Ilustración: Mikel Casal

El arte de perder con elegancia

Nuestros padres nos enseñaron que constituye una parte esencial de nuestra educación moral, pero estos días comprobamos que se puede llegar a presidente sin dominarla

Jueves, 19 de noviembre 2020, 19:30

Lo cierto es que a nadie puede sorprenderle mucho la actitud de Donald Trump después de las elecciones. Por un lado, ya había dejado claro antes del 3 de noviembre que eso de la votación solo tenía sentido para él si se alzaba con la victoria. Por otro, su berrinche de mal perdedor es la única continuación lógica de la personalidad que ha exhibido durante su mandato: en la pandemia y en muchos otros asuntos, ha mostrado en repetidas ocasiones que la realidad era una minucia subordinada a su deseo, incluso a su capricho, y también que (pese a haber acumulado un buen ramillete de fracasos en su carrera de magnate, con ejercicios de pérdidas cuantiosas y media docena de hoteles y casinos en bancarrota) siempre ha visto la derrota como una cosa vergonzosa que les ocurre a otros. Es imposible llevar la cuenta de la gente a la que se ha referido como 'loser' (perdedor), pero resulta fácil escoger el empleo más lamentable que ha hecho de esa palabra que considera el insulto definitivo: «¿Por qué debería ir? Está lleno de perdedores», soltó en 2018 al cancelar la visita a un cementerio de la Primera Guerra Mundial, junto al campo de batalla en el que cayeron 1.800 soldados estadounidenses.

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Lo de perder con cierta elegancia es una de esas enseñanzas morales que constituyen el núcleo de nuestra educación durante la infancia. Incluso podríamos decir que se encuentra en el corazón de nuestra cultura. El niño suele ser un mal perdedor, que no admite que los acontecimientos le lleven la contraria, pero la mayoría de los padres se esfuerzan con ahínco en corregir esa tendencia a la pataleta bochornosa: no solo por respeto a los contrincantes, sino también porque saber perder resulta muy conveniente de cara a la serenidad del ánimo y al encaje saludable en la sociedad, ya que la vida nos tiene reservada a todos una buena provisión de derrotas. Todos conocemos a algún adulto que no aprovechó debidamente aquel adiestramiento de la niñez y que pierde de forma lamentable y mezquina, pero Trump, al hacerlo además de manera pública y universal, se ha convertido (también en esto) en un ejemplo ético de lo que no hay que hacer. Parece que ya lo era para sus allegados: «No es un buen perdedor», ha salido a aclarar su exmujer, Ivana.

«Son personas que necesitan validación externa y que basan su identidad en lo que tienen o lo que consiguen»

Elisa Sánchez

¿Qué rasgos de personalidad se ocultan detrás de esa etiqueta tan poco favorecedora? «Algunos en sí no son negativos, pero, cuando se juntan con otros en un cóctel, dan como resultado la condición de mal perdedor. Suele tratarse de personas orientadas a los logros, al resultado, y esto no es malo hasta que se suma la falta de tolerancia a la frustración. Muchas veces son personas que necesitan valoración externa: dependen del refuerzo de los demás, de que otros les digan que lo están haciendo bien o que son buenos. Su identidad se basa en lo que tienen o lo que consiguen, está supeditada al rol que han conseguido desempeñar. Si yo soy la campeona de España de mus y me identifico de manera exagerada con ese rol, al perderlo estaré perdiendo también parte de mi identidad. La cuestión no es ya que haya otra persona que juega mejor al mus que yo, sino que eso me convierte en una perdedora a ojos de los demás», analiza la psicóloga Elisa Sánchez, directora de la consultora Idein.

El mal perdedor quizá tenga parte de la materia prima que se espera de un líder, como la ambición y la competitividad. Aquí se puede recordar lo que respondió Winston Churchill cuando le preguntaron si Charles de Gaulle era un gran hombre: «¿Un gran hombre? Es arrogante, un egoísta, se cree el centro del universo. Sí, es un gran hombre». El problema es llevar al extremo lo que significan la victoria y la derrota y convertirlas en rasgos de carácter: se traza una frontera y uno queda como un triunfador o como un fracasado. «Recordemos cómo, en aquel programa de televisión que tenía, Trump se dedicaba a despedir a la gente. Es prepotente, competitivo en el sentido de que lo importante es que el otro pierda», añade Sánchez.

–Un mal perdedor es también un mal ganador, ¿no?

–Si consideras que ganar te hace superior a los otros y que puedes humillarles, eres un mal ganador. Todo es una cuestión de competitividad sana o insana. Eso se ve en muchos ámbitos. En política, hay ganadores que miran a la oposición con talante más colaborativo, y en el deporte la esencia es aquello de 'lo importante no es ganar, es participar'. La deportividad supone valorar que lo importante es lo que has aprendido en el proceso, saber que se aprende de los errores y las derrotas. Es, de hecho, cuando más aprendemos, porque nos enseña qué podemos mejorar, mientras que el que gana se queda muchas veces en la autocomplacencia.

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La madre de todas las virtudes

La psicóloga alerta de que insistir a los niños en que son «unos campeones» o «los mejores», aunque sea con la mejor intención, no constituye una buena estrategia pedagógica. A Trump, de hecho, lo han descrito en repetidas ocasiones como un ejemplo extrañamente perfecto de 'puer aeternus' (niño eterno en latín), es decir, un adulto cuya vida emocional sigue siendo inmadura, a un nivel propio de un crío o un adolescente. El mal perder que airea estos días se suma a otros rasgos que el psicólogo estadounidense Scott T. Allison ha desgranado en un estudio: desde sus insultos y sus mentiras hasta su costumbre de eludir los preparativos de las citas importantes, pasando por su vocabulario limitado o su idea poco refinada de la aproximación sexual a las mujeres.

