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Si echamos un vistazo a la prensa española de hace un siglo, es probable que no tardemos en toparnos con algún «anciano» de cincuenta y tantos años. Así se referían a ellos, sin rodeos ni eufemismos, y era totalmente lógico: la esperanza de vida en nuestro país rondaba por aquellos tiempos los 41 años y no llegó a superar los 60 hasta finales de la década de los 40. Por supuesto, también había nonagenarios e incluso algún centenario, que inspiraban el pasmo reservado para los portentos biológicos, como aquella señora navarra de 103 años a la que expusieron en una barraca en sanfermines mientras hacía calceta.
Los tiempos han cambiado y la esperanza de vida ha experimentado una auténtica revolución. En las tablas más recientes del Instituto Nacional de Estadística, se sitúa en 80,9 años para los hombres y 86,2 años para las mujeres. Esta evolución ha desdibujado las fronteras entre las distintas etapas de la vida. Hoy se habla de jóvenes de treinta y tantos años, eternos proyectos de adulto, y los periódicos tratan de eludir aquella palabra que antaño utilizaban con tanta naturalidad: ha habido quejas de personas de más de 90 años, muy enfadadas porque se habían referido a ellas como ancianas. En cuanto a 'viejo', siempre suscita el mismo comentario: «Viejos son los trapos», suele replicar alguien, disgustado por el término.
La vejez se ha vuelto problemática, en buena medida porque esta extensión de la vida ha generado confusión sobre su inicio. ¿Cuándo empezamos a ser viejos? Los referentes no sirven de mucho, porque las personas mayores de hoy son muy distintas de las que conocimos hace cuarenta o sesenta años: resulta imposible identificarse con aquellas figuras que parecían ya ancianas a una edad que hoy consideramos la flor de la vida. «Los mayores de hoy no son como los abuelos de tu padre. Las características de la gente a cada edad van cambiando», resume el demógrafo Sergei Scherbov, uno de los responsables del Programa de Población Mundial.
Tradicionalmente se suele identificar la vejez con la jubilación y se establece una frontera fija, los 65 años, pero ese punto de partida para la tercera edad cada vez parece más desfasado e injusto: es como si los avances sanitarios y sociales, más que extender la vida, hubiesen extendido solo la vejez, un periodo cada vez más largo. Con esa idea se desprecia además el hecho evidente de que, por usar una fórmula exitosa, los 70 son los nuevos 60: la Encuesta Nacional de Salud ha comprobado que las personas en torno a 75 años perciben su estado de salud de manera muy similar a como lo veían diez años antes, a los 65.
«Llevamos más de un siglo con los 65 años, pero ha habido muchos cambios y ese umbral no los recoge», explica Antonio Abellán, investigador del Departamento de Población del CSIC. Muchos especialistas abogan por establecer como punto de partida de la vejez lo que llaman un umbral móvil: no se trataría de constatar cuántos años llevamos en este mundo, sino de estimar el tiempo que nos queda. Es lo que llaman 'edad prospectiva'. Según este modelo, la vejez empieza cuando nuestra esperanza de vida restante es de 15 años. «Detrás de este debate está la idea de organizar mejor la vida que le queda a una persona. Plantear este nuevo inicio de la vejez obliga a planificar el retiro, la vida, las inversiones, los gastos, la vida... En el fondo, responsabiliza a los individuos de su propia salud, sus hábitos, su forma de vida: si quieres durar diez años, cuídate un poco. Estás animando a las personas a vivir mejor, y mirar por uno mismo es altruista, ya que ahorras tiempo, dinero y esfuerzo a tu familia y a la sociedad», desarrolla Abellán.
El gran problema de este umbral móvil es que, claro, resulta mucho más difícil de calcular. «La gente lleva en el bolsillo el DNI con su edad, pero no las tablas de mortalidad. Los que hacen las planificaciones sí saben cómo se va muriendo la gente: los políticos, los bancos, las aseguradoras...», comenta Abellán. La esperanza de vida es un concepto que se maneja de manera cotidiana en política y economía, pero no deja de ser una abstracción bastante compleja: estima la cantidad de años que alguien puede esperar vivir en función de las características de la mortalidad en ese momento. Aunque, evidentemente, un individuo puede tener una esperanza de vida de decenas de años y morirse mañana mismo.
