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Nefelibata. Parece una palabra inventada, ¿verdad?, pero aparece en el diccionario de la RAE. Se refiere a una persona «soñadora, que no se apercibe de la realidad» y procede directamente del griego, un idioma en el que viene a significar 'que anda en las nubes'. Porque el reino de las nubes siempre se ha considerado patrimonio de gente fantaseadora y con poco apego a lo material: unos, por edad, porque a los 5 o los 6 años una nube resulta mucho más atractiva que un sólido plan de pensiones; otros, por un carácter que les empuja a 'subirse' a las nubes para escapar de las servidumbres de este mundo rígido e ingrato.
En realidad, hay muchas personas que reivindican el término 'nefelibata' como un rasgo positivo y discrepan de todas esas connotaciones que se le suelen asociar, o más bien las integran en una concepción más completa del ser humano. «Los que miramos las nubes podemos ser soñadores, pero también científicos. Una cosa que todos compartimos es la convicción de que el cielo es el aspecto más dinámico, evocador y poético de la naturaleza. También nos damos cuenta de que un simple cambio de perspectiva te permite ver el drama y encontrar la sorpresa en algo tan cotidiano y omnipresente como el cielo. Un observador de nubes es alguien preparado para pausar por un momento las cosas 'importantes' y 'urgentes' que está haciendo al ver algo hermoso en el cielo. A todo el mundo le gusta un atardecer o un amanecer: los observadores de nubes estamos alerta ante la belleza del cielo durante el resto del día», explica a este periódico el británico Gavin Pretor-Pinney, que fundó en 2004 la Cloud Appreciation Society, es decir, la Sociedad de Apreciación de las Nubes, una entidad que puede sonar un tanto etérea pero que cuenta ya con 52.421 miembros repartidos por ciento veinte países. En España son 379.
El propio Gavin fue el primer sorprendido por el 'tirón' de las nubes, aunque a él siempre le habían apasionado. Presentó su nueva sociedad en un festival literario en Cornualles, le confeccionó una página web y de inmediato empezó a recibir solicitudes y fotografías de todo el mundo: «Nubes ola lenticulares sobre las cimas de los Alpes suizos, ondulantes capas de cirrocúmulos contra las cálidas tonalidades del alba, cúmulos con forma de elefante, de gato, de Albert Einstein, de Bob Marley...», enumera. En su libro 'Guía del observador de nubes' (que en su momento publicó en nuestro país Salamandra) desmenuzaba los resortes de esta obsesión, además de enseñar al profano a distinguir, por ejemplo, los algodonosos cúmulos –tantas veces empleados como pedestal en las pinturas de santos– de sus primos los temibles cumulonimbos. Gavin está convencido de que un cielo con nubes resulta muchísimo más interesante que un monótono cielo despejado y suele remitirse a menudo al punto de vista de los niños, que siempre adornan los cielos de sus dibujos con alguna nubecilla, muchas veces trazada con mayor pericia que el resto del paisaje. El quinto punto del manifiesto de la Sociedad de Apreciación de las Nubes sostiene que la costumbre de contemplarlas «beneficia el alma» y permite ahorrar en facturas de psicoanalista.
Gavin Pretor-Pinney
fernando fuentes
Fernando Fuentes está muy de acuerdo con esas implicaciones positivas: «Pausa, improductividad, ensoñación, presencia de la infancia... Son cuatro formidables actitudes, todas ellas muy molestas para un sistema que procura que nos olvidemos de ellas, que 'produzcamos y compremos', ¿verdad? 'La verdadera patria del ser humano es su infancia', nos dijo Rilke, y es en la infancia cuando inauguramos nuestra mirada sobre todas las cosas, así que permitámonos, al menos, seguir mirando las nubes como entonces, con la mirada a estrenar. Es algo bueno». Fernando es uno de los responsables de Ibérica de Nubes, un grupo de amantes de «las brumas celestes», y es además el coordinador del Congreso Internacional de Observadores de Nubes, que ha celebrado tres ediciones en la localidad lucense de Sarria. Es este un evento muy peculiar, que encara el asunto con la vocación multidisciplinar del curioso sin prejuicios: el programa de su edición más reciente incluía charlas (sobre la clasificación de las nubes, sobre su presencia en el cine, sobre los fenómenos que pueden colorearlas...), paseos «a la caza» de ejemplares interesantes, vuelos en parapente con motor e incluso un concierto de repertorio «nuboso».
