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Todos los españoles de cierta edad recordamos perfectamente el episodio, pero no está de más contarlo otra vez. En 1998, en el acto de presentación de un libro, el actor y escritor Fernando Fernán Gómez estalló contra un admirador que le reclamaba con insistencia un autógrafo. Tronó su voz en las siguientes frases, que quedaron grabadas en la memoria colectiva: «Sí, señor, desgraciadamente soy una persona maleducada. No soy como usted. ¡Haga el favor de dejarme en paz! ¡Déjeme en paz! ¡Pues déjeme de admirar! ¡Vaya usted a la mierda! ¡A la mierda!». El exabrupto, cuyas tres últimas palabras acabaron en camisetas y tonos de móvil, pilló desprevenido a todo el país excepto a su protagonista: «Tengo merecida mi fama –declaraba Fernán Gómez el año siguiente a este periódico–. Ya de pequeño era arisco. No me la he ganado por un mal día. Lo que ocurre es que ahora se comenta más porque hay más medios de difusión».
Seguramente, si hubiese mandado al desventurado fan al cuerno, a la porra, a hacer puñetas o a freír espárragos, el efecto no habría sido tan sobrecogedor ni tan duradero. O si, como el académico de la lengua que llegaría a ser poco después, hubiese empleado alguna de esas formas rebuscadas y un poco cómicas que recoge el diccionario: «Vaya usted a buscar la cagada del lagarto», por ejemplo. Pero la mierda es la mierda: una palabra que la mayoría usamos habitualmente en nuestra vida particular, pero que nos sigue chocando en los medios y que sirve como desdén definitivo e inapelable.
Estas últimas semanas, con motivo del centenario del intérprete, aquella andanada verbal se ha recordado una y mil veces, pero con un matiz llamativo: la mayoría de esas invocaciones no disimulaban su tono elogioso, de admiración hacia alguien que se atrevió a atajar a un desconocido que (con razón o sin ella) le pareció un pelmazo. De hecho, el aniversario redondo ha puesto en circulación un meme: «El tiempo pone a cada uno en su sitio, pero, si vas mandando a algunos a la mierda, vas adelantando camino», dice ese textito que salta de móvil en móvil. En los últimos años, se ha convertido en un lugar común recurrir al actor fallecido como persona interpuesta para enviar a la mierda a terceros: lo de «como decía Fernando Fernán Gómez, a la mierda» lo utiliza en las redes un montón de gente, los de derechas para responder a los de izquierdas y los de izquierdas para responder a los de derechas. Esto sugiere dos preguntas. ¿Acaso nos quedamos con las ganas de mandar a la mierda verbalmente a muchas personas que mandamos a la mierda mentalmente? Y su compañera: ¿deberíamos prescindir más a menudo de los buenos modales y expresar lo que pensamos, para evitar que nos mangoneen?
Quienes han reflexionado sobre esto defienden un difícil equilibrio: ni la franqueza a ultranza, ni la sumisión perpetua a la voluntad ajena. «La vida en común es posible, mal que bien, porque no decimos todo lo que se nos pasa por la cabeza. Quienes mandan a la mierda a los demás con asiduidad y sin preocuparse por las consecuencias actúan como 'free-riders', o gorrones, de la diplomacia ajena: se pueden permitir el lujo de forzar las relaciones sociales porque otras personas las engrasan cotidianamente. Lo vemos, por ejemplo, cuando hay que llegar a acuerdos y alguien se zafa de la responsabilidad con frases como 'es que yo soy muy directo' o 'yo no puedo con la hipocresía'. Si al final hay acuerdo, es porque otras personas han hecho el esfuerzo de aguantar las ganas de mandar a la mierda a diestro y siniestro. Y en un mundo en el que no podemos imponer nuestra voluntad por decreto, ni estamos dispuestos a empezar cada día una nueva guerra civil de todos contra todos, el acuerdo y la transacción son esenciales», argumenta el sociólogo Alejandro Romero Reche, de la Universidad de Granada.
