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1565. Un año de infausto recuerdo en Burgos. La ciudad, que aún alzaba orgullosa su condición de cabeza y capital comercial de Castilla, cayó en desgracia debido a una gravísima oleada de peste negra que dejó tras de sí dolor, muerte y pobreza. Cierto ... es que las tierras del Cid ya habían sufrido con anterioridad el azote de una enfermedad que asoló Europa entera entre los siglos XIV y XVIII, pero nunca antes se había vivido esa virulencia. Baste un simple dato para hacerse una idea aproximada de lo dramático de aquella pandemia. A pesar del baile de cifras, las crónicas de la época y los análisis históricos apuntan a la posibilidad de que muriera casi la mitad de la población en unos pocos meses. Muchos otros huyeron, y los que quedaron tuvieron que levantar la ciudad prácticametne de sus cenizas. Esta es su historia.
Se considera que aquella epidemia entró por los puertos de Levante en 1558 y avanzó, sin prisa pero sin pausa, hacia el oeste de la Península. Así, en 1563 llegó a Aragón, y en 1564 arrasó Zaragoza y numerosas localidades de Navarra, Álava y La Rioja, salpicando también a Miranda de Ebro. Tarde o temprano, llegaría a Burgos.
Lo hizo, según las crónicas de la época, los últimos días de 1564 o los primeros de 1565. La fecha y el origen exacto son una incógnita. Sin embargo, lo que parece claro, a tenor del informe realizado por Juan de Osuna para la Real Chancillería de Valladolid meses después, es que la epidemia entró en la ciudad a través de los arrabales de San Esteban. Allí se detectaron las primeras muertes sospechosas en enero y, desde allí, la peste se expandió sin control por toda la ciudad, provocando un auténtico infierno que se prolongó hasta bien entrado el otoño.
Sin embargo, desde la atalaya que ofrece la historia, la reacción de las autoridades de la ciudad fue tardía y, en muchos casos, inadecuada. Cierto es que tras escuchar las noticias que llegaban de Zaragoza y Logroño se impulsaron algunas medidas preventivas, tendentes a vigilar la entrada en la ciudad de visitantes sospechosos, pero aquellas medidas acabaron siendo laxas.
A partir de ahí se sucedieron varia decisiones, cuanto menos, controvertidas. Y es que, el Consulado presionó para que no se decretara que la ciudad estaba apestada. El comercio, y por ende, la prosperidad de la ciudad, dependían de ello. Aún así, ya en enero se tiene constancia de que las autoridades de Laredo impidieron la entrada a la villa de varios vecinos procedentes de Burgos.
La peste avanzaba poco a poco, fundamentalmente en los barrios y arrabales más pobres, y la situación comenzaba a complicarse a medida que avanzaba el año. Sin embargo, las autoridades de la ciudad se resistían aún a tomar medidas drásticas. En marzo, a la vista de que el incremento de la mortalidad comenzaba a ser alarmante, el Ayuntamiento decreta algunas medidas de higiene casi superficial y, sin duda, insuficientes, pero sigue negando la mayor e insiste en que no hay peste en Burgos.
Ya en abril se llamó a capítulo a los principales médicos de la ciudad para que dieran su opinión a respecto de la situación con la vista puesta en la visita que la reina Isabel tenía programada a Burgos en mayo. La respuesta de los médicos fue que todo estaba bajo control. Pero en realidad, no lo estaba. Nada más lejos de la realidad.
Y es que, en mayo, con la llegada del calor, la situación se agravó, con decenas de muertos cada día en casas y en el recién inaugurado Hospital de la Concepción, donde se decidió mandar a todos los enfermos. Y entonces, llegó la reina. Bueno, en realidad no llegó ella. Lo que llegó fue una carta diciendo que cambiaba sus planes y seguía su camino a Francia por el camino de Soria. Ni por asomo se iba a arriesgar la comitiva a meterse en la boca del lobo.