Hace unos días, Allison publicó un artículo titulado 'Diez lecciones vitales que podemos aprender de Donald Trump', donde el presidente en funciones le sirve de 'antimodelo' moral. La primera de esas enseñanzas era la importancia de la humildad: «Conocida como la madre de todas las virtudes, la humildad es el antídoto del orgullo y el narcisismo. Aunque muchas figuras públicas son narcisistas, Donald Trump era un caso extremo. Tenía un sentido grandioso de la propia importancia, buscaba el elogio y la admiración, hostigaba e intimidaba a otros y creía que muchas reglas básicas de la vida no se aplicaban a él. Como resultado, estaba en constantes problemas legales y tenía un largo historial de relaciones rotas e inestables. La lección está clara: la humildad juega un papel crucial en una vida sana y feliz», plantea el psicólogo, que prefiere referirse al político en pasado. Es la misma noción que transmiten los padres juiciosos: dominar el arte de saber perder nos brindará un porvenir más equilibrado. Salvando las distancias, por cierto, también a Adolf Hitler lo han tachado de 'puer aeternus', bloqueado en las frustraciones y los juicios tajantes de la niñez: «Era un Peter Pan donde los haya», escribió de él Aldous Huxley.

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«El buen ganador por excelencia es Rafa Nadal. Y un ejemplo clarísimo de buenos perdedores son los candidatos al Oscar»

Marina Fernández

Hay malos perdedores en el deporte y en el amor, en los concursos y en el juego, ¡hasta el Monopoly ha lanzado una edición especial dedicada a ellos!, pero quizá en política se les pueda encontrar una trascendencia añadida. «Una actitud como la de Trump es más importante de lo que parece. No se trata solo de que a él le esté costando aceptar la derrota, sino también del daño que eso puede causar a la imagen del partido republicano. Claro, él se va de la Casa Blanca, pero el partido tiene que seguir y buscar otro candidato. En Estados Unidos, se esperan ciertas actitudes: se está saltando las reglas no escritas del juego democrático, que se encuentra en la base del sistema de valores norteamericano. La democracia es precisamente aceptar la voluntad del pueblo», reflexiona la politóloga Marina Fernández, directora de comunicación del Grupo EIP, a quien se le ocurren unos cuantos ejemplos de buenos ganadores y buenos perdedores en distintos ámbitos: son personas que saben hacer de tripas corazón y asumen la derrota de manera civilizada, incluso con ese rizo de sofisticación que aporta el humor.

«Yo creo que el buen ganador por excelencia es Rafa Nadal –apunta–. Y un ejemplo clarísimo de buenos perdedores son los candidatos a los Oscar. En el momento que van a anunciar el ganador, la pantalla se divide y aparecen las caras de los nominados. Se abre el sobre y los que no ganan se quedan con una sonrisa medio congelada, con cara de 'ah, sí, se lo merece', y aplauden, aunque podemos imaginar lo que están pensando por dentro. Porque a nadie le gusta perder, y menos con tu cara en primer plano ante millones de personas de todo el mundo. También me gusta mucho lo del rugby, cuando el equipo que pierde se va de cervezas con el ganador, en el famoso tercer tiempo». Marina Fernández propone un último ejemplo que resulta particularmente oportuno, por tratarse de un candidato del partido republicano: «Cuando John McCain perdió las elecciones contra Obama, en 2008, lo invitaron semanas después a un 'late night show'. Le preguntaron cómo dormía por las noches después de haber perdido. Y contestó: '¡Como un bebé!'. El presentador, sorprendido, le dio unos segundos y McCain siguió: 'Duermo igual que un bebé, me despierto cada dos horas llorando'».

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La gimnasta McKayla Maroney hace con Obama el gesto que la hizo tan popular. Pete Souza/AFP

De un mohín en el podio a un tiro por la espalda

Los malos perdedores dan lugar a veces a situaciones cómicas, incluso disparatadas. Todo el mundo recuerda los mosqueos del tenista John McEnroe, que tanto sufrían sus raquetas, pero en el terreno deportivo ha habido situaciones más absurdas. En los Juegos Olímpicos de 1988, el boxeador coreano Jung-il Byun se negó a aceptar una derrota a los puntos y protagonizó una ridícula sentada en el ring, que obligó a suspender el siguiente combate: cuando apagaron las luces del pabellón, el hombre seguía allí, empecinado en su protesta. En el Mundial de fútbol del 82, en Valladolid, se alcanzó el esperpento cuando el jeque Fahid Al-Ahmad, presidente de la federación kuwaití, bajó al campo para exigir que anulasen un gol al equipo rival, Francia (¡y lo consiguió!). También son inolvidables los plantones de José Mourinho o aquel mohín de disgusto de la gimnasta McKayla Maroney en pleno podio, tras ganar una medalla de plata en las Olimpiadas de 2012. Su gesto dio lugar a un meme de gran éxito («McKayla no está impresionada») y la deportista acabó incluso posando con Obama, los dos haciendo la misma mueca.

Claro que, si buscamos consecuencias más serias, ahí tenemos la muerte de Wild Bill Hickok, el héroe del Viejo Oeste. En 1876, estaba jugando al póker en un 'saloon' de Deadwood y se sumó a la partida un borracho que acabó perdiendo de manera estrepitosa. Hickok le dio algo de dinero para que pudiera pagarse el desayuno, pero al día siguiente el tipo volvió y lo mató de un tiro en la nuca.

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