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El ideal sostenible de la movilidad actual es el de un coche eléctrico que se carga con energía renovable. El de un conductor capaz de conectar la batería de su vehículo a placas solares instaladas en su lugar de residencia durante el día es también el caso de uso en el que un automóvil eléctrico resulta más rentable económicamente. Y es evidente que la popularización de estos coches reduciría la contaminación atmosférica en las ciudades, ya que no emiten gases como los motores de combustión.
En China, el país con el mayor número de vehiculos electrificados del mundo, un estudio publicado por la revista Nature ha calculado que reducen de media un 9,47% las emisiones de CO2, lo cual se traduce entre 8,72 y 85,71 kilos de ese gas menos al mes por cada unidad en circulación. Desde ese punto de vista, solo el hidrógeno verde podría ser una alternativa más idónea para el transporte de carretera, que aporta un 11,9% de las emisiones globales, pero su desarrollo aún está en pañales.
No obstante, detrás de esta fachada de sostenibilidad se esconde una realidad muy diferente. Porque, si bien es indiscutible que conducir un vehículo eléctrico resulta mucho menos contaminante que otro de combustión, su fabricación y reciclaje no lo son. De hecho, la mera extracción de materias primas clave en el coche eléctrico, como el litio de las baterías o las tierras raras que se utilizan en diferentes componentes, incluido el motor, es muy contaminante.
Y lo mismo se puede decir de los elementos que impulsan las energías renovables, como los paneles solares o los aerogeneradores, en los que abundan también esas tierras raras. Se trata de un conjunto de 17 elementos químicos de la tabla periódica que se localizan en el tercer grupo y en el periodo horizontal de los lantánidos, y que resultan especialmente cruciales para la transición energética por sus propiedades magnéticas y eléctricas únicas.
2035
es el año en el que la Unión Europea no permitirá que se vendan más vehículos de combustión.
Algunas son abundantes, pero es imposible encontrarlas en el estado puro requerido. Eso obliga a un proceso de minado y de refinado muy dañino para el entorno. Por ejemplo, para extraer un kilo de lutecio, uno de los minerales más escasos, hace falta cribar 200 toneladas de roca. El litio es mucho más abundante, pero para dar con él se utilizan sustancias como ácido sulfúrico o hidróxido de sodio, que penetran en el suelo y contaminan el ecosistema en torno a la mina. Y todo esto no tiene en cuenta las ingentes cantidades de agua y de energía que son necesarias para extraer y purificar estos materiales, a menudo en países poco desarrollados donde tampoco se respetan derechos humanos o laborales.
Según un estudio publicado por Nature, el incremento de la producción de vehículos eléctricos -a menudo dictado por gobiernos e instituciones supranacionales como la Unión Europea, que ha puesto fecha de caducidad, 2035, al motor tradicional- hará que la demanda de litio se multiplique hasta por 40 para 2050. Aunque se experimenta con nuevas fórmulas para producirlo, todo apunta a que, si bien será clave para solucionar un problema, también provocará otros nuevos. Porque, en algunos casos, el impacto medioambiental de la minería de tierras raras supera al del carbón o el petróleo.
El problema es que la contaminación que provoca no se suele tener en cuenta en los estudios que la calculan únicamente en emisiones de CO2, una variable en la que los vehículos eléctricos siguen siendo más limpios, sobre todo si se cargan con renovables y recorren muchos miles de kilómetros a lo largo de su vida útil. Aun así, el MIT calcula que fabricar una batería del Model 3 de Tesla (80 kWh) emite entre 2,4 y 16 toneladas de CO2, dependiendo de dónde y cómo se produzca. Un vehículo de combustión emite de media una tonelada por cada 4.000 kilómetros recorridos.
