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Ocurrió el 22 de noviembre de 1994, pero las redes sociales vuelven a ponerlo de actualidad de cuando en cuando, porque es uno de esos vídeos que da gusto ver y nunca caducan. En el Parlamento andaluz se celebraba el debate de Presupuestos, que está ... muy lejos de ser la cosa más divertida del mundo, y la sesión se había alargado más allá de todo lo previsible. Unos dicen que, en la votación, una parlamentaria se confundió; otros, que las prisas por acabar hacían que todos se levantasen y se sentasen en cámara rápida, como aturullados personajes de cine mudo. No importa la razón: el asunto es que a la secretaria de la mesa le entró la risa, una risa incontenible y contagiosa, y al poco rato toda la cámara se estaba partiendo. Otro miembro de la mesa asumió la tarea de ir repasando la lista de diputados, pero al momento estaba carcajeándose también, y con él todos los demás. Hubo que suspender la sesión y las imágenes acabaron en los informativos de todo el planeta, tan virales como el ataque de risa que las había propiciado.
Al contemplar hoy aquel momento descacharrante, u otro parecido que ocurrió hace un par de años en el Parlamento danés, es muy probable que nosotros mismos acabemos también riéndonos de buena gana. La risa es un fenómeno complejo, en el que se combinan lo neurológico y lo social y también, desde otra perspectiva, lo voluntario y lo espontáneo: gran parte de nuestras risas son, de hecho, una herramienta que dominamos a la perfección para lubricar las relaciones con nuestros semejantes. «En condiciones normales, es un fenómeno que inhibimos. Cuando nos reímos, entra en funcionamiento un centro que coordina los movimientos de la musculatura facial: se achinan los ojos, se eleva la comisura de los labios, se contrae a golpecitos el diafragma y se va expulsando el aire. Eso es la risa. ¿Qué hace que cese esa inhibición del centro que tenemos en el tronco cerebral? Normalmente, un estímulo gracioso, pero también puede ser un fenómeno social de contagio», apunta el neurólogo Manuel Arias, de la Universidad de Santiago de Compostela.
En lo que llamamos 'ataque', perdemos la capacidad de inhibir nuestra risa, que se desmanda, se descontrola, se desborda y arrastra a cuantos nos rodean. Es algo que ocurre, especialmente, en situaciones donde no parece apropiado reírse, como una sesión parlamentaria o un funeral, porque empezamos a sucumbir y la temible idea de la risa se adueña de toda nuestra mente y ya nos resulta imposible escapar de ella. Como apunta la británica Sophie Scott, una de las investigadoras más destacadas de los resortes neurológicos de nuestras carcajadas, «lo peor es pensar que tienes que dejar de reírte, porque ya no podrás pensar en ninguna otra cosa».
Arias asiente: «El contagio es un fenómeno social. Estás en un entierro, hay un resbalón, se cae el féretro..., esas cosas que en Galicia ocurrían a veces. Y se desencadena la risa, aunque parezca una paradoja. Pensamos que somos dueños de nosotros mismos y no es cierto: Freud fue el que dijo que nuestro sistema emocional, límbico, a veces nos domina, y habría que añadir que en determinadas situaciones perdemos el control educacional. Yo he visto cómo compañeros de lo más sensato, excelentes profesionales, perdían el control en el fútbol e insultaban al árbitro. El colectivo te hace actuar de manera diferente, y con la risa contagiosa ocurre algo parecido».
Y, una vez en pleno festival de carcajadas, ¿qué podemos hacer para reconducir la situación? «Puedes apartarte, intentar concentrarte, pero la verdad es que no es nada fácil dominarlo». El presentador Pedro Piqueras ha explicado que su truco, cuando nota brotar en su interior el géiser de la risa, es pincharse con un alfiler. Un poco drástico, pero... ¿funcionará? «Pincharte hace que tu atención se dirija a eso, porque el dolor advierte al organismo de algo patológico o anormal. Puede funcionar, claro. Antes, cuando te reías en misa, te daban una torta y desde luego se te cortaba la risa», evoca el neurólogo.
Los ataques de risa son simpáticos, placenteros y seguramente beneficiosos, porque después uno se queda revitalizado y como nuevo. Pero la risa incontrolable no siempre está adornada de rasgos tan positivos: existe también una risa patológica que no tiene nada que ver con el humor. No se debe a ningún estímulo específico y también queda fuera del control del sujeto. «En esta risa, los mecanismos inhibitorios se cortan –apunta Manuel Arias–. Hay tumores en el hipotálamo que pueden precipitar la risa, o infartos cerebrales múltiples que vuelven débil e inestable ese control y hacen que la gente se ría inapropiadamente, o están también la ELA, parkinsonismos atípicos, esquizofrenia... Algunos infartos cerebrales, situados en la parte anterior del tronco cerebral, dejan como aislado al centro de la risa y desencadenan lo que se llama en francés 'fou rire prodromique', la loca risa prodrómica». Las crisis de risa patológica implican a algunos músculos diferentes de los habituales y desembocan con cierta frecuencia en llanto, o incluso alternan ambos fenómenos.
¿Es posible morirse de risa? La mayoría de los casos que recoge la tradición no parecen dignos de mucho crédito. Del filósofo estoico Crisipo de Solos, por ejemplo, cuentan que se mató a carcajadas al contemplar a un burro comiendo higos.
Del rey Martín 'el Humano' dicen que, en plena indigestión, llamó a su bufón para que lo entretuviese, y que este le contó chistes tan graciosos que el monarca falleció.
Este médico danés, «muy reservado», estaba viendo la película 'Un pez llamado Wanda' cuando empezó a carcajearse de manera incontrolable y sufrió una fibrilación cardiaca que lo mató. John Cleese, protagonista y guionista del filme, incluso se planteó aprovecharlo en la publicidad.
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