Adelante, presidente
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Aquella tarde lo conocí por completo. Era un idiota y brillaba. Puedo confirmarlo hoy: es un idiota que brillapablo zarracina
Martes, 17 de agosto 2021, 00:33
En la azotea del hospital el piloto sollozaba. «Merece morir», repetía. Qué asco de tipo. Camino del helicóptero, ni siquiera le he mirado. «Vaya que si lo merece», he concedido en la escalerilla. No hablábamos de la misma persona.
El vuelo será breve. Tengo una ... pantalla con las emisiones televisivas del país. Todas las cadenas están en directo. Se repiten dos escenas. Una es la secuencia del ataque: el tipo saliendo de la nada con el palo de selfi. La otra es la vigilia en el Estadio Olímpico: miles de personas abrazadas, rezando, agitando banderas del PAF, coreando como una hinchada fúnebre un eslogan hecho plegaria: «Adelante, presidente».
Todo es obra mía. El estadio, las olimpiadas, el PAF, el presidente. La emoción. No en ese orden. ¿Por dónde empezar? «Ese niño es de tu edad», me dijo mi madre. «Juega con él». Aquella tarde lo conocí por completo. Era un idiota y brillaba. Puedo confirmarlo hoy: es un idiota que brilla. Sigo sin saber por qué.
Él, en cambio, piensa que yo soy un secundario tipo. «Todo Quijote necesita un escudero, un hermano…», improvisó en el discurso del Nobel. Y me miró, el muy imbécil. Así que yo fingí emocionarme. Y lo anoté en la lista de agravios: «Te ha llamado Sancho Panza, enano, gordo, quizá también paleto, delante del rey de Suecia».
Justo en Estocolmo se me ocurrió lo del instagramer. Qué cierre para los biógrafos presidenciales. Lástima que no tengan acceso a mi cerebro. De hacerlo, podrían relacionar el discurso del Nobel con aquel otro en la asamblea de la Unión Fraterna. Eramos muy jóvenes. Yo tenía ideales y aún algo de pelo. Odiábamos al oficialismo. Beatriz mencionó lo del pelo en los pasillos de la asamblea, cuando me confesó que le prefería a él, que en realidad estaba loca por él.
No me lo tomé bien. Apenas pude defender mi candidatura. Me puse rojo, temblé, balbuceé. Uno de esos columnistas escribió que mi discurso fue indistinguible de un ictus. Arrasó el oficialismo. Y él me abrazó. «Te dije que me dejases presentarme», me dijo. «Pero en la vida no se pierde, hermano: en la vida se aprende».
Entonces supe que iba a matarlo. ¿Qué otra cosa podía hacer? Pero supe también que no arruinaría mi vida. Y allí mismo -fue un instante productivo- entendí que existe el crimen perfecto y que su coartada es la historia. Lo que pasó después está en los libros de historia. Esa noche dejamos la UF y creamos el PAF. Menudo nombre. Partido de Acción Fraterna.
Cinco años después, gobernábamos el país. «¡Adelante, patria!», gritó en el discurso, también histórico, de la noche electoral. «¡Adelante, presidente!», le contestó la multitud. El dinero para aquella campaña, una fortuna invertida en sobornos y megafonía, se lo saqué a los clanes del narcotráfico. Dejé claro que lo hacía en nombre del presidente y pronto dejé claro que no devolveríamos un céntimo. Pensé que bastaría. Pero no. El modo en que la deuda se transformó en el Plan Hipócrates, la legalización de las drogas y la transformación de los clanes en cooperativas ejemplares aún no me lo explico. Ese misterio se ha convertido en mi vida. Y en el motor del país: yo tomo la decisión más peligrosa y él logra revertir por casualidad el riesgo al que le expongo, sin detectar lo que ocurre, consiguiendo que su estupidez parezca audacia y aumentando su leyenda con otro éxito inesperado.
Dos minutos para aterrizar en el Estadio Olímpico. Podría subir a ese escenario lleno de autoridades y farsantes y decirle al pueblo la verdad, contarle que yo, Sancho Panza, llevo años intentando acabar con el presidente, que para ello he impuesto las políticas más arriesgadas, he alimentado cada radicalismo y cada conflicto, he hurgado en cada herida nacional y en cada tensión internacional… Y así, pueblo ridículo, he construido al gigante absurdo al que hoy veláis.
También podría confesar que me fastidia que haya salido bien un plan menor. Apenas una idea apresurada en torno a ese famoso youtuber, qué tipo grotesco, con su gorra, tan millonario, poniendo caras. Una estatua, se me ocurrió. Youtuber nacional. «¡Los jóvenes van a adorarte!», le dije al presidente. «Está enfrentado con una facción del Instagram animalista por su apología del consumo cárnico: hamburguesas principalmente», advirtió Inteligencia. «¿Vosotros tenéis doce años?», zanjé yo.
Sin más iluminación que la de las velas, el Estadio Olímpico parece desde aquí arriba la tarta de cumpleaños de un difunto. Me fijo en la pantalla una vez más. Qué mágica coreografía: el tipo sale de la nada, el palo de selfi se eleva, el golpe cae como una descarga eléctrica, la cabeza del presidente se encoge, el presidente se desploma, los de seguridad saltan, el tipo grita, su teléfono vuela.
Y ahora descubro que no es suficiente. Quizá porque el niño con el que jugué aquella tarde sigue en algún lugar. O quizá porque necesito la venganza como otros necesitáis el oxígeno. Un instagramer animalista, en fin. Es bueno que los jóvenes tengan ideales. Pido que me pongan con la primera dama. Debe saber antes que la nación que el presidente ha muerto en el hospital. Y que lo que necesitamos ahora no es una sucesión partidista, sino una emocional. «Adelante», voy a decirle a Beatriz, probablemente entre lágrimas, asegurándole que él lo querría así y que yo voy a guiarla en cada paso. «Siempre adelante».
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