Santiago, campana y se acabó
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El Camino llega a su fin después de 31 días y 774 kilómetros que obran un efecto reparador en quien lo recorre. Cuánto duren los efectos ya es otro cantarsergio garcía
Domingo, 29 de agosto 2021, 00:08
Hay lugares que parecen concentrar más energía que un reactor nuclear. Y no me refiero a consideraciones esotéricas ni a fuerzas telúricas que tiren de uno como una ola hasta alumbrar una revelación deslumbrante. Hablo de aspiraciones largamente acariciadas, de empresas a priori imposibles de ... acometer y de la plenitud que te invade cuando se materializan. La plaza del Obradoiro, en Santiago de Compostela, es uno de esos vórtices prodigiosos donde uno tiene por unos instantes la sensación de que no sólo mira, sino que ve; donde además de oír, escucha. Un espacio donde todo encaja, como en un cubo de Rubik. El Obradoiro es, más allá del centro neurálgico de Santiago o el escenario sobre el que se levanta una de las catedrales más deslumbrantes del mundo, el símbolo de la constancia, sustanciado en todos esos miles de personas que, agotadas, se tumban en el suelo y hacen un somero repaso de su vida. Es Esteban y su perra 'Negri', de padre bretón y madre teckel, que echaron a andar hace casi dos meses en Premiá de Mar, y cuya mirada deambula ahora emocionada por los arabescos de la fachada. O Constantin, que prometió a su madre, allá en Alemania, ponerle una vela en cada iglesia donde se detuviese y que lleva ya gastada una fortuna. Es también Joaquín, de Sevilla, que no necesita de 'compostelas' que acrediten lo que se ha ganado a pulso.
Hablé ya de Luis hace semanas, cuando cruzábamos los bosques de Navarra y el alcance de nuestras fuerzas era aún una incógnita. Les dije que había superado un cáncer de laringe y un tratamiento devastador, que sufría con cada cuesta, que la mochila le atormentaba hasta triturar sus lumbares. Luis ha llegado a Santiago, demostrando una vez más que el corazón tiene razones que la razón no entiende. Y sí, nos ha emocionado, más que el botafumeiro columpiándose enfebrecido en la catedral, mientras mostraba con pudor su credencial cosida de sellos.
Mucho se habla de las lecciones del Camino, de su poder transformador en las personas. ¿Qué efecto ha obrado en nosotros? Supongo que nos ha hecho más tolerantes, con las debilidades ajenas y sobre todo con las propias. Te enseña muchas cosas, algunas totalmente inútiles en el devenir diario. La primera, que raro es el par de calcetines que te aguanta más de 250 kilómetros en condiciones extremas (lo mismo que un bote pequeño de Vicks Vaporub para hidratar los pies). O que aunque el frontal te haga parecer un alienígena, pobre del que no lo lleve antes de las siete de la mañana. También, y en paralelo, que hay amistades improbables que se forjan en repechos del 20% en apenas cinco minutos y que duran toda una vida. Y que aunque el mundo diste de ser un lugar justo, la perseverancia por lo general tiene premio. Que la felicidad no es el estado natural del ser humano, pero que hay destellos que te permiten seguir adelante y que a ellos debemos agarrarnos como perlas que son de un valor incalculable.
Hago toda estas consideraciones porque creo que hoy es día de hacer balance, saltándome lo que hasta ahora había sido norma: detallar concienzudamente los avatares de cada etapa, las anécdotas y adversidades. Y no ha sido por falta de ellas. Desde el tipo aquel que encaraba en pelotas una cuesta a las afueras de Arzúa –decía que por una apuesta, a saber–, hasta el bosque de botellas –han oído bien, cada una colgada de una rama– con que nos recibió Tía Dolores al poco de abandonar Camiño das Ocas y donde comimos la que es sin duda –y desde estas páginas aprovecho para reivindicarlo– la mejor tortilla de patatas del Camino. Por no hablar de las sesiones de chill-out a las que nos entregamos Pilar y yo desde Palas de Rei, y que lo mismo mezclaban a los góticos ERA y la francesa Zaz, que a Queen y Bryan Adams. Lo sé, muy jacobeo no es.
Desde que dejamos atrás Melide, el Camino ha emprendido una suave cuesta abajo, si no en lo orográfico, sí en lo espiritual. Recorría la comitiva, que desde Sarria adquirió por momentos el aspecto de una romería, una sensación agridulce: por una parte, la constatación de que la ropa limpia y el aseo personal volverán a ser una realidad más pronto que tarde; por otra, la de que esto se acaba y que con ello desaparecerán de tu horizonte aquellos que desde hace un mes han dado forma a los momentos más intensos. Así las cosas, la consigna era 'Carpe Diem!' y a ella nos hemos rendido incondicionalmente.
La última noche la dedicamos a pasear por ese dédalo de callejuelas que es el casco antiguo de Santiago, salpicadas de iglesias, facultades universitarias y tabernas que te atrapan entre sus tentáculos con la fuerza de un pulpo. Compostela bullía, ajena a consideraciones tales como la distancia de dos metros o si bebes, no conduzcas (¿para qué? si todos habíamos llegado allí a pie o en bici). Luis, Pilar y yo decidimos despedirnos sentados a una buena mesa sin otra condición que la de no decir adiós al término de la cena. Entre raciones de lacón, calamares y pimientos de Padrón se nos juntaron María y Cristina –la una de Solana del Pino, la otra de Madrid–, a quienes mis compañeros habían conocido en el albergue de Santiago el día que decidí 'desertar' para poder escribir con calma estas líneas. Ambas habían empezado a andar en Cebreiro y hablaban del Camino con la vehemencia del convertido, seguras de volver algún día. Desde más lejos y por más tiempo. ¿Qué es la vida sino un largo transitar donde lo de menos es el destino?
Buen Camino.
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