Se ha extendido la idea de que dar rienda suelta a esos rechazos viscerales resulta liberador, de que uno 'se queda muy a gusto' después de abrir la válvula de su hartazgo, pero tampoco esas secuelas positivas están siempre tan claras: «Cuando se conduce, uno no siempre se queda mejor después de pegar tres gritos a otro conductor. No te hace sentir mejor, sino que te cargas más. A veces, sencillamente, la fuente de rabia o agresividad interna es tal que cualquiera que se acerque está en peligro. Y, por mucho que dejemos suelta a la bestia, no hay reparación, no hay alivio. Pero, en otras ocasiones, si detectas perfectamente lo que te ha puesto de mala leche o te ha herido y se ha despertado en ti la rabia, localizarlo y poder expresar verbalmente esos rechazos –también desde un respeto, y desde la empatía a uno mismo– la verdad es que sienta de maravilla», comenta la terapeuta Adriana Royo, especializada en gestión del estrés y autora de 'Ética del despiadado' (Ediciones B), un libro centrado en todas esas situaciones donde nos mostramos «demasiado serviciales y demasiado complacientes».
Royo considera que la buena educación es «necesaria», pero sin pasarse: «El exceso de bondad o educación puede devenir en ira y odio en el futuro, ya que se acumula resentimiento por tener que comportarse de una forma que no es natural para uno. Si sientes que te faltan al respeto, basta de poner la otra mejilla: digámoslo, cuidémonos de nosotros mismos. A veces nos asusta la rabia y el conflicto y nos excusamos con las buenas maneras, cuando la rabia es una emoción más y la hemos desplazado porque parece que rabia y buena educación son incompatibles. Llamamos mal carácter a poner límites».
En esta delicada coreografía de sentimientos que rige nuestra sociedad, el movimiento brusco de mandar al prójimo a la mierda también tiene su lugar. ¿Cuándo estaría justificado? «Precisamente, cuando abusan de nuestra diplomacia, de las molestias que nos tomamos por mantener la cordialidad y la fluidez de las relaciones sociales», responde Romero Reche. Sería como un empujón que nos quita de encima la carga con la que el otro, sin ningún derecho, nos está aplastando.
A Adriana Royo se le ocurren, a bote pronto, un montón de situaciones cotidianas que pueden conducir con cierta legitimidad a ese desenlace: «Está justificado, sobre todo, en circunstancias en las que has dejado claro tu mensaje, como 'no, no quiero venir este fin de semana' o 'no me apetece hacer esto', y aun así te insisten una y otra vez, y otra, y otra. O ante esas personas invasoras que no tienen límites y podrían estar taladrándote por teléfono aunque les digas que tienes cosas que hacer, o que estás cansado. O con esas personas que, en una fiesta o en cualquier reunión social, te usan como oreja de sus propias miserias y te hacen permanecer ahí como un saco de boxeo. Son personas ególatras que solo pueden centrarse en sí mismas y a veces es necesario marcar un límite, por autoprotección. O cuando expresas tu descontento de forma respetuosa y te contestan mal. Cuando hablas con tu pareja de algo que te duele y no entrega un ápice de responsabilidad. Cuando sientes que abusan de ti, por ejemplo tu jefe, y reclamas tus derechos y la indiferencia es la que te atiende... Ahí es justo que uno exprese su descontento, su límite, el respeto hacia sí mismo o su furia al estilo Fernán Gómez».
O a tomar viento, incluso a tomar viento fresco. Expresa sin más rodeos ni adornos el deseo de que el interlocutor molesto se aleje de uno.
O sea, a bordar los puños de las togas de los jueces. Según un estudio de la lingüista Mónica Aznárez-Mauleón, forma parte de un conjunto de expresiones que, además de alejar al otro, pretenden «mantenerle ocupado durante mucho tiempo». También se le puede mandar a freír churros o espárragos, a freír monas (al parecer, un tipo de roscas) o a hacer gárgaras.
