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La primera... en la frente. El vuelo desde Bilbao sale con retraso y llegamos a Viena casi dos horas después de lo previsto, a las tres de la tarde. Para colmo, al aterrizar nos damos cuenta de que no tengo cobertura ni Internet. ¡Mierda, la compañía a la que me cambié hace un par de meses! Es una entidad muy local y no se conecta directamente en el extranjero. Tras unos minutos de histeria y una retahíla de mensajes desde el teléfono de Pablo, conseguimos contactar con la empresa. Allí estamos, en un banco sentados, gastando minutos de las escasas nueve horas que tenemos sobre suelo austriaco mientras leemos un manual para configurar el móvil. Tenemos una tarde para patear y conocer Viena. Si antes era visita exprés, ahora tenemos que volar.
Son casi las cuatro de la tarde y lo último que entró en nuestro estómago fue un triste café en Bilbao a las siete de la mañana. Cruzando la ciudad en tranvía nos interrumpe un mensaje en el móvil. «Alerta severa por altas temperaturas con máximas de 35 grados». Lo que faltaba. Con la lengua fuera, entramos al hostel, hacemos el papeleo de llegada en dos minutos de reloj con el inglés oxidado que acabamos de desempolvar y tiramos las mochilas sobre la cama para salir pitando hacia el centro.
Lo de comer en un restaurante está descartado y nos conformamos con una salchicha en un puesto callejero. La engullimos en cinco minutos y empezamos a trotar por la plaza San Esteban con la impresionante catedral al fondo. Un pestañeo y seguimos, hay que llegar al punto de encuentro de nuestro free tour. ¡Bendito seas, Google Maps! Y, encima, nos hemos quedado sin efectivo. A esa hora, Viena hierve de calor y de gente y recordamos por qué no viajamos nunca en estas fechas.
Miramos a nuestro alrededor en busca de más guías, pero el señor de rizos canosos y reflejos rubios cubiertos por un sombrero tirolés con pluma es el único encargado. En algunos puntos llegamos a ser más de cien personas. Y sin micrófono. Parecemos un rebaño en el que la gente se va perdiendo por el camino con un guía local que habla un español perfecto pero al que a veces es imposible escuchar entre la multitud. Entre historia y curiosidades, el itinerario empieza a tornar en una especie de teletienda con espacios publicitarios: «Aquí se come de maravilla», «en este pub, si venís de mi parte, os hacen un descuento». Pablo, mientras, va y viene del grupo absorto en grabar planos. Lo entiendo porque no hay tiempo que perder.
El cansancio y el bochorno forman una combinación explosiva. A mí, el calor me transforma. Para mal. Es una especie de molestia hasta física. Para ser clara, es mejor no hablarme. Yo misma me doy cuenta de que estoy en ese punto e intento regularme. Pablo me mira de reojo y, sin decir nada, ya lo ha captado. Sigue grabando. En ese momento el guía comenta que el primer capuchino se hizo en Viena y no en Italia. ¡Justo un café es lo que necesitamos! El tour acaba y nos morimos de la vergüenza. Solo tenemos unas monedas y lo máximo que podemos dar son 9 euros. Eso sí, nos sale barato. Su espacio publicitario ha funcionado y nada más terminar probamos la famosa tarta Sacher en la cafetería que nos recomienda. Si en el afamado hotel que da nombre al dulce la porción cuesta 8,90 euros, en el Sluka el precio es de 5,90. Cara, la verdad, pero casi la mitad para el bolsillo. Encima con aire acondicionado, así que apunten, un chollo.
La sensación es la de ir corriendo a todos los sitios. Eso sí, parece una película con banda sonora con cantantes y músicos a cada paso. No podíamos irnos sin subir a la noria, así que toca paseo por el Prater. Son las nueve de la noche y el termómetro no baja de los 25 grados. La humedad es tremenda y la ropa se queda pegada. Deberíamos cenar y se nos ha olvidado que es martes y la mayoría de sitios cierra a las diez. En cinco minutos, los mosquitos se atiborran con nuestros tobillos. Contamos ocho picaduras que pronto se convierten en ronchones.
Cruzamos la ciudad y el día acaba cenando en Centimeter, una taberna local. Probamos el Schnitzel, una especie de escalope, y la cerveza austriaca. Al fondo, el partido de fútbol Austria-Suecia en una pantalla gigante. Ganan los austriacos (2-0). A pesar de los cuatro ventiladores enormes que flanquean el local, estamos sudando. Comentamos que la sensación es agridulce, no hemos podido visitar un pub al que le teníamos ganas ni el barrio Hundertwasserhaus, conocido por sus fachadas extravagantes. La tarde se ha hecho muy corta. Al volver, la afición austriaca canta exultante y grita en el metro con sus camisetas rojas. Al llegar al hostel recordamos que compartimos baño, pero no nos hemos cruzado con nadie en todo el día. Son más de las doce y media y ese pequeño cubículo con una gran ventana vertical se ha convertido en un invernadero recalentado. Enchufamos una pequeña torre de aire y apenas notamos la diferencia.
Pablo se encarga de poner todos los aparatitos a cargar para el día siguiente. Yo me rindo antes y caigo redonda. A las cinco de la mañana nos desvelamos por la luz. Intentamos dormir pero el calor vuelve a apretar y no descansamos mucho más. Poco después de las siete, los obreros empiezan a trabajar justo al lado de nuestra ventana. Le dan a todo: martillazos, sierras, golpes varios… El ruido es insoportable y decidimos levantarnos. Tenemos que coger un tren. Budapest nos espera.
Hostel: 72 euros
Comida: 76,75 euros
Transporte: 27 euros
Freetour + Noria:36 euros
Total: 211,75 euros
Dos mochilas por Europa
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Sara I. Belled, Clara Privé y Lourdes Pérez
Clara Alba, Cristina Cándido y Leticia Aróstegui
Javier Martínez y Leticia Aróstegui
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