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Las diez noticias imprescindibles de Burgos este martes 21 de enero
Playa de Las Negras, en Almería. Rosa Palo
El descubrimiento de lo ignoto...

El descubrimiento de lo ignoto...

Con la casa a cuestas ·

O nuestro primer día en un camping de Las Negras

Lunes, 26 de julio 2021, 00:15

Dice Gloria Steinem que la condición de nómada nos hace libres, especialmente a las mujeres. Pues no será a mí, que el heteropatriarcado familiar me ha relegado a un segundo plano: mi santo conduce la autocaravana, el heredero decide ir de copiloto y yo acabo montada en el asiento de atrás. Mejor, así puedo mirar por la ventana y concentrarme en el paisaje del parque natural de Cabo de Gata-Níjar, una tierra árida, parda y ceniza tapizada de palmitos y matorrales que se extienden hasta el mar. Una belleza subdesértica, desnuda a pleno sol.

Pasamos por Campohermoso antes de llegar a Las Negras. Las vallas publicitarias que hay a la entrada de cada una de las localidades ya determinan si la tierra es para quien la trabaja o para quien la vende en parcelas urbanizables, si está dedicada a la agricultura o al turismo: en la primera te reciben anuncios de abonos y semillas para hortalizas, en la segunda son las inmobiliarias las que te dan la bienvenida a través de la imagen descolorida de dos vendedoras sonrientes que dicen que te van a acompañar en la compra de una vivienda. Y sí, claro que nos gustaría comprar una de esas casas que nos vamos encontrando por el camino, uno de esos cubos blancos de distintos tamaños que encajan como piezas de un juego de tetris. Pero, a pesar de que mis adorables vecinos crean que soy millonaria desde que me han visto con la autocaravana, la cosa no da para tanto. Ojalá.

A última hora de la tarde llegamos a nuestro primer camping como quien llega a un país ignoto, y le hacemos preguntas tan tontas a la recepcionista que tenemos que justificar nuestra bisoñez con un «es que somos novatos». Buscamos nuestra parcela, descargamos la mesa, las sillas, las bicis, enchufamos la electricidad, abrimos el gas. Cogemos las bicis para dar una vuelta de reconocimiento por el camping. Hay parcelas que protegen su intimidad a base de tenderetes hechos con toallas y pareos; otras, en cambio, están abiertas a los ojos de los mirones, a nuestros ojos, que observamos con detenimiento los distintos tipos de tiendas de campaña: diminutas como un hotel cápsula japonés, enormes como un palacete decimonónico. Mientras, el olor a crema hidratante de los que acaban de ducharse al volver de la playa se mezcla con el de las tortillas a la francesa que cenarán los niños hambrientos tras un día de piscina, ping-pong y carreras entre los árboles.

Tenderete con ropa en el camping. Rosa Palo

¿Y ahora? Son las ocho y media y no tenemos absolutamente nada que hacer. Lo único que se nos ocurre es sentarnos a la fresca en nuestras sillitas plegables, tomarnos un sándwich y ponernos a charlar. Sin tele, sin iPad, sin móvil de por medio. Solo hablar. De repente nos hemos convertido en un grupo de vecinas que sacan sus sillas de enea a la puerta de su casa al caer la tarde. Y, también de repente, acabamos de descubrir que el ritmo del camping es otro.

Al día siguiente nos encontramos con Mar y Ana. Están cerca, en Vera, y han venido para hacernos más llevadero nuestro primer día como campistas primerizos. «El año que viene te mandan a recorrer España montada en el burro-taxi de Mijas», me dicen. A pesar de esos comentarios, las recibo en La Temblorosa mejor que el embajador a Isabel Preysler, que ser una buena anfitriona no depende de los metros cuadrados.

«Nos hemos convertido en un grupo de vecinas que sacan las sillas a la puerta de su casa al caer la tarde»

Bajamos al pueblo a comer. Las Negras es territorio conocido: acostumbramos a venir en febrero, cuando este lugar es el refugio de gente que empezó por escaparse un fin de semana y acabó escapando de su vida entera. Aquí nos hemos encontrado con tipos que han dejado atrás hijos, trabajos de publicista y chalets adosados para cambiarlos por un perro, unos euros como extras cuando se rueda alguna película cerca y una cueva. Vaya. Precisamente en una cueva situada en lo alto de un cerro acabé yo una noche en la que asistí a una ceremonia místico-etílica oficiada por un chamán alemán que cantaba bluegrass y al que le faltaban más dientes que al Cuñao. Tal cual. Y no diré más así me electrocute Conchita con los cables del polígrafo. Lo que pasa en Las Negras se queda en Las Negras.

El pueblo de Las Negras. Rosa Palo

En julio, en cambio, los hippies parecen diluirse entre la marea de veraneantes: chicas de bikinis mínimos, aspirantes a tronistas de camisetas reventonas y jovenzuelos de manga sisa. Haberlos, haylos, claro, pero casi todos los hippies se concentran en la Cala de San Pedro, territorio donde se asentaron hace unos cuarenta años y al que solo se puede acceder después de una larguísima caminata por el monte (algo a lo que no estamos dispuestos) o cruzando en una barca (que tampoco). En cualquier caso, ir a ver hippies como quien va a un zoológico a observar a los lémures me resulta un tanto extraño.

Volvemos a La Temblorosa. De noche, hay silencio en el camping. Aquí tienen su propio toque de queda sin necesidad del aval de la justicia. Antes de acostarnos nos acercamos hasta la Cala del Cuervo, que está a unos pocos metros de distancia. Bajo un cielo lleno de estrellas, grupos de chavales sentados en la arena alrededor de una guitarra cantan canciones de flamenquito buenrollista, de amor, paz y hermandad entre los pueblos. Son las nuevas canciones de misa. Ya no se huele a tortilla a la francesa, sino a marihuana. Qué pena que me sienten tan mal los porros.

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