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De risa, estrictamente, no se muere nadie, pero no se puede descartar que un ataque especialmente violento derive en asfixia o crisis cardiaca. Dicho esto, la mayor parte de las historias de este tipo que recoge la tradición no parecen merecedoras de mucho crédito. Sus ... protagonistas forman, eso sí, un curioso grupo en el que predominan los intelectuales, algunos de ellos tan serios que nadie les habría pronosticado ese final. Ahí está el filósofo estoico Crisipo de Solos, del siglo III antes de Cristo, un tipo grave y erudito de quien cuentan que se mató a carcajadas al ver a un burro comiendo higos. O, un par de siglos antes y también en Grecia, el pintor Zeuxis: se dice que una mujer le encargó un cuadro de la diosa Afrodita y se empeñó en posar como modelo, con unos resultados que el artista encontró tan hilarantes como para morirse en el acto. Muchos siglos después, Rembrandt se hizo un 'Autorretrato como Zeuxis riéndose', aunque la verdad es que tampoco parece que se esté partiendo.
El representante español más ilustre en esta lista es el rey Martín I de Aragón, 'el Humano', un apasionado de los libros que tampoco desdeñaba placeres menos intelectuales. Murió en 1410 en el monasterio barcelonés de Valldonzella y la causa bien pudo ser la peste, pero resulta mucho más entretenida la versión popular de la historia: el voraz Martín se había zampado una gallina entera, o quizá se tratase de un ganso, y la indigestión le obligó a retirarse a su dormitorio. Una vez allí, recibió la visita de su bufón favorito, mosén Borra, que le contó una historia demencial sobre un cervatillo colgado de un árbol por la cola «como si lo hubiesen castigado por robar higos». La combinación de empacho y risotadas resultó fatal. Del rey Martín y el filósofo Crisipo aprendemos, por cierto, que algo tan aparentemente inofensivo como los higos puede tener mucho peligro.
El escocés Thomas Urquhart era un aristócrata de vastísima cultura, un hombre de múltiples intereses que tradujo las obras de Rabelais al inglés y publicó libros con títulos como 'Pantochronachanon' o 'Logopandecteision', en el que exponía su idea de un lenguaje universal. Su apoyo a Carlos II de Escocia en la aspiración al trono de Inglaterra, donde acababa de proclamarse la república, le llevó a cumplir condena y le forzó después a exiliarse en el continente. Allí recibió la noticia, en 1660, de que se finalmente se había restaurado la monarquía inglesa con Carlos II como rey, lo que –siempre según la tradición– le hizo reír tantísimo que no vivió para contarlo.
La muerte es traicionera y acecha en los lugares más inesperados. En 1920, el adiestrador de perros australiano Arthur Cobcroft encontró un periódico de cinco años antes. Al hojearlo, le llamó mucho la atención cuánto habían cambiado los precios en un lustro, así que se lo comentó a su esposa: en ese momento se desencadenó el ataque de risa monstruoso que le llevó a la tumba... y a aparecer él mismo en los diarios como una noticia singular. Y, si leer tiene sus riesgos, peor aún parece el cine: en 1989, el médico danés Ole Bentzen –de carácter «muy reservado», según quienes lo conocían– estaba viendo la película 'Un pez llamado Wanda' cuando empezó a carcajearse de manera incontrolable y sufrió una fibrilación cardiaca que lo mató. Cuentan que John Cleese, protagonista y guionista del filme, se estuvo planteando aprovechar lo ocurrido como gancho promocional, pero acabó dándose cuenta de que a lo mejor no tenía mucha gracia.
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