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Playa de Silgar, en Sanxenxo (Pontevedra). Ramón Leiro (La Voz de Galicia)
Sanxenxo, el pijerío comedido

Sanxenxo, el pijerío comedido

Un país en mascarilla ·

De la Marbella gallega, de mimetizarse con el ambiente y de una real decepción

Martes, 11 de agosto 2020, 00:04

Acha, qué fina te has vuelto. Hablando con la ese y tó, la tía», me dice Carlos cuando hablo con él por teléfono desde Sanxenxo. «Nene, ¿no ves que está allí con todo el pijerío? Que ella es muy de mimetizarse con el ambiente», oigo ... a Ana, de fondo. Esos son mis amigos, y eso es lo que piensan: de mí, que soy medio lela, y de Sanxenxo, que es muy pija. Lo mismo opina mi familia política. De Sanxenxo, no de mí, espero. Ellos, gallegos de las Rías Altas que se consideran más highlanders que William Wallace, miran por encima del hombro a los de las Rías Baixas. «¿Sanxenxo? Eso es como Marbella», me dicen. No sé, nunca he estado en Marbella. Pero estaré: es mi último artículo. Si llego, claro. El piramidal lo tengo hecho un cuadro, que hoy he tenido que ponerme a hacer ejercicios de estiramiento en la habitación del hotel. Doña Croqueta, parecía. Y, encima, el heteropatriarcado opresor profesional friéndome a llamadas: que si en mis últimos artículos estoy baja de tono, que si me nota con menos humor, que si tú antes molabas. Pero vamos a ver, jefe, ¡que soy depresiva diagnosticada! Una distímica de manual, vamos. Si querías columnas jacarandosas, haber llamado a Lydia Lozano para que se marcara un chuminero por toda España. De verdad, qué cruz.

Y así están las cosas nada más llegar a Sanxenxo. Y sí, hay pijerío. Cómo no va a haberlo en una tierra donde veranean Amancio Ortega, Mariano Rajoy, Ana Pastor y el rey Juan Carlos. Bueno, hasta hace unos días, que el emérito se ha olido la tostada de que venía servidora con el tema del casorio de nuestros herederos respectivos y se ha largado. Total, que me he recorrido media España para nada. Visto lo visto, nunca seré suegra madre. Otra decepción más. No gano ni para fisioterapeutas ni para psiquiatras.

«Esta gente viene aquí porque nadie les molesta. Los ves paseando, tan tranquilos, haciendo vida normal», me dicen. A Ana Pastor se la ha encontrado medio pueblo en el supermercado comprando un arreglo para el arroz y, en cuanto le preguntas a un camarero por Rajoy, te dice que ha ido muchas veces a su restaurante a comer. Claro, como si yo te digo que a mi casa vino Tamara Falcó y me preparó un batido detox con espirulina y agua bendita para desayunar. Por decir, que no quede. En Sanxenxo, en vez de avistarse ovnis, se avistan ilustres.

Puerto deportivo (arriba), playa de Baltar (centro) y caminos señalizados por las playas (abajo) Rosa Palo/Ramón Leiro
Imagen principal - Puerto deportivo (arriba), playa de Baltar (centro) y caminos señalizados por las playas (abajo)
Imagen secundaria 1 - Puerto deportivo (arriba), playa de Baltar (centro) y caminos señalizados por las playas (abajo)
Imagen secundaria 2 - Puerto deportivo (arriba), playa de Baltar (centro) y caminos señalizados por las playas (abajo)

Si a la terna de veraneantes con poderío político-económico le añadimos que aquí está el metro cuadrado más caro de toda Galicia, solo hay que sumar dos y dos. Pero, a lo mejor, en este caso no son cuatro, sino cinco. Porque hay un Sanxenxo de yate, chaletazo, Real Club Náutico y ostras como para una boda, y otro Sanxenxo más sencillo, de turismo familiar de clase media, de pontevedreses, de vascos (sí, aquí también hay) y de madrileños. Al menos, eso es lo que me cuentan unos amigos que veranean aquí desde hace años. Ellos son capaces de ver el San¬xenxo modesto del invierno a través del Sanxenxo sofisticado del verano. Yo aún no. Será porque se me ha metido un yate en el ojo. Pero sigo intentándolo.

