mujer del presidente ucraniano Volodímir Zelenski, estuvo entre los líderes y delegados invitados a la recepción organizada por el rey Carlos III en el palacio de Buckingham en la noche del domingo. «La reina compartió los valores que Ucrania representa hoy: libertad, el derecho a su propio hogar, idioma, cultura y país», manifestó Zelenska en una entrevista en la BBC. Anecdóticamente, Isabel II guardaba en sus archivos un antiguo discurso redactado hace cuarenta años, en las postrimerías de la Guerra Fría, para ser leído en caso de una conflagración mundial. Premonitoriamente advertía: «Todos sabemos que los peligros que enfrentamos hoy son inmensamente mayores que los de cualquier otro momento de nuestra larga historia».
Si el afecto planetario generado por el funeral sobrecoge, no lo fue menos la paciencia y la aflicción demostrada por las 400.000 personas que asistieron al velatorio. La última de ellas se llama Christine Heerey. Es miembro en servicio de la Real Fuerza Aérea del Reino Unido. Y para ella fue todo un «privilegio» poder atravesar las puertas de Westminster Hall y saludar a la reina justo unos segundos antes de que terminara el ceremonial. «Decir adiós a la reina ha sido uno de los mejores momentos de mi vida», expresó a la salida entre sollozos.
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