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Por mucha imagen que se preste o mucha historia que se relate, un conflicto bélico, con su correspondiente crisis humanitaria, hay que vivirlo para entenderlo. Estar al lado de la madre que llora ante un futuro incierto, del niño que deambula hacia ninguna parte mientras su madre entrega una documentación que el resto de europeos la tenemos aparcada en el fondo de un cajón, del voluntario que ha dejado su vida para aportar su minúsculo granito de ayuda o de las personas que se recorren media Europa para llevar dos furgonetas y sacar del horror de la guerra a dos familias que empiezan desde cero en una ciudad que han tenido que buscar en Google.
Todos esos son los ejemplos que El Norte de Castilla, en su misión a la frontera de la guerra, ha plasmado en sus diferentes canales en un viaje que empezó con una pregunta. ¿Por qué no vamos al epicentro del drama humanitario para traer a nuestros lectores lo que ocurre a 3.000 kilómetros? Porque lo que pasa a esa distancia también importa, más allá de determinadas consecuencias económicas que puedan afectar a nuestro bolsillo.
Y en ese drama, el decano de la prensa española ha puesto nombre y apellidos al horror, porque lo que se ha relatado es el futuro incierto de 10 de los tres millones de refugiados. Eso sí, de esos testimonios se extrapola una realidad que ha azotado a Ucrania y sus habitantes y a Polonia, ese país que ha abierto sus puertas a los refugiados y que está a punto de colapsar ante la avalancha de personas que cruza sus fronteras diariamente.
Llegan hasta Polonia con el objetivo de buscar un remanso de paz en la Unión Europea. «Solo queremos vivir», relataba una de las familias que ya ha empezado de cero en León segundos antes de entrar a una furgoneta con destino su nuevo hogar. Ese adverbio escuchado o escrito en un traductor de Google es un verdadero puñal al corazón. Como si tuvieran que conformarse con el hecho de que el corazón lata o los pulmones cojan aire. Esos refugiados, en este marzo de 2022, solo quieren dejar de escuchar bombas, recuperar la vida que tenían antes del 24 de febrero de este año y volver a juntarse con sus seres queridos. Lo que hará usted hoy en su jornada tediosa.
A esas madres las han dejado sin maridos y al frente de los hijos, a pesar de que muchas 'han renunciado' ya a ellos al embarcales en familias de acogida que viven alejados de un conflicto bélico. Así que es normal que tengan que estar cargando sus móviles para que esa distancia se plasme en una pantalla de un teléfono. Y ya se puede decir que hablar a un cacharro, como se ha demostrado durante la pandemia, no es lo mismo.
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Álvaro Muñoz Ramón Gómez
Álvaro Muñoz Ramón Gómez
Después de esa videollamada (ya sea con su hijo, padre o hermano), hay dolor, lágrimas y mucha impotencia. Esa era la tónica habitual de la Global Expo de Varsovia, una especie de Feria de Muestras o Ifema. Allí había 5.000 camas plegables pegadas una de la otra. La guerra les ha robado hasta su intimidad. En ese recinto, una de las muchas instalaciones en Polonia destinadas a acoger a personas que huyen de las bombas, también existe la esperanza: la de volver cuanto antes a sus hogares. Esperan a que un día escuchen, vean y oigan eso de que la guerra se ha acabado y puedan cruzar esa línea divisoria entre Polonia y Ucrania para recuperar parte de aquello con lo que disfrutaban hace un mes.
Al doblar la esquina en esa Varsovia solidaria, con centenares de voluntarios sin tener los brazos cruzados, la vida era la de siempre. La del hombre que practica un poco de deporte por la mañana, la de la mujer que va a por el pan y la de los que quedan para tomarse una caña después del trabajo. No parece que haya una guerra a 400 kilómetros y que en su ciudad, por la que pasean, esté colapsada de tantos refugiados.
El mejor botón de esa muestra se plasmaba en la estación central de Varsovia. Centenares de refugiados, en trenes que no aparecían en los letreros luminosos, llegaban con una mano delante y la otra detrás. Un drama de vidas destrozadas, que se entremezclaba con la primera estampa nada más cruzar el umbral de la puerta: un anuncio para elegir tus próximas vacaciones. Cómo si no tuvieran otra cosa en la que pensar la mayoría de las personas que pasan por esas instalaciones.
Porque Varsovia continúa con su día a día, a pesar de la guerra. A pesar de la mayor crisis humanitaria después de la II Guerra Mundial.
Uno podía cenar tranquilamente y comentar la situación de sus vecinos ucranianos, pero hasta ahí. Era una ciudad de contrastes, que tiende el brazo pero que se mete en su cama para descansar.
Una imagen que se podía trasladar también hasta la frontera. El Norte viajó hasta Medyka, al suroeste del país. Y la imagen se repetía, con un drama que se agudizaba desde el primer momento. La bienvenida de los refugiados era un mar de cámaras. Se habían convertido en noticia sin meter el gol de la final en la Champions. Ocupaban portadas de telediarios y periódicos por el hecho de que se habían quedado sin hogar. Sin vida. Tenían que salir corriendo de la guerra y lo primero que veían, tras horas de viaje, eran personas disparando al drama, a la incertidumbre, al empezar de cero y a la futura soledad.
Y tras los reporteros gráficos, un mar de solidaridad de cinco minutos. Lo que dura el camino hasta que se embarcan en un autobús hacia ninguna parte. Ahí empieza su exilio, el mismo que pretenden solventar en escasos días. Porque nunca hablan de semanas, ni de años, aunque en su propia realidad sepan que la guerra se pueda alargar.
Cada paso que daban era para alejarse un poco más. Primero hacia una ciudad más cercana, después hasta Varsovia y finalmente a algún punto de la geografía europea, preferiblemente la propia Polonia y Alemania.
La historia de El Norte en la frontera de la guerra llegó de la mano de cuatro voluntarios de Castilla y León y de Desguaces Cano, que prestó su vehículo para completar la Misión Ucrania. Fernando Pérez, Felipe Sánchez, Vicente Garrido y su hija Lucía se embarcaron en un proyecto con el objetivo de llevar medicinas y productos para bebés y traer refugiados. Y lo consiguieron. A la primera. Tras un arduo viaje, en el que completaron 3.000 kilómetros en dos días, aparecieron en la Global Expo de Varsovia para depositar todo el material e iniciar los trámites de la acogida.
Necesitaron una mañana para completar el objetivo, para volver a realizar otros 3.000 kilómetros con destino a su nueva vida. Llegaron a León tras un tedioso viaje, pero ya han empezado de cero, en esta ocasión sin muerte ni desolación.
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Javier Martínez y Leticia Aróstegui
Rocío Mendoza, Rocío Mendoza | Madrid, Álex Sánchez y Virginia Carrasco
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