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La especie humana lleva miles y miles de años conviviendo estrechamente con la canina, e incontables personas concretas han pasado su vida entera en compañía de perros, pero aun así hay rasgos de su comportamiento que nos siguen pareciendo misteriosos y sorprendentes. A veces nos maravillan las cosas que hacen –tanto los nuestros, en sus cotidianos afanes perrunos, como los ajenos, esos ejemplares sobresalientes que detectan el cáncer o guían a los ciegos– y nos encantaría meternos un ratito en su cabeza para entender mejor cómo perciben y entienden el entorno, en qué cosas su mundo es como el nuestro y en cuáles adquiere una consistencia diferente.
«Hay una palabra muy interesante, Umwelt, un concepto de principios del siglo pasado que se refiere a que cada especie animal vive en su propio mundo sensorial. El Umwelt de los perros es radicalmente diferente al nuestro y, si no lo entendemos, nos resultará imposible comprender su comportamiento», resume Tomàs Camps, especialista en etología (es decir, el estudio de la conducta animal) y director del centro mallorquín Etovets. Todos sabemos que la jerarquía de los sentidos no es la misma para los humanos y los perros: nosotros somos eminentemente visuales mientras que en ellos predomina el olfato. Lo que no tenemos siempre tan claro es hasta qué punto esa diferencia no es solo una cuestión cuantitativa, sino que supone un giro radical en lo que podríamos llamar la 'concepción' del mundo.
«Al igual que los humanos nos creamos un mapa visual en nuestro cerebro de lo que vemos, ellos lo hacen con olores y de forma mucho más precisa», apunta José Antonio Ramos, adiestrador canino y administrador de la web especializada SoyUnPerro. Lo primero que nos impresiona del olfato canino es, evidentemente, su capacidad para captar detalles que a nosotros se nos escapan: «La cantidad de receptores en su mucosa olfativa es muy superior a la nuestra y la zona cerebral destinada al olfato es mucho más amplia –desarrolla Camps–. Por ejemplo, ellos son más discriminativos: si una persona huele a sudor y se aplica mucho desodorante, otra persona olerá la alta concentración de ese producto y se saturará, sin llegar a percibir el sudor, pero saturar con desodorante a un perro es imposible y él olerá las dos cosas. Por eso es tan difícil enmascarar, por ejemplo, el olor de una sustancia estupefaciente». La trufa del perro es un sofisticado diseño que, en combinación con su cerebro, es capaz de proezas que nos parecen inconcebibles: los ejemplares adiestrados para detectar explosivos pueden percibir un picogramo (es decir, la billonésima parte de un gramo) de TNT, y hay historias como la del perro policía que encontró marihuana que estaba sumergida en gasolina y dentro de un tanque de gas. Cualquier día podemos contemplar un prodigio del que a veces no somos conscientes: cuando un perro se pone a seguir el rastro de una persona, le basta un par de segundos (el equivalente a cinco huellas consecutivas) para saber en cuál de los dos sentidos se desplazaba. «Están comparando la diferencia en la concentración del olor que ha dejado esa persona, a lo mejor hace días, en unos pocos pasos», resume Camps.
Los perros, además, están entre las especies que disponen de órgano vomeronasal o de Jacobson (nosotros también lo tenemos, pero de forma vestigial), una estructura en contacto directo con el cerebro que complementa el olfato 'convencional'. «Les sirve para oler las feromonas, que transmiten información entre los individuos de la misma especie: no solo de tipo sexual, que es de lo que se suele hablar, sino que por ejemplo les permiten saber si otro perro ha estado en un sitio y lo ha pasado mal allí. Nosotros no nos lo ponemos ni imaginar. Cuando parece que chupan un pipí, están recogiendo información a través de este órgano», comenta Camps.