Mis amigos, empeñados en quitarme los prejuicios de encima, me recomiendan sitios. Y les hago caso, por supuesto. Me mandan a Nós, la librería más antigua de la ciudad, a pillar material, que a los 'Diarios' de Iñaki Uriarte le quedan pocas páginas y a mí, muchos kilómetros. Los de Nós son libreros gozosos, de los de toda la vida, de los que nada más verte la cara ya saben que no te pueden recomendar libros de Jorge Bucay. Me echo a la mochila uno de Pessoa, otro de Irene Vallejo y una libreta que me han regalado por su cuarenta aniversario. Total, kilo y medio; preveo otra contractura en la espalda.

Pero lo más sorprendente de la librería es que tiene vistas a la ría y al puerto. Eso es un lujo. Y gratis. Como pasear desde Portonovo, donde está nuestro hotel, hasta la playa de Silgar haciendo una parada para desayunar en Punta Vicaño, un promontorio boscoso desde el que se contempla la ría de Pontevedra. Bueno, este lujo gratis no es, que nos cuesta veintiún euros el desayuno. También es verdad que yo, para estar a tono con el ambiente, me pido una tostada de aguacate ecológico con pavo criado en libertad provisional servido sobre pan de siete semillas de los campos dorados por el sol. Pero una, en tal de integrarse, lo que haga falta.

Poderío discreto

Lo cierto es que el pijerío aquí no es tan ostentoso como en otros lados. No es hortera. No es ese pavoneo ordinario de futbolista macarra, de reloj de oro XXL y mascarilla de marca, sino poderío discreto. Quien maneja dinero de verdad no sube las fotos de sus posesiones a Instagram. Y sabe que, en Sanxenxo, va a estar fuera del foco durante una temporada.

También sabe que Sanxenxo tiene unas playas magníficas, y que es el municipio con más banderas azules de toda España. Frente a nuestro hotel, la playa de Caneliñas, coqueta, resguardada, de arena fina. La de Silgar, en el núcleo urbano de Sanxenxo, abierta, enorme, bordeada por un paseo marítimo que la separa de los edificios, algo que te permite entrar en una tienda, comparte un bikini y estrenarlo con tan solo cruzar la calle. Pero, este verano, Silgar aparece distinta, controlada por un dron y parcelada. Y sí, es tal y como hemos visto en las fotos: los bañistas se acercan a la orilla y dejan los palos para plantar tomates. A pesar de ello, la playa es tan grande que parece que se mantiene la distancia de seguridad.

No tengo tiempo para ver el atardecer en la Lanzada, que también me lo han recomendado. Ni tiempo, ni cuerpo: el piramidal se ha rebelado y ha dicho que hasta aquí llegaron las aguas, las de la ría de Pontevedra, en concreto. Me he pasado con los ejercicios de estiramiento, que me vuelvo muy loca y me creo la teniente O'Neal. Sí, la misma, la que vino a arreglarme el pelo a Llanes y luego se fue a hacer el Camino de Santiago con la sargento Cortez, ¿recuerdan? Al final, hago la maleta puesta de Espidifén hasta las trancas.

Me da pena irme de Galicia. Ni siquiera hemos podido ver a la familia política. Ni al rey emérito. Ya en ruta, al pasar por el puente de Vigo, ha saltado en la radio «Turnedo», de Iván Ferreiro. ¿Casualidad? No, meigas. Tiene que ser una señal para que me quede aquí, que si alguien no tiene valor para marcharse soy yo. Pero toca seguir el periplo, medio inválida como estoy. Mañana, Madrid, la capital del reino. Si no pillo allí a Letizia, me quedo compuesta y sin nuera. Y con el Balenciaga apalabrado.

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