Diego de la Rubia Castillo es un hombre serio pero afable que se apoya de un bastón para caminar. Sube las escaleras con paso decidido y se ayuda de sus manos para explicar las emociones que la mascarilla no deja ver. El acento delata a ... este sevillano que abandonó Andalucía a sus 70 años tras haber sufrido un accidente cerebrovascular. Desde 2020 vive en Burgos, cerca de su hija Cristina, y es usuario de ADACEBUR, la Asociación de Daño Cerebral de Burgos.
La historia de Diego y el daño cerebral adquirido comienza mucho antes de que este haga acto de presencia en su vida. Su hija Cristina tiene claro que el origen está en la enfermedad de su madre: «Ellos vivían en Sevilla y mi madre cayó enferma, así que mi padre se volcó en su cuidado y se olvidó de él. No se miraba la tensión, se le olvidaban las pastillas... En diciembre de 2018 mi hermana, que vive en Mallorca, y yo, que llevo quince años en Burgos, fuimos a Sevilla y vimos que mi padre estaba lento, así que acordamos que cuando la situación con mi madre mejorase le haríamos un chequeo médico».
La mujer de Diego necesitó una operación y, tras su recuperación, el 19 de enero de 2019, él, mientras se duchaba, perdió la fuerza de las piernas y cayó. «Fue una caída dulce», recuerda. «Salí arrastrándome de la ducha y se lo dije a mi mujer», continúa en su relato de los hechos antes de narrar el vacío. «Yo no me acuerdo de nada», confiesa, aunque ha intentado llenar los huecos de su memoria con el relato de sus hijas. «Me han dicho que me pusieron pañales y yo me los quité en la UVI, pero la verdad es que no me acuerdo de nada», insiste.
Las imágenes firmes llegan a los recuