Burgos todavía estaba intentado recurperarse del terrible golpe de 1565 cuando la peste volvió a entrar en la ciudad. Y lo hizo, como ya lo hiciera treinta años antes, con toda su virulencia, llevándose por delante la vida de miles de burgaleses y cualquier esperanza ... de recuperar el peso que la Cabeza de Castilla había perdido ya años atrás. Y eso a pesar de que la experiencia de 1565 permitió afrontar esta pandemia con más conocimientos y recursos.
Publicidad
De todo ello dio buena cuenta el regidor Andrés de Cañas, quien documentó la evolución de la epidemia desde sus inicios para que el hispanista Francis Brumont la recuperara siglos después. De aquel relato se sabe que la epidemia de finales de siglo, que en esta ocasión procedía de los puertos del Cantábrico, entró en la ciudad, al igual que la de 1565, por San Esteban. Eso sí, en este caso, el paciente cero tiene nombres y apellidos. De acuerdo a los legajos del regidor, se trataba de un tal Lerma, que murió en su casa, junto con su mujer y sus dos hijos en diciembre de 1598. Cómo se contagió él es a día de hoy un misterio, pero el propio Cañas plantea la hipótesis de que la peste llegara a través de unas mantas traídas por el propio Lerma desde Manciles, un lugar que al parecer estaba afectado en aquel momento por una singular oleada de peste, y que podrían haber viajado hasta Burgos con su correspondiente pasaje de pulgas infectadas.
Sea cual fuere el origen exacto, lo cierto es que el mal ya había traspasado los muros de la ciudad y no tardó en expandirse por las casas de los alrededores, contagiando a numerosos vecinos. Una vez más, la peste amenazaba con llevarse por delante a una ciudad que aún mantenía heridas abiertas de la anterior oleada.
En esta ocasión, sin embargo, la respuesta fue mucho más rápida. La experiencia es un grado, y ya en 1597, las autoridades locales habían constituido la Junta de Salud al oír las noticias que llegaban del norte. Dicha Junta, que llevaba años previendo el regreso de la peste y en la que estaba representado el propio Cañas, dio la voz de alarma el 4 de enero. Aquel día ya se dictaron las primeras medidas para intentar frenar el avance de la peste. Medidas rudimentarias, pero siempre efectivas, como el cierre de las casas de los infectados y la incineración de las ropas que habían dejado tras de sí. De esas tareas se ocuparon, según relata Cañas, «diez pícaros» contratados ex profeso.
También se sacó de la ciudad a medio centenar de vecinos de los alrededores de la casa de los Lerma. Todos ellos fueron enviados a la 'Huerta Bermeja', situada extramuros, donde estuvieron 20 días confinados por prevención mientras la ciudad se hacía cargo de su sustento. Pasado ese tiempo, todos ellos retornaron a la ciudad, pero a otros barrios diferente al suyo durante otros 20 días.
Publicidad
Pero, a pesar de los esfuerzos de los primeros días, la herida ya se había abierto y la peste siguió avanzando por la ciudad, despacio, pero sin pausa. Así, durante los meses más crudos del invierno, la expansión de la epidemia se contuvo, afectando de manera singular a gentes «pobrísimas» de las zonas de San Esteban, Santa Gadea y Hospital de los Ciegos. A juicio de Cañas, esos primeros contagios fueron una consecuencia directa del hurto de algunas de las posesiones de los Lerma.
Noticia Relacionada
A esos primeros enfermos se los envió a Nuestra Señora de Rebolleda, también extramuros, donde se instalaron camas para atenderlos a todos. A finales de enero llegaron los primeros, y poco a poco, como un goteo, fueron llegando más. Para atenderlos, la ciudad puso a su disposición en las primeras semanas a una mujer y a un 'pícaro' para llevar la comida. También hubo que buscar a un clérigo y a un médicos de fuera de la ciudad para ofrecer confesión, puesto que los de la ciudad se negaban a acercarse a aquel hospital improvisado.
Publicidad
La epidemia avanzaba despacio y parecía que de manera controlada. No obstante, a comienzos de primavera se registró un significativo brote en otros puntos de la ciudad, y el regidor Cañas calculaba ya el 15 de mayo que habrían muerto en la ciudad «más de 400 personas, todas gente pobrísima y necesitadísima».
Estaba claro que Burgos tenía un problema, aunque los médicos locales, reunidos «casi cada semana dos veces», se resistían a hablar abiertamente de peste ante las autoridades nacionales. «El mal es contagioso, pero no peste», señala la crónica de Cañas, en la que se explica también que los enfermos, «si hasta el quinto día no morían, después los más escapaban».
Publicidad
Muchos de ellos pasaron por el hospital de campaña instalado en Nuestra Señora de Rebolleda, que acabó colapsando, con más de 40 enfermos a la vez. La epidemia arreciaba y el Ayuntamiento tuvo que adaptar más espacio para los enfermos. Para tal fin se echó mano en un primer momento de la casa de Francisco de Mena, cuyos ocupantes fueron enviados a diferentes casas del barrio de San Pedro. Más tarde, cuando esta casa no dio más de sí, se «ordenó tomar todas las casas de la Puerta Vieja afuera». Allí se comenzó a trasladar a los enfermos leves (unos 80 hasta el 15 de mayo), mientras que los graves siguieron en Nuestra Señora de Rebolleda.
Según explica Cañas, «la ropa y camas de los que morían se picaba y enterraba muy honda con cal; y si algo de ropa era buena, se quedaba 20 días en el campo para servirse de ella otros enfermos». Eso, si llegaba a llevarse al campo, claro. Y es que, tal y como reconoce el regidor en su crónica, los cuatro 'pícaros' encargados durante aquellos meses de enterrar a todos los fallecidos por la peste y recoger la ropa que dejaban atrás, aprovechaban cualquier oportunidad para hacer negocio con las prendas de calidad que encontraban.
Publicidad
En total, se calculaba que la gestión de aquella situación le suponía a a ciudad un coste diario de unos 80 ducados, es decir, una auténtica fortuna al cabo de varios meses. Esa circunstancia obligó a movilizar todos los recursos posibles, incluidas varias licencias reales y diversas campañas de captación de limosnas para los pobres.
También la Iglesia colaboró en diversos frentes. Así, los dominicos establecieron un plan de cobertura de las necesidades de la ciudad, tanto económicas, como logísticas y espirituales, y el propio arzobispo, Cristóbal Vela, se remangó y lideró la iniciativa eclesiástica, mientras buena parte de los miembros del Cabildo ya se habían marchado de la ciudad. De él, el regidor Cañas sólo tiene buenas palabras. «Son tantas las limosnas que hace y da que no se puede significar, porque él, sin duda, ha gastado más de 12.000 ducados en cuatro meses, y da médicos y botica en balde». Y por supuesto, relata Cañas, también se procuró que se celebraran infinidad de misas, hubiera «gran cantidad de procesiones» y se sacara las reliquias para su veneración. A la vista de lo que se sabe hoy en día sobre la peste, aquel fue obviamente un error, dada la cantidad de gente que acudía a los templos y la capacidad de contagio de la enfermedad.
Noticia Patrocinada
Con todo, la epidemia seguía avanzando, y conforme pasaban las semanas, diferentes ciudades empezaron a tomar medidas para evitar contagios procedentes de Burgos. Segovia, Valladolid, Palencia y Carrión de los Condes fueron las primeras en negar la entrada a burgaleses, lo que provocó un conflicto con las autoridades locales, que intentaron en todo momento mantener limpio el nombre de Burgos.
El propio Consejo de Castilla envió a finales de mayo a un médico para «averiguar el mal que corría en Burgos, si era peste o no», de acuerdo con el testimonio de Cañas. Un testimonio que también hace mención a los conflictos generados a finales de primavera, cuando la epidemia arreciaba y los enfermos y muertos se contaban por cientos. Para entones, la peste ya no afectaba únicamente a gente «pobrísima», sino también a numerosos vecinos de los estratos sociales más altos. Eso motivo que algunos caballeros acabasen abandonando la ciudad, no sin antes mantener una disputa al respecto con el propio Ayuntamiento.
Publicidad
Noticia Relacionada
Los que no se marcharon de la ciudad, como sí lo habían hecho tres décadas antes, fueron los propios regidores. Según Cañas, todos ellos tenían preparada una alternativa en las aldeas de los alrededores, por si acaso tenían que escapar, pero acabaron quedándose en Burgos hasta el final. Y fueron de los pocos que tomaron esa decisión. Según Cañas, «como se ha ido tanta gente, sólo han quedado el arzobispo, la justicia, el regimiento y los pobres».
La epidemia seguía llevándose decenas de vidas cada día hasta principios de junio. En aquellas fechas, coincidiendo con la procesión de Nuestra Señora la Blanca organizada el 9 de junio (día antes del Corpus), la peste empezó a remitir. «Desde este día, en las enfermerías comenzaron todos a mejorar», según relata el regidor. De hecho, añade, en la enfermería de San Martín, la más grande de todas las adaptadas, en los tres días siguientes a la procesión «no murió nadie».
Publicidad
Aquella fue una gran noticia, pero la realidad es que la pandemia estaba lejos de haberse contenido. Todo lo contrario. Durante el verano, la situación siguió siendo dramática, con jornadas de hasta 54 muertos sólo en el casco urbano, sin contar los del hospital de campaña de Rebolleda.
Así, a pesar de los esfuerzos, la cronología y efectos de la peste estaban siendo muy similares a los registrados en la gran oleada pestífera de 1565. Hasta bien entrado el otoño no se dio por superada la situación, y aunque aún se registraban contagios, el 8 de octubre se despidió a los cuatro enterradores que habían sido contratados meses atrás, puesto que sus servicios ya no eran necesarios. Esa quizá fuese la mejor señal para determinar que lo peor había pasado.
Publicidad
No obstante, tal y como sucedió treinta años antes, la herida que dejó la peste fue dramática. Una vez más, las crónicas no se ponen de acuerdo en torno al volumen de fallecidos, pero sin duda fueron miles en una ciudad ya diezmada tres décadas antes. Hubo barrios, como el de Vega, donde se calcula que murieron las dos terceras partes de los que no huyeron.
También supuso la puntilla económica para el comercio de la ciudad, que volvió a sufrir una crisis de la que resultaría muy difícil levantarse. Tocaba, como ya pasó en 1566, volver a levantar la ciudad con la llegada del nuevo siglo.
Disfruta de acceso ilimitado y ventajas exclusivas
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.