Según un estudio realizado en el Reino Unido, a lo largo de su vida útil un coche de gasolina emite de media 24 toneladas de CO2 a la atmósfera, de las que 5,6 pertenecen al proceso de fabricación. En el caso de un eléctrico puro, esa contaminación se reduce a 19 toneladas, de las que 8,8 se emiten antes de que se venda. El beneficio parece claro, aunque no tan sustancial como muchos creen, y sería muy inferior en países donde el mix energético de la red depende mucho más de combustibles fósiles. Porque si el coche se carga utilizando electricidad generada por centrales térmicas, las emisiones se disparan.
Además, estos cálculos no tienen en cuenta la última fase por la que pasará cualquier coche eléctrico: el desguace. Y ahí se va a presentar un problema notable, porque se prevé que en 2030 los residuos de baterías de litio alcancen los dos millones de toneladas anuales. Y tendrán que ser reciclados en cantidad muy superior a la actual -un 5% en la UE y Estados Unidos- para evitar que tengan un mayor impacto contaminante en el medio ambiente. Es cierto que pueden aún ser reacondicionadas para sistemas de acumulación de energía, sobre todo en centrales solares y eólicas, pero el 'boom' del coche eléctrico va a plantear un reto mayúsculo, porque la composición de las baterías y la estructura con la que están construidas son muy diferentes y eso dificulta (y encarece) su recuperación.
Josu Jon Imaz
Consejero delegado de Repsol
«No estamos midiendo la huella de CO2. ¿Cuánto se ha emitido en la minería china? ¿Cuánto se ha emitido cuando se ha fabricado esa batería utilizando electricidad con carbón en China?», criticó el consejero delegado de Repsol, Josu Jon Imaz, durante un evento de la petrolera en el que afirmó que «con tecnología y combustibles adecuados, los automóviles de combustión son capaces en todo su ciclo de vida de emitir menos CO2 que ese coche que estamos importando de China».
Por eso, Imaz exige que se calcule la huella de carbono de todos los productos importados en Europa, y que se graven en base a ello para evitar la competencia desleal que sufren los productores locales, debido sobre todo a las regulaciones medioambientales mucho más estrictas del Viejo Continente. De lo contrario, advirtió, Europa se arriesga a crear «una movilidad para ricos» y a poner en riesgo la automoción, uno de sus principales sectores económicos.
Si hay un país que tiene la sartén por el mango en los sectores de la transición energética y del vehículo eléctrico, ese es China. No en vano, fabrica más del 80% de los paneles solares del mundo y en torno al 77% de las baterías de litio. Por si fuese poco, incluso las producidas fuera de sus fronteras dependen del gigante asiático, porque controla el 90% de las tierras raras y refina el 72% del litio, aunque de su territorio solo se extrae el 8%.
Más allá de las materias primas, China cuenta también con un creciente número de marcas líderes a nivel global: desde las baterías de CATL, hasta el principal fabricante de vehículos eléctricos del planeta, BYD. Controla así toda la cadena de valor de estos sectores, desde el mercado de materiales y componentes, hasta el producto final. Y gracias a su economía de escala y potentes subsidios gubernamentales, puede ofrecerlo todo a un precio imbatible.
Por eso, Estados Unidos y la Unión Europea han decidido proteger su industria imponiendo aranceles a los coches eléctricos chinos y a otros productos de la transición energética, como los paneles solares. «Hay una creciente guerra comercial entre los dos bloques», comenta Claudio Feijóo, catedrático Jean Monnet en diplomacia tecnológica y soberanía digital en la Universidad Politécnica de Madrid. «Y el conflicto también es por el control de las materias primas y de la tecnología», señala.
Porque, si bien China cuenta con menos armas comerciales para montar una represalia potente, sí que puede responder restringiendo el acceso de las empresas occidentales a estos elementos clave para las nuevas tecnologías que mueven el mundo.
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Javier Martínez y Leticia Aróstegui
Rocío Mendoza, Rocío Mendoza | Madrid, Álex Sánchez y Virginia Carrasco
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