Al parecer, este término se refiere al lugar donde acudían los soldados para sufrir arresto. Aznárez-Mauleón engloba esta expresión en una tercera categoría, que invoca lugares que se consideran desagradables en sí: vete al infierno, al diablo o al cuerno (es decir, la bacinilla donde se orina).
Sería una de las versiones más pintorescas de una cuarta variante, ya de tipo decididamente escatológico-sexual. En ella conviven lo grosero (vete a tomar por el culo) y lo eufemístico (vete a tomar por donde amargan los pepinos).
¿Por qué nuestro rechazo toma tan a menudo el camino de las letrinas?«Desde que somos niños, la mierda actúa como un referente especialmente atractivo. En parte, por su carácter tabú; también por la dimensión cómica a la que inevitablemente remite; y, por último, por los vínculos que mantiene con el sexo dentro de la anatomía del cuerpo humano. Acaso por eso la lengua española está llena de expresiones contundentes como ese 'vete a la mierda' o el calificativo 'de mierda' que se añade a numerosos insultos, como 'gilipollas de mierda'. Más allá de lo estrictamente lexicalizado, estamos mandando a nuestros congéneres al lugar donde se producen o se almacenan los desechos del cuerpo, lo indeseable», reflexiona el filólogo Luis Gómez Canseco, profesor de la Universidad de Huelva y coordinador del volumen 'Fragmentos para una historia de la mierda', que hace una década se convirtió en improbable 'best-seller' de la literatura académica. En el caso de Fernán Gómez, la fórmula resultó particularmente impactante por una suma de factores: «Al trato despectivo hacia un admirador se añade la voz rotunda y extraordinaria, la contundencia de la frase y el hecho de que esa 'mierda' vaya unida al uso de 'usted'. Es decir, una fórmula de respeto junto con a otra fórmula de desprecio en muy alto grado».
¿Y qué hay de nuestro lingüista?¿Recurre a menudo a la expresión?«Por suerte para la convivencia –sonríe Gómez Canseco–, uno suele mandar a la mierda a la gente tan solo de forma mental y evitando la verbalización del deseo. Pero voto a Cristo que no son pocas las veces en las que a uno se le viene la mierda a la boca. Dicho sea con todos los perdones».
Nos descoloca que un famoso reaccione con cajas destempladas a la atención de un admirador, pero tal vez deberíamos ponernos en su lugar. «En casos como el de Fernán Gómez y tantos otros 'famosos malhumorados', nos suele faltar la perspectiva de quien sufre cotidianamente una distorsión intrusiva de las relaciones sociales normales. Nos tomamos con ellos unas libertades que no nos tomaríamos con cualquier otro desconocido porque, sencillamente, no los percibimos como desconocidos: hemos compartido, a través del televisor, horas y horas de intimidad en casa. Pero para ellos seguimos siendo perfectos desconocidos que exigen una atención y un trato casi de familiar, cuando no les pedimos que actúen como monos amaestrados y nos repitan ciertas gracias», analiza Alejandro Romero Reche, que recuerda cómo otro de los 'damnificados' por Fernán Gómez, el cómico y cantante Pablo Carbonell, ha acabado recordando con admiración aquel encontronazo en sus memorias. A Carbonell, que le daba la lata con una de sus entrevistas de risa, el actor le soltó: «Usted es muy gracioso, usted es muy ingenioso: dígaselo a su mamá y que le dé dos besos».
El sociólogo de la Universidad de Granada sostiene que, si nos ponemos en la piel de algunos de estos personajes populares, empezará a parecernos natural la idea de «mandar a la mierda a casi todo el mundo». Y propone un ejemplo estremecedor: «Pensemos en el infierno constante que tuvo que ser salir a la calle en los primeros 90 siendo Millán Salcedo, el de Martes y Trece».
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Rocío Mendoza, Rocío Mendoza | Madrid, Álex Sánchez y Virginia Carrasco
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