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CARLOS BENITO
Lunes, 27 de septiembre 2021, 00:07
Los reptiles y los anfibios siempre nos parecen envueltos en cierto misterio, como encerrados en su distante frialdad. Solemos saber poco de ellos, de sus anatomías y de sus costumbres, y entre esos conocimientos se nos cuela a menudo alguna de las numerosas leyendas que circulan sobre ellos. Muchas de estas ideas peregrinas se deben simplemente a la incultura y sus interpretaciones erróneas, aunque también las hay que se remontan a los naturalistas de la antigüedad, hombres sabios que hacían lo que podían con la ciencia de su época.
Eso sí, todos estos mitos y habladurías suelen tener un rasgo en común: son negativos, presentan a estos animales como criaturas maléficas, traicioneras o peligrosas. ¿Por qué? «En la cultura occidental, ha influido mucho la Iglesia. Un buen día, consideró que el demonio tenía que representarse de alguna manera y decidió hacerlo con una serpiente. Pero hay pueblos indígenas norteamericanos que consideran que algunas serpientes dan buena suerte, por ejemplo, y también en la India hay posturas positivas hacia ellas», puntualiza el biólogo Carlos Zaldívar, jefe de Programas de Educación Ambiental del Gobierno de La Rioja y activo divulgador en materia de herpetología.
En el caso del sapo, la mala fama se puede achacar a la conjunción de dos factores, relacionados entre sí: la toxicidad y el vínculo con la hechicería. «El sapo se protege de bacterias y hongos con unas glándulas tóxicas. Defiende su piel con esos fungicidas, que también le sirven para tener mal sabor si es atacado por una culebra u otro animal, y que así lo escupa. Esos tóxicos tienen ciertas propiedades alucinógenas y aquellas mujeres, a las que llaman brujas, las aprovechaban», expone Zaldívar. De ese sustrato ha crecido la convicción, tan extendida, de que escupen veneno y pueden dejarnos ciegos. «No escupen, no podrían hacerlo, porque no tienen un labio adecuado para ello. Lo que sí hacen es, por así decirlo, hacerse pis: cuando coges un sapo, vacía la vejiga y suelta una cantidad de líquido que te sorprende y te puede llevar a soltarlo. Pero es simplemente orina».
Es uno de los animales más malinterpretados que existen, hasta el punto de que incluso se le suele clasificar en la familia equivocada. Por mucho que carezca de patas, no se trata de una culebrita: «Una prueba es que tiene párpados y las culebras no. Es un lagarto y, de hecho, rompe la cola voluntariamente y la regenera». No tiene veneno y es absolutamente inofensivo (o, mejor dicho, beneficioso, porque devora bichillos dañinos para la agricultura), pero eso no lo salva de su cruz: «Si te pica el lución, coge pala y azadón», avisa el refrán.
El dragoncillo de pared también cuenta con un par de dichos de advertencia: «Si te pica la salamanquesa, ya no comes más pan de tu artesa» y «si te pica una salamanquesa, vete a la iglesia». El profesor Alejandro Rueda recogió hace algunos años en La Mancha relatos populares sobre casos de envenenamiento: el de una familia que enfermó porque en su puchero de café había caído una salamanquesa, el del bracero que murió por beber de un botijo que tenía un ejemplar dentro... Pero este pequeño reptil, cada vez más extendido por la Península, carece de veneno y nos hace mucho bien. ¡Hasta la Guardia Civil ha pedido que no las eliminemos! «Ni escupe, ni muerde, ni es venenoso..., ni molesta. Respetemos a uno de los mejores insecticidas ecológicos que hay», dijeron en un tuit.
«Mucha gente confunde a salamanquesa y salamandra, aunque una sea un reptil y la otra, un anfibio. Hay pueblos donde les dan los nombres cambiados», puntualiza Zaldívar. De la salamandra, con un pie en la realidad y otro en la mitología, se ha dicho de todo: que nace del fuego, que tiene la propiedad de apagarlo, que envenena el agua... «Algunas tradiciones se basan en la ignorancia, en la ausencia de ciencia. Y a alguien se le ocurrió que, tirando una salamandra al fuego, las llamas se extinguían. Vamos, que podríamos haber echado salamandras a los incendios de Andalucía, en vez de agua», ironiza el biólogo riojano. Igual que su primo el sapo, la salamandra protege su piel con toxinas y servía como 'ingrediente' a las brujas. «Eso crea un caldo de cultivo para las patrañas. Es imposible que contaminen el agua: ¡tendrían que ser millones para contaminar algo! ¡Y cabrearse para excretar el veneno! ¡Millones de salamandras cabreadas!».
Es la sinuosa reina de los mitos, el animal más condicionado por nuestra tradición cultural, pero su imagen diabólica llega a extremos grotescos: una leyenda extendida por buena parte del planeta asegura que las culebras maman de las ubres del ganado y los pechos de las mujeres, incluso introduciendo la cola en la boca del bebé para aplacar su llanto. «Es imposible, porque no tienen los labios para mamar y sí unos dientes muy afilados. Tampoco se comen esas plantas que suelen llamar 'comida de culebras', porque son depredadores», comenta Zaldívar. La leyenda de la culebra lactante, además de estar vinculada a la tradicional iconografía cristiana de la serpiente enroscada en la mujer, probablemente venga de haber encontrado alguna en las cuadras. Pero, desde luego, estaría más interesada en los ratoncillos que en la leche.
Quizá el mito más desconcertante de todos sea el de las víboras con pelo, tanto por lo extendido que está como por el aplomo con el que algunos lo defienden: «¿Cómo van a tener pelos las víboras? Los reptiles tienen escamas, las aves tienen plumas y los mamíferos tienen pelo. Pero mucha gente está convencida de haber visto una víbora peluda», responde Carlos Zaldívar, que también se ha acostumbrado ya a otra leyenda que incumbe directamente a los biólogos: «Todos los años nos acusan de haber lanzado víboras al campo desde helicópteros».
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