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Es probable que en este texto acabe colándose alguna errata. Ocurre muchas veces: uno lee y relee, comprueba y recomprueba, pero solo atina a ver el error cuando la pieza ya está publicada y la metedura de pata se ha vuelto irreparable. Y no hablemos ya de los mensajes de móvil o de los tuits, tan breves que uno no logra entender cómo pueden ser tan propensos al desliz. Pero mejor no nos agobiemos más de la cuenta, porque quizá la culpa no sea nuestra y, simplemente, ande por ahí cerca Tutivillus haciendo de las suyas. Sí, sí, Tutivillus, un demonio citado por primera vez en el siglo XIII que preocupaba mucho a los amanuenses de los monasterios pero que, con el paso del tiempo, se acabó convirtiendo en una especie de bendición para ellos, ya que la intervención maléfica de un diablillo siempre podía servir de excusa para quien había cometido algún error. «Otras artes tienen sus santos patronos, pero solo los calígrafos pueden presumir de tener un demonio patrón», planteó el escritor e ilustrador estadounidense Marc Drogin en su estudio histórico de la caligrafía medieval.
«Demonio de los errores en las palabras, Tutivillus parece haber hecho honor a su rol confundiendo a los autores medievales, de manera que su nombre aparece en los textos con decenas de variantes y aliteraciones», comenta Julio G. Montañés en 'Tutivillus: el demonio de las erratas', el librito que dedicó al personaje. Efectivamente, a nuestro demonio se le suele llamar Tutivillus o Titivillus, con ese baile de vocal tan adecuado a su talante, pero podemos encontrar fórmulas mucho más imaginativas, como Tytinillus, Titulinus, Titufullus, Tutivill y hasta Titivitilarius. En principio, su tarea no tenía nada que ver con los escribas, porque el que tenía que darle a la pluma era él: sus jefes infernales le habían comisionado para anotar en un pergamino las palabras y sílabas que se saltaban los clérigos en sus cánticos y oraciones, y tenerlas así archivadas como prueba contra ellos en el momento del Juicio Final. «Pronto –detalla Montañés– Tutivillus amplió sus funciones, encargándose también de anotar los chismorreos de los fieles en los templos». La misoginia medieval centraba esa misión en las mujeres, con imágenes en las que dos feligresas aparecían acompañadas por un demonio que las incitaba a cotillear y desatender la misa.
Con eso, a Tutivillus no le faltaba trabajo, pero su figura se reevaluó en el siglo XIX, cuando se le empezó a atribuir de manera generalizada una función que no aparece en las referencias medievales: no solo documentaba los fallos que cometían los monjes durante la laboriosa copia de manuscritos, sino que él mismo se ocupaba de distraerles para que se equivocaran e incluso les sugería versiones erróneas de lo que debían escribir. De ese sabotaje en el 'scriptorium' procede su condición de 'patrón de los escribas', que lleva a muchos calígrafos a dedicarle sus trabajos y propicia que su nombre designe múltiples iniciativas: desde la revista 'Titivillus', sobre el libro antiguo, hasta las camisetas Tutivillus y sus diseños de «controversia lingüística».
La imprenta no supuso un descanso para Tutivillus, al que cada avance tecnológico parece alejarlo más de la merecida jubilación. Marc Drogin cita ejemplos clásicos como la edición de 'Anatomía de la misa' de 1561, tan desastrosa que hubo que añadir a sus 172 páginas otras 15 de fe de erratas, y en la actualidad seguimos topándonos con su huella en las novedades editoriales, por mucho que hayan pasado por mil manos y mil ojos. Hoy, cuando nuestra impaciencia nos lleva a teclear mensajes apresurados con palabras incompletas y enviarlos sin repasar, uno se imagina a Tutivillus sobrepasado por el curro de llevar la cuenta de nuestros errores. Eso sí, al menos ha visto cómo parte de su tarea se mecanizaba: ya no hace falta que nos sugiera disparates, porque para eso tenemos al corrector de textos.
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