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Mark Twain en su adorada cama. Biblioteca del Congreso de EE UU.
En la cama con Mark Twain y otros escritores 'horizontales'

En la cama con Mark Twain y otros escritores 'horizontales'

¿Sabías que...? ·

Unos lo llevaban hasta extremos más exagerados que otros, pero en la historia de la literatura abundan los autores con un desmedido apego por las sábanas

Domingo, 6 de septiembre 2020, 00:08

El rey de los encamados

Millones de personas tienen la costumbre de leer en la cama. Escribir acostado resulta más lioso, menos práctico, pero no son pocos los autores que han preferido desarrollar su tarea en posición yacente. Algunos incluso han llevado más lejos esa tendencia natural suya: el uruguayo Juan Carlos Onetti es el caso más conocido de escritor encamado, tumbado, horizontal. Cuenta el mito que, en sus últimos doce años, prácticamente no se levantaba de la cama, entregado a las tareas sagradas de fumar, beber whisky, leer y escribir. O, a veces, simplemente dictar, porque de madrugada solía recurrir a su sacrificada esposa, Dolly Muhr, para que le anotara las ideas que le venían a la cabeza. Dicen también que, para trabajar, se apoyaba sobre el codo derecho, que con el tiempo se le fue deformando, y algunos incluso aseguran que en su cabecera, junto a un mínimo santoral con fotos de Faulkner y Gardel, había un cartel de «se nace cansado y se vive para descansar», aunque también hay amigos suyos que declaran que se está incurriendo en las exageraciones propias de la leyenda. Onetti argumentaba que «todo lo importante» de la vida ocurre sobre un lecho, pero Dolly le quita literatura a su apego por las sábanas y lo achaca fundamentalmente a «la pereza».

La añoranza del claustro materno

Sin llegar a los extremos de Onetti, en las letras hispánicas ya existían precedentes de escritores acostados. Dos casos particularmente ilustres son los de Valle-Inclán y Unamuno, que no sentían ningún apuro por atender a sus visitas desde la cama ni por dejarse retratar en el catre. Valle se levantaba a las nueve, para desayunar, pero luego se volvía a acostar hasta las doce, y también se echaba por la tarde y se retiraba pronto por la noche. Y, por supuesto, escribía en la cama, con un tablero sobre las rodillas, o más bien garabateaba unos renglones indescifrables que después pasaba a limpio su mujer, la actriz Josefina Blanco. Unamuno, por su parte, llegó a diseñarse una especie de doble atril para leer y escribir en la cama, a la que se refirió devotamente en un escrito como «añoranza del limbo del claustro maternal».

Valle-Inclán en la cama. La manta que le cubre las piernas es un retoque fotográfico posterior. Alfonso

En busca del teatrófono perdido

Esa definición de don Miguel se ajusta como un guante al dormitorio de Marcel Proust, forrado de corcho y con las ventanas veladas por celosías, para lograr un aislamiento total. El escritor francés –enfermizo, obsesivo y propenso a la reclusión– escribía «medio reclinado, suspendido a medio camino entre los reinos del sueño y la vigilia, utilizando las rodillas como mesa», según la descripción que traza una de sus biógrafas. Tampoco el día y la noche tenían mucho sentido para él, allá en su cápsula creativa, aunque desde la cama solía escuchar óperas y conciertos a través del teatrófono, un servicio telefónico de pago al que estaba suscrito. Su leal sirvienta y secretaria, Céleste Albaret, aseguraba que jamás le vio escribir una sola palabra de pie o sentado.

Con el cabecero en los pies

«He estado en la cama todo el día, espero estar en la cama todo el día de mañana y continuaré estando en la cama el resto del año. No hay nada tan reparador, nada tan cómodo», afirmó en una ocasión Mark Twain, otro escritor amigo de que le fotografiasen felizmente en la piltra. Allí era donde escribía: «Me siento con una pipa en la boca y un tablero en las rodillas y garabateo algo. Pensar es un trabajo fácil y mover los dedos tampoco requiere mucho esfuerzo», explicaba. Eso sí, su cama no era cualquier cosa: se trataba (y se trata, porque sigue en su casa-museo) de un mueble colosal e imponente, comprado en 1878 en Venecia y con un cabecero de nogal adornado con ninfas, cupidos y serafines. La talla era tan preciosa que el creador de Tom Sawyer dormía al revés, con la cabeza donde deberían haber estado los pies, para contemplar al despertarse ese cielo privado de madera.

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