Roma, la amante despechada
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Con un calor insoportable y museos cerrados, la ciudad eterna sirve su venganza muy calienteRoma la soñé antes de vivirla: la primera vez que pisé sus calles ya la había paseado subida a la Vespa de Nanni Moretti, ya la había contemplado en los retratos de Fellini, De Sica, Pasolini y Rossellini, y ya me había enamorado de Gassman, ... de Mastroianni y de la Magnani. Cuando al fin la visité, iba rendida de antemano. Aún así, me sorprendió: es exuberantemente bella, insoportablemente bella, de una belleza que te asalta cada vez que doblas una esquina. Roma no solo cumple lo que promete, sino que te da aún más.
Por eso, y solo por eso, quiero ser millonaria: para vivir allí. Es la diferencia entre mi santo y yo: él, generosísimo, ha hecho una hoja de cálculo en la que reparte el dinero entre familiares y amigos en el caso de que le toque el Euromillón; yo, egoistísima, utilizaré la pasta para autoexiliarme en Roma y pasar el resto de mi vida viendo cómo la luz entra por el óculo del Panteón. Si me toca, he prometido que iré a misa todas las mañanas: en Roma puedes cambiar de iglesia diariamente y no repetir templo durante un año.
Llego a Civitavecchia con el móvil lleno de anotaciones de posibles visitas: Garbatella (ese barrio utópico donde se intentó que el bienestar común y el individual fueran «magnitudes idénticas y conmensurables», como escribe Juan Claudio de Ramón en 'Roma desordenada'), Villa Borghese, San Pietro in Vincoli y el EUR. Sobre todo, quiero seguir las recomendaciones de Pedro Cano: amabilísimo, me habló de los mosaicos de Santa Práxedes y del Audiorium di Mecenate. «Pero, especialmente, no te pierdas los frescos de los jardines de la Casa de Livia en el Museo del Palazzo Massimo. Son absolutamente inspiradores». Cano es un gigante que no solo es capaz de pintar ciudades invisibles, sino también de mostrar lo incorpóreo de las ciudades reales. Y si él me dice que vaya, yo voy.
Pero mi gozo en un pozo: estaremos poquísimo tiempo en la ciudad. Si «Roma non basta una vita», que advertía Silvio Negro, menos aún bastan unas cuantas horas. Agobiada, decido visitar los frescos de los jardines de Livia, el templete de San Pietro in Montorio y Santa María in Trastevere, mi iglesia favorita. Rezo para que, antes de subir al autobús de vuelta, cuya parada está cerca de la Plaza de San Pedro, podamos entrar a los Museos Vaticanos: entre otras maravillas, se expone una obra de Pedro Cano, 'Abrazo del Papa Juan Pablo II con el cardenal Wyszynski', y me gustaría verla.
Nos apelotonamos en la cubierta de salida para coger un primer autobús que nos dejará a la entrada del puerto, y allí tomar un segundo autobús que saldrá desde Civitavecchia para depositarnos a los pies del Coliseo. Un abuelo con pinta de médico retirado advierte a sus nietos: «Hoy va a ser un día duro». Y lo será: Roma, en verano, es un caldero. Y el autobús ya es un adelanto del calor que vamos a pasar. Para colmo, detrás de mí un matrimonio joven lleva encima a un niño que me martiriza pegando patadas en mi asiento. Aguanto: Roma bien merece un mucho de sudor y unas cuantas coces en la espalda.
Lo único bueno del asunto del autobús es que, al menos, pasamos cerca del EUR, el barrio proyectado por Mussolini para la Exposición Universal de 1942, un magnífico catálogo de arquitectura glacial y racionalista. Y yo, que quería ser Mónica Vitti paseando por sus calles en 'El Eclipse' de Antonioni, me veo reducida a una tipa sudorosa que ve el palacio de la Civilización Italiana y la basílica de los Santos Pedro y Pablo desde lejos. Y el crío sigue dándome patadas.
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El autobús para en el Coliseo. No entramos, todos lo hemos visitado alguna vez, y nos urge llegar hasta el Palazzo Massimo. De nuevo, mi gozo en un pozo. Y más profundo, esta vez: hoy está cerrado. Nos quedamos sin ver los frescos de la Casa de Livia. Los dioses me están gastando bromas muy pesadas. O quizás esa es la forma que tiene Roma de hacer frente a las invasiones bárbaras, a las hordas de turistas que, sin pudor alguno, la mancillamos cada día.
Quiero ir andando hasta el Trastevere, pero el calor es infernal. Cogemos un taxi. Le pregunto al conductor si es muy difícil llegar hasta San Pietro in Montorio, que está en lo alto de la colina del Gianicolo. «Non sono le Dolomiti, signora», me dice el cachondo. Cómo no voy a amar Roma y sus taxistas chulánganos. Aunque, posiblemente, la única forma de amarla consista en no ser romana: sus habitantes se quejan constantemente de la basura, de los árboles sin podar, del tráfico infernal y de la lentitud de la burocracia. Pero me parece un precio muy bajo a pagar por vivir aquí.
Visitamos Santa María in Trastevere, damos un paseo, hacemos fotos, muchas fotos: las fachadas en amarillo terroso y en naranja albaricoque, las trattorias con los manteles de cuadros y las hiedras que trepan por las paredes reivindican su espacio en la memoria del móvil. Deambulando, encontramos una tienda de suvenires. Buscamos una camiseta para el heredero, pero no una camiseta mona, sino la camiseta hortera clásica, la que lleva la leyenda 'I love Roma' con un corazón rojo en lugar de la palabra 'love'. Qué quieren, el muchacho es multicutural y transversal, que lo mismo luce una camiseta de Maison Margiela que de propaganda de Calzados Hermanos Tacónez. Al fin encontramos la prenda. Y, entre tantos recuerdos tontos para turistas, compruebo con alivio que se sigue publicando el calendario de los curas buenorros.
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Aunque la subida al Gianicolo no sea como escalar los Dolomitas, pillamos un taxi. «¿Lazio o Roma?», le pregunta mi santo al taxista. «De la Roma, por supuesto. La Lazio no existe», sentencia. Empiezo a desarrollar una parafilia hacia los taxistas romanos y vacilones y, en la misma medida, una fobia hacia el calendario de visitas italiano: el acceso al templete de San Pietro in Montorio también está cerrado, y solo acierto a fotografiarlo entre las rejas. Lo único que nos ofrece el Gianicolo es una panorámica hermosísima, algo que es mucho, pero no suficiente. Hoy Roma se ha comportado como una amante despechada que me hace sufrir por no haberla visitado en varios años. Y sirve la venganza caliente, muy caliente: nunca he sudado tanto.
El taxista nos deja en San Pedro. No llegamos a entrar en los Museos Vaticanos; tan solo nos da tiempo a sentarnos entre las imponentes columnas de Bernini a descansar un rato. Vemos monjas con el hábito de la congregación de Santa Teresa de Calcuta, curas jóvenes en bicicleta y grupos de turistas que se refugian bajo la primera sombra que encuentran. Sí, Roma está intratable: al regresar al barco, lo que más se oye es «Si llego a saber el calor que iba a pasar, no bajo». Pero tener esta ciudad a tiro de autobús y no visitarla es como encontrarte a Michael Fassbender en la cama y rechazarle porque no quieres sudar. No sabemos vivir fuera de la burbuja de las piscinas y del aire acondicionado. Acabaremos extinguiéndonos como especie mientras Roma sigue ahí, bellísima y vengativa.
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