Normalmente se habla de la esperanza de vida al nacer (la que mencionábamos antes, la de los 86,2 para ellas y los 80,9 para ellos), pero no es esa la que se utiliza en esta operación. El promedio se puede ir recalculando para cualquier grupo de edad, eliminando así el impacto de quienes han fallecido de manera prematura, cuando aún no 'les tocaba'. Se van obteniendo así cifras cada vez menores a medida que se avanza en los grupos de edad: a los 65 años, por ejemplo, la esperanza de vida de los hombres es de 19,5 años y la de las mujeres, de 23,4. ¿En qué momento nos quedan, entonces, 15 años y nos convertimos 'oficialmente' en viejos con este planteamiento? Según las cifras más recientes, los hombres españoles alcanzarían ese umbral a los 71; las mujeres, a los 74.
Claro que, más allá de la edad cronológica y de esa edad prospectiva, está lo que los demógrafos conocen como edad subjetiva, de la que depende el momento en el que empezamos a considerarnos personas mayores. ¡Todos conocemos a alguien de edad extremadamente provecta que desdeña algún plan porque lo ve «para viejos»! ¿Por qué esa reticencia a encuadrarse en la tercera edad? «El concepto de vejez siempre se ha asociado a deterioro, tanto en las personas como en las cosas», responde Abellán, que tira del Diccionario de Autoridades que la Real Academia Española publicó en el siglo XVIII para deslindar los dos conceptos: ahí dice de la vejez que es simplemente «la última edad de la vida, cuyo extremo se llama decrepitud».
Según recoge el CSIC en su web 'Envejecimiento en Red', la Sociedad Gerontológica y la Sociedad Geriátrica de Japón, el país más longevo del mundo, defienden que lo más justo es basar nuestro criterio en dos variables que permiten calibrar el estado físico: la velocidad de la marcha y la fuerza de agarre de la mano. Con base en los registros que consigue su población en esos dos parámetros, han establecido una clasificación en tres etapas: la prevejez (de los 65 a los 74), la vejez (a partir de los 75) y lo que llaman supervejez (más allá de los 90). Eso sí, da un poco de miedo cómo pueden reaccionar, fuera de Japón, las personas a las que se aplique lo de 'superviejas'.
«Hasta los 30 años, el ser humano no tiene edad, solo la eternidad por delante. Los cumpleaños son formalidades divertidas», escribe el filósofo francés Pascal Bruckner en 'Un instante eterno', recién publicado en España por Siruela. Pero llegan los 50, «la edad en la que la brevedad de la vida comienza de verdad», y a menudo se abre «una brecha» entre las cifras que vamos cumpliendo y nuestra percepción de la edad que tenemos: «Cuando esta discrepancia se vuelve, como hoy, masiva, cuando un ciudadano holandés de 69 años presenta una denuncia contra el Estado en 2018 porque se siente un hombre de 49 años y sufre discriminación en su trabajo, así como en su vida amorosa, estamos presenciando un cambio de mentalidad», argumenta el autor, que anda por los 72. En el libro, inspirador y poético, Bruckner reflexiona sobre cómo el aumento de la esperanza de vida exige un «desglose más fino de la escala generacional» y da lugar a lo que él ha bautizado como el «veranillo de la vida», una fase previa a la vejez que está repleta de posibilidades: «Ser abuelos ya no es una identidad, sino solo un emocionante paso extra», apunta.
«Una persona de 50 años hoy en día está en la misma situación que un recién nacido del Renacimiento: su esperanza de vida es de unos 30 años, el equivalente a toda la existencia de un europeo hace tres siglos», apunta, para destacar las posibilidades de empezar de nuevo o, al menos, de no caer en la pasividad. «¿Cuáles son nuestras razones para vivir a los 50, 60 o 70 años de edad? Exactamente las mismas que a los 20, 30 o 40. La existencia sigue siendo maravillosa para quienes la aprecian, y odiosa para los que la maldicen».
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