CARLOS BENITO
Martes, 21 de abril 2020
Algún día echaremos la vista atrás, hacia estos tiempos de pandemia, y comprobaremos cómo el coronavirus ha trastocado también nuestra manera de presentarnos al mundo. La enfermedad y el confinamiento han abierto un extraño paréntesis en los medios de comunicación, en las redes sociales, incluso ... en nuestras colecciones familiares de fotos, los han abarrotado de imágenes domésticas y entornos anodinos, incluidas algunas estampas que hace unos meses nos habríamos resistido a compartir fuera del círculo más íntimo. Repasemos seis rasgos de esta nueva cultura audiovisual que (¿alguien sabe algo sobre el porvenir?) tal vez deje una huella duradera en nuestras formas de documentar nuestras vidas.
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El confinamiento ha llenado las emisiones televisivas de imágenes emitidas desde los hogares, con calidad doméstica, alejadas de los requisitos mínimos que solía exigir el medio en cuanto a maquillaje, peluquería, cámaras... No solo los entrevistados, como era ya más o menos habitual en algunas conexiones en directo, sino los propios presentadores aparecen en ambientes caseros y con definición 'amateur', más cercana a las convenciones de internet que a las de la tele tal como la conocíamos. Y, por supuesto, esa manera más 'informal' de trabajar expone a los protagonistas al accidente inesperado, desde el niño que irrumpe en pleno programa (le ha ocurrido, por ejemplo, a la política británica Anneliese Dodds) hasta los gestos más inoportunos (ahí está la ministra belga que se hurgó la nariz ante el mundo).
«La situación ha obligado a la televisión a reinventarse y lo curioso es que su dinámica propia ha quedado 'internetizada', circunscrita a un formato de videoconferencias y videollamadas. No solo tenemos a los de la tele en sus casas, sino que la tele nos ha metido en las casas de las estrellas invitadas. Veremos si este formato de la teleconversación a varias pantallas no ha llegado para quedarse. Convendrá estudiar si no nos hallamos ante el principio del fin de los grandes estudios de televisión para entrar de lleno en una televisión más de internet, que seguramente vendrá a cambiar también los mensajes», reflexiona la profesora Pilar San Pablo, de la Universidad de Valladolid.
Si nos hubiesen dicho hace un año que íbamos a compartir tantas fotos en ropa de casa, muchos nos habríamos espantado ante esa abominación. Las batas, los pijamas, las camisetas viejas y las chancletas han pasado a ser un atuendo socialmente aceptado, como si todos hubiésemos rebajado unos cuantos puntos nuestro nivel de exigencia estética: los 'influencers' se retratan en 'outfits' domésticos (muy estudiados, eso sí, e incluso patrocinados y debidamente remunerados) y las personas anónimas coqueteamos a menudo con lo zarrapastroso, con el chándal como opción más elegante. «Se ha perdido el pudor a mostrarse con ropa de casa o chándal. El confinamiento ha creado la idea de que, al estar todos en la misma situación, eso se ha naturalizado también socialmente», comenta la profesora San Pablo.
¿Recuerdan los debates que se producían, de vez en cuando, sobre la obligatoriedad de utilizar atuendo formal en algunos empleos? Hay que ver a qué tonterías dábamos importancia antes de la pandemia, ¿verdad? Por supuesto, sigue habiendo personas que se visten igual que antes para sentarse delante del ordenador en algún rincón más o menos noble de su hogar, pero, en general, la corbata a buen recaudo sirve como símbolo de todos esos principios que parecían inquebrantables en nuestra manera de trabajar y que el coronavirus ha abolido. «Las empresas están viendo que se puede trabajar a distancia y todos apuntan a que, en este mundo, la no-presencialidad es un valor en alza. Estamos aprendiendo a trabajar en red y hasta a trabajar monitorizados por una cámara web, alternativas que veremos muy pronto y a las que muchos trabajadores se apuntarán. Nos acostumbraremos a trabajar desde casa con una cámara web instalada para que nos puedan videollamar varias veces al día o asistir a reuniones virtuales», pronostica Víctor Renobell, de la Universidad Internacional de La Rioja.
