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William Buckland, que vivió de 1784 a 1856, fue pionero de la paleontología, profesor de geología en la Universidad de Oxford y deán de Westminster, pero también se le recuerda como uno de los grandes excéntricos del Reino Unido, que ya es decir. Sus clases, impartidas con un cráneo de hiena en la mano, solían causar un impacto duradero en sus alumnos, pero lo más singular de aquel hombre era su obsesión por probar la carne de todos los animales del mundo, como aplicación práctica de su tesis de que «el estómago» rige el funcionamiento del mundo. Su afán le llevó a descubrir delicias como los ratones sobre pan tostado, una de sus recetas favoritas, pero también le hizo probar algunas especies que le parecieron detestables: odió especialmente la carne de topo, aunque todavía experimentó un desagrado mayor al masticar y tragarse unas cuantas moscas azules. La dieta en la casa familiar (una caótica mezcla de zoológico y museo de historia natural, con decenas de animales, cientos de fósiles y una mesa incrustada de excrementos de dinosaurio) incluía especialidades como el pastel de ardilla, el erizo, la lengua de caballo, el cocodrilo, la tortuga, el avestruz o el oso.
De Buckland han sobrevivido un par de anécdotas que demuestran que no le hacía ascos a nada. Durante su visita a un templo italiano, un sacerdote le explicó que el suelo estaba pegajoso debido al flujo milagroso de la sangre de los mártires. Nuestro hombre, científico al fin y al cabo, se arrodilló, pasó la lengua por la piedra y llegó a la conclusión de que la humedad era probablemente orina de murciélago. En otra ocasión, invitado a cenar en una mansión aristocrática, le mostraron una preciada reliquia: un fragmento del corazón momificado del rey francés Luis XIV. A posteriori resulta sencillo darse cuenta de que fue muy imprudente dejar aquel pedazo de carne al alcance de un hombre tan voraz: cuentan que Buckland observó brevemente el trocito de corazón, del tamaño de una nuez, y se lo zampó en un abrir y cerrar de ojos, como quien tapea. «Había comido muchas cosas raras, pero nunca el corazón de un rey», se congratuló.
El aventurado apetito de William Buckland instauró algo así como una tradición familiar, ya que su hijo Francis (1826-1880) se convirtió en otro insaciable catador de especies. También él fue científico: se especializó en zoología y cirugía y fue uno de los fundadores de la sociedad británica de aclimatación, que buscaba incorporar nuevas plantas y animales que pudiesen cubrir las necesidades alimentarias de Gran Bretaña, desde el capibara hasta el pepino de mar. Así que lo suyo combinaba afición e interés profesional: en su casa se comió trompa de elefante (hervida durante varios días), cola de canguro, pastel de rinoceronte, cabeza de marsopa, cuello de jirafa (después de que dos ejemplares muriesen en el incendio de un zoo), filetes de bisonte y estofado de topo, un plato que seguramente su padre habría desaprobado. A Francis Buckland no le gustaban nada las tijeretas, «horriblemente amargas», pero apreciaba mucho la boa («sabe a ternera») y los ratones de campo asados («espléndido pinchito»).
De niño, Francis mostró una asombrosa precocidad en la identificación de restos fósiles («vértebras de ictiosaurio», aseguran que dijo a los 4 años) y de adulto se reveló como un amenísimo divulgador científico, que convivía con un oso, un mono, un chacal, un águila y otras mascotas. Igual que su padre, también Francis protagonizó una anécdota que suele servir de guinda a sus perfiles. En una ocasión, se enteró de que había muerto una pantera en el zoológico de Surrey y le pidió a su director, buen amigo suyo, que por favor le mandase unas chuletas. «Llevaba un par de días enterrada, pero les dije que la exhumasen y me las enviaran –detalló después–. No estaba muy buena».
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