Eso nos introduce de lleno en la dimensión cualitativa, en cómo el olfato de un perro llega a integrar el pasado (quiénes han pasado por aquí), el futuro (quién va a aparecer pronto por la puerta) y conceptos abstractos como el estado de ánimo. La investigadora Alexandra Horowitz, autora de varios libros superventas sobre comportamiento canino, lo resume en este párrafo impresionante: «El perro sabe el tiempo que va a hacer, cómo huele la primera hora de la tarde y si tú estás enfermo o descontento. Cada inhalación está llena de información. Acarrea los olores de personas que han pasado por allí hace poco, dejando una estela de huellas olfativas. Recoge las notas de polen y de plantas que trae la brisa. Cada inspiración captura los rastros de animales que han caminado, han corrido, se han asustado, han comido o han muerto cerca. Atrapa la carga eléctrica y las moléculas húmedas de tormentas lejanas», desmenuza, además de explicar cómo una bella rosa es en principio irrelevante para un perro «a menos que haya sido orinada por otro perro, pisada por otro animal o manipulada por el dueño del perro: entonces sí adquiere un interés vívido y se vuelve más significativa para el perro que cualquier rosa bien presentada lo es para nosotros».
¿Y qué hay de la vista de los perros? «Es radicalmente diferente a la nuestra. Son muchísimo más sensibles a la luz pero, por la distribución de conos y bastones, perciben el color peor. Nosotros tenemos más nitidez visual pero menos sensibilidad: vemos mejor, pero necesitamos luz para ello. Los seres humanos somos tricrómicos (el clásico rojo, verde y azul), pero ellos aprecian dos colores, no ven el rojo. No es cierto que vean en blanco y negro», corrige Camps el error popular. Y José Antonio Ramos suma otras dos diferencias: «Su campo de visión es muy superior al de un humano y, además, tienen muchos más reflejos, por lo que pueden detectar cualquier movimiento mejor que nosotros». Hay un momento en el que la vista adquiere particular relevancia: cuando un perro se encuentra con otro, además de la habitual coreografía de olisqueos (que, tal como explica el adiestrador, puede demostrarles que ya se conocían aunque no se hubiesen encontrado nunca, por haber olfateado la orina del otro), también se produce un intercambio fundamental de información a través de las posturas: «La posición de las orejas y la cola, si le mira fijamente o no, si le gruñe... Los perros ven de forma natural si el otro es amigo, si muestra señales de calma o si puede convertirse en un problema», detalla Ramos.
Y ahí Tomàs Camps añade un detalle relevante: «Hay razas que, por nuestro capricho, no pueden expresarse. Por ejemplo, un bulldog francés. Al final, todo depende de las orejas levantadas o caídas, de la cola, de las piernas estiradas o no, y el pobre bulldog no puede hacer nada de eso. Socialmente es un problemón para ellos, porque muchos conflictos se evitan a través de la comunicación. Y luego está la gracieta de la gente que corta las orejas o la cola a su perro por estética, algo que por suerte se prohibió en España». Ese maltrato gratuito a nuestros compañeros de miles de años demuestra que, a nosotros, tampoco hay quien nos acabe de entender.
¿Y qué hay de nosotros? Al olfatearnos cuando volvemos a casa, nuestros perros extraen un montón de información sobre los lugares donde hemos estado (y con qué perros nos hemos relacionado), lo que hemos comido y nuestras funciones fisiológicas y estado de ánimo. Quizá no seamos otra cosa para ellos que ese complejo ramillete de aromas, ¿no? Tomàs Camps lo niega de manera tajante:«Hemos evolucionado conjuntamente. A diferencia de lo que se pensaba, hoy se cree que el primer paso para domesticar al perro no lo dimos nosotros, sino el lobo, que se acercó a las personas. Llevamos 25.000 o 30.000 años juntos y ellos, sin necesidad de que les enseñemos, son ya capaces de atender a nuestras señales sociales: saben lo que les queremos decir sin necesidad de tener que enseñárselo, algo que no hacen los chimpancés, tan cercanos a nosotros. Qué va, para ellos no somos solo un cúmulo de olores y posturas, sino mucho más: nos expresan de manera espontánea comportamientos sociales que se expresan entre ellos». Esa intimidad compartida a lo largo de incontables generaciones, por cierto, también ha tenido su contrapartida negativa para los perros:«Han perdido capacidades por culpa de todo esto –aclara el director de Etovets–. A los perros los dirigía el ser humano y eso ha reducido su capacidad para orientarse y para resolver problemas espaciales, que es mucho peor que la de los lobos».
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Rocío Mendoza, Rocío Mendoza | Madrid, Álex Sánchez y Virginia Carrasco
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