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Dicen los principios fundamentales de Instagram que su misión es mostrar lo «importante, bello y creativo» de este mundo, pero ahora lo importante ocurre en otra parte, ahí fuera, y lo bello y lo creativo no siempre está a nuestro alcance después de tantas semanas de enclaustramiento. Y, sin embargo, la etiqueta 'quarantine' ya ha superado los trece millones de publicaciones en esta red y su equivalente en español, 'cuarentena', rebasa los cuatro. Antes los usuarios compartían lo especial, lo que distinguía su vida de las demás, pero ahora las redes reflejan la inactividad y la monotonía que nos igualan. En cierto modo, cuando más dependemos de las redes para tener contacto humano es cuando menos experiencias podemos compartir. «Mis hijos adolescentes se quejan de que Instagram se ha llenado de personas que 'llenan su aburrimiento con chorradas' -admite Pilar San Pablo- y parece que su interés por estas redes está decayendo estos días, por cansancio. Aunque, para mí, el cansancio ha llegado por saturación de información: la proliferación de chistes, memes, convocatorias, advertencias...».
Víctor Renobell, en cambio, cree que las redes no se resienten en absoluto de este obsesivo reciclaje de la nada. «Son autopistas de las emociones, se alimentan de emociones encadenadas, compartidas, transferidas, y el coronavirus ha potenciado las emociones globales. Todos estamos afectados por él de una manera u otra y las redes están reflejando ese compromiso social con el prójimo. Es cierto que ya no se comparten fotos de paisajes maravillosos donde pasar un día de ocio, ni fiestas, ni actividades al aire libre, pero sí trocitos de vida y de experiencias vitales, aunque sea estar tumbado en el sofá viendo una serie de Netflix. Esa foto en el sofá dice 'estoy con vosotros, estoy en casa porque es el tiempo de estar en casa'. Además, hay mucho más tiempo libre, porque la mayoría no vamos a trabajar, y lo ocupamos también en ver a los demás desde la pantalla del teléfono».
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Durante años, hemos contemplado con estupefacción las fotografías de países orientales que mostraban a ciudadanos con mascarilla, bien para protegerse (para empezar, de la polución), bien para resguardar a otros de sus propios gérmenes. La mascarilla ha irrumpido de manera repentina y accidentada en nuestra vida cotidiana y ha dado lugar a mil adaptaciones y versiones creativas: desde las más cuestionables, como la fabricada a partir de un bolso de Prada por una 'influencer' neoyorquina, hasta las más celebradas, como ese diseño chino con estampado de minúsculos penes, que solo se distinguen si no se respeta la distancia de seguridad. Pero, muy probablemente, la incorporación definitiva de la mascarilla a nuestra iconografía se producirá a medida que nos vayan desconfinando, cuando podamos salir todos a la calle pero tengamos que mantener las precauciones. Está por ver si se integrará en nuestras costumbres, al estilo japonés, hasta el punto de seguir usándola con naturalidad cada vez que nos pongamos enfermos.
Muchos álbumes familiares serán menos gruesos este año, porque las posibilidades fotográficas de la reclusión son limitadas, pero a la vez estamos viviendo un reinado de la imagen en las comunicaciones interpersonales. La voz ya no basta, el texto tampoco, porque preferimos ver a nuestros seres queridos para suplir en lo posible el contacto físico: «La comunicación visual es mucho más sensible, menos engañosa y más real. La gente necesita saber que sus seres queridos están bien y todavía sigue en pie el dicho de que una imagen vale más que mil palabras. Esto ha hecho multiplicarse por cien las conexiones audiovisuales facilitadas por aplicaciones como WhatsApp. Hemos sido capaces de aprender este nuevo procesamiento de contacto y ha calado en la gente. El presente es este y el futuro va a seguir siendo este: una vez la gente ha 'descubierto' las videollamadas, ya no va a querer otro tipo de comunicación», pronostica Víctor Renobell.
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«Necesitamos vernos, ahora más que nunca -asiente Pilar San Pablo-. Y aquí me permito citar al gran místico Juan de la Cruz, que en su 'Cántico espiritual' habla de 'la dolencia de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura'».
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