Existen diez géneros de nubes y un montón de especies y variedades con nombres en latín que suenan como conjuros de Harry Potter: 'humilis', 'mediocris', 'congestus', 'calvus', 'castellanus', 'fibratus', 'undulatus', 'vertebratus'... ¿Hace falta 'entender' las nubes para convertirse en nefelibata de pleno derecho? «Confieso que no es lo que más nos interese, aún siendo muy interesante ese 'entenderlas'. Conocer determinadas relaciones entre nubes y meteorología hace innecesario vivir pendientes de la predicción del tiempo, ¡cuánta gente del campo tiene ese saber integrado en su vida! Pero ser nefelibata de pleno derecho implica disfrutar de algunos conocimientos más, que poco tienen que ver con lo meteorológico y mucho con la condición efímera, fugaz, de nuestra existencia. Algunos amigos divulgadores que han participado en nuestros encuentros nos han dicho '¡qué bien que estos congresos no los organicen meteorólogos!'. Por algo será», apunta Fernando, que se declara enamorado de «la especial delicadeza y fragilidad» de los cirros y elogia esos cúmulos 'fractus' «que en algunos días de primavera y otoño se hacen y deshacen mientras los observamos, como hechizos misteriosos». Gavin Pretor-Pinney llegó a cruzar el planeta para disfrutar de la 'Gloria Matutina', un enorme tubo, de punta a punta del horizonte, que solo se forma en la costa norte de Queensland (Australia).
Pero no hace falta peregrinar tanto. En realidad, suele bastar, como mucho, con moverse unos pasos. Vivamos donde vivamos, si echamos un vistazo por la ventana, no tardaremos en contemplar el espectáculo, a la vez trivial y portentoso, de una nube que atraviesa alegremente el cielo, o quizá la cólera ceñuda de unos nubarrones de tormenta. Y tanto Fernando como Gavin coinciden en destacar que, en estos días de zozobra y angustia, esas imágenes pueden aportarnos algo que ninguno de nosotros debería desdeñar: «Pararse a contemplar las nubes es siempre un ejercicio de resistencia íntima, de resistencia sensible, de resistencia poética. Nos ayuda a rehacer el encuadre sobre lo cotidiano y a recolocarlo en otras cosas que siguen estando ahí, al lado, y que seguirán estando ahí cuando ya no estemos. Ayuda, también, a comprender que la especie humana no es tan importante como ella misma se piensa: apenas somos una minúscula anécdota para alguien que comprenda el tiempo geológico. Y quizás ayude también a entender por qué nos molesta tanto que una partícula ínfima nos quite el 'protagonismo', cuando esas mismas partículas han sido las responsables de nuestra propia evolución como una especie más de la Tierra», reflexiona Fernando.
«En tiempos de cuarentena –apunta Gavin–, la conciencia y la apreciación del cielo se vuelven esenciales. El cielo y las nubes son las únicas partes de la naturaleza que se nos presentan sin importar dónde estemos. Puedes encontrarte en el entorno más urbano, limitado a tu casa o el vecindario más cercano, y el cielo será el único espacio salvaje a tu alcance. Vivimos dentro del cielo, no debajo de él. Es una parte de la naturaleza que todos compartimos y que todos podemos apreciar si nos fijamos. Frente a la naturaleza divisoria de la política y del mundo digital, tenemos mucho que ganar si apreciamos el cielo, compartido por todo el mundo. Las nubes no solo son efímeras y cambiantes, también son eternas, y hay algo que nos reafirma al implicarnos en su narrativa gradual y abstracta. Pasar unos pocos días con la cabeza en las nubes ayuda a mantener los pies en el suelo».
El manifiesto. La Cloud Appreciation Society se rige por un manifiesto de cinco puntos. «Creemos que las nubes reciben un trato injusto y que la vida sería infinitamente más pobre sin ellas», afirma el primero. El resto reivindica las nubes como «poesía de la naturaleza y el más igualitario de sus despliegues», arremete contra «la obsesión por los cielos azules» y proclama los efectos positivos de levantar regularmente la vista hacia lo alto.
La clasificación. La base para la clasificación de las nubes la estableció a principios del siglo XIX el meteorólogo aficionado británico Luke Howard. Casi un siglo después, en 1896 (el Año Internacional de las Nubes), se sistematizó en un 'Atlas Internacional de las Nubes' del que se han publicado sucesivas ediciones. Los diez géneros de nubes se reparten en bajas (que en las zonas templadas se forman, sobre todo, por debajo de los dos mil metros, como los cúmulos y estratos), nubes medias (entre dos mil y seis mil, como los altocúmulos) y nubes altas (entre cinco mil y quince mil, como los cirros), aunque algunas, como los cumulonimbos, se extienden por varios niveles.
La campaña. Podría parecer que los amantes de las nubes se abstraen de los problemas de este mundo, pero en realidad ocurre lo contrario. Este año, la Sociedad de Apreciación de las Nubes presta su apoyo (y dona parte de su recaudación) a una campaña contra la deforestación de la Amazonia. «En los continentes, el 90% del agua que se evapora hacia la atmósfera y forma nubes procede de los árboles. Ellos proporcionan los ingredientes para las nubes. En ningún sitio es tan evidente como en el Amazonas:aunque es el sistema fluvial más grande del mundo, fluye más agua por el cielo sobre la cuenca del Amazonas que por su vasta red de ríos. Las nubes de este 'río en el cielo', invisible y enorme, depositan lluvia sobre vastas áreas del continente sudamericano».
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