La negativa de la regente a entrar en la ciudad, que se había engalanado para la ocasión, pareció convencer al fin de la gravedad de la situación a aquellos que aún la negaban. Muchos de ellos -los que podían- cogieron entonces lo que pudieron acarrear y escaparon de Burgos.
También lo hicieron, por cierto, los miembros del Ayuntamiento y los del Cabildo. Los unos fueron acogidos en Arcos, donde se trasladó durante varios meses la acción municipal. Los otros probaron en varios pueblos de la comarca hasta acabar en Quintanapalla. La ciudad se quedó, entonces, sin un mando en plaza, abandonada casi a su suerte, con muertos y enfermos por doquier.
La situación, a partir de ese momento fue crítica. Según las crónicas, el 24 de mayo, los doctores León, Francisco Díez y Cabrera aseguran ante el Cabildo que la ciudad estaba «muy dañada y enferma de enfermedad o veneno de peste». Por fin se reconocía la gravedad de la situación. Pero ya era tarde para frenar la epidemia, que se encontraba ya totalmente fuera de control.
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Sin apenas suministros ni actividad, la ciudad se sumió en un caos, en el que cada día morían decenas de personas. En julio, la peste arreciaba, llevándose por delante la vida de multitud de vecinos de las clases más bajas, así como varios médicos y cirujanos que se habían quedado para atender a los enfermos. Su fallecimiento obligó a buscar profesionales fuera de Burgos para atender a los centenares de convalecientes que atestaban el Hospital de la Concepción.
También hubo que buscar fuera de la ciudad gente que quisiera hacer los trabajos más desagradables y peligrosos, incluida la incineración de las ropas de los enfermos y los fallecidos, siguiendo el ejemplo de lo realizado meses antes en Zaragoza. Incluso se establecieron penas de 100 azotes para quien fuera sorprendido vendiendo ropa de fallecidos. El rey Felipe II también tuvo que emitir varias provisiones y decretos para liberar impuestos y facilitar el reparto de bienes básicos a la población en los momentos más crudos.
A pesar de todo ello, y de que se sucedieron las procesiones solicitando la intervención divina, la epidemia no dio tregua en agosto y septiembre, aupada por la falta de higiene y medios y por la nula determinación mostrada en las primeras semanas. Ya en octubre, con la llegada del frío, comenzó a remitir el impacto. Seguían muriendo burgaleses cada día, pero ya no se contaban por decenas.
A la vista de la mejoría de la situación sanitaria, el Ayuntamiento regresó a la ciudad a finales de octubre, y, a pesar de que aún había algunos casos aislados, el regidor Andrés de Maluenda aseguraba el 1 de diciembre que «por la gracia de Dios, esta ciudad está sana».
La peste había pasado, sí, pero a un altísimo precio. Los cálculos fluctúan en función de las fuentes, pero todas las crónicas apuntan a un volumen de entre 6.000 y 12.000 fallecidos. Se trata de una horquilla muy amplia que, sin embargo, da muestras de la tragedia que supuso la peste para una ciudad que entonces contaba con unos 20.000 vecinos.
Pero no sólo se perdieron vidas humanas. El golpe fue terrible, originando una crisis económica de la que la ciudad tardó mucho en levantarse. Y eso que los responsables del Consulado intentaron recuperar la normalidad lo antes posible. Para ello, de hecho, pidieron la ayuda de la Real Chancillería de Valladolid, que envió al escribano real Juan de Osuna para que realizara un informe de situación y diera fe ante el resto de territorios que la peste ya se había superado.
Para ello, el escribano convocó a dos médicos, dos cirujanos, un barbero, un cura y dos regidores, de quienes obtuvo testimonio en dos fechas diferentes de diciembre. De su relato, conservado en el Archivo Diocesano y estudiado ya en el siglo XXI por José Manuel López Gómez y Esther Pardiñas, se infiere la gravedad de la situación vivida durante prácticamente todo el año 1565, pero se destaca que la peste ya ha pasado. Al menos, esta oleada. Y es que, a finales de siglo llegaría otra gran oleada. Pero esa es otra historia
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