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Los avances científicos y tecnológicos se han aprovechado para resolver crímenes y para castigar a los delincuentes, pero también han abierto nuevos caminos al mundo del hampa, así que vamos a empezar este noticiario histórico con un suceso pionero: en 1911, en París, se utilizó por primera vez un automóvil para huir de la escena de un asalto. Los autores no fueron unos ladrones del montón: se trataba de la Banda de Bonnot, un grupo anarquista que se caracterizaba por utilizar recursos más modernos que la Policía. Y el coche tampoco era cualquier cosa, sino un precioso y elegante Delaunay-Belleville que habían robado. Tras atracar a dos empleados de banco (y llevarse 5.500 francos en metálico y otros 130.000 en cheques y bonos), se largaron zumbando en el Delaunay-Belleville con un espectacular giro de 180 grados mientras disparaban sus armas, también de última generación. Los medios empezaron a llamarles 'Los Autobandidos', aunque eso cambió cuando uno de los miembros, Jules Bonnot, acudió con una pistola automática al periódico 'Petit Parisien' para quejarse de la cobertura.
El paso del siglo XIX al XX fue un periodo de novedades sin descanso. Para la Policía, una de las más importantes fue el estudio científico de las huellas dactilares, que en 1892 se aplicó con éxito por primera vez a la resolución de un asesinato. En Necochea (Argentina), aparecieron muertos los niños Ponciano y Teresa Carballo, dos hermanos de 6 y 4 años que habían sido golpeados brutalmente: la madre, Francisca Rojas, con un corte en el cuello, acusó del crimen a un vecino. Pero el presunto homicida no confesó, pese a que lo dejaron atado toda la noche junto a los cadáveres de los pequeños. Ahí entraron en escena las figuras de Juan Vucetich, un policía de origen croata que se había apasionado por las posibilidades que abría el estudio de las huellas, y su inspector Eduardo Álvarez: descubrieron en la puerta la marca ensangrentada de un pulgar y comprobaron que correspondía a la madre. Al parecer, el amante de la mujer le había dicho que se casaría con ella si no fuese por la carga de los críos, así que Francisca tomó la determinación de eliminar ese obstáculo con una piedra que después arrojó a un pozo.
También por esa época empezó a usarse una herramienta tecnológica típicamente estadounidense: la silla eléctrica. La primera ejecución con este artilugio, en 1890, tuvo como protagonista a William Kemmler, que había matado a hachazos a su pareja, y no transcurrió de manera tan rápida y aséptica como se esperaba. Kemmler dirigió unas sentidas palabras a los presentes («se han dicho de mí muchas cosas que no son ciertas: ya soy bastante malo, es cruel hacerme peor») y pidió al alcaide que se tomase su tiempo y lo hiciese bien («yo no tengo prisa»). Pero, pese al ensayo de la víspera con un caballo, todo fue un desastre: hubo que activar la electricidad dos veces, mientras el reo echaba espuma por la boca y sangraba por la cara. El cabello le humeaba y la habitación apestaba a carne y pelo quemados. Un médico declaró: «Creo que será la primera y la última ejecución de este tipo».
El primer caso resuelto gracias al ADN fue, en principio, una exculpación: el perfil genético permitió comprobar que Richard Buckland, un adolescente con problemas de aprendizaje, no había sido el violador y asesino de dos quinceañeras de Leicestershire (Reino Unido) en 1983 y 1986, pese a que la presión policial le había llevado a confesar uno de los crímenes. Los investigadores decidieron entonces tomar muestras de sangre y saliva de todos los varones locales de entre 17 y 34 años, pero el verdadero responsable, el panadero exhibicionista Colin Pitchfork, convenció a un compañero de que se presentase por él. Lo detuvieron un año más tarde, cuando el amigo confesó la suplantación, y entonces la novedosa ciencia certificó que Pitchfork era el culpable. El caso obligó a tomar muestras a 5.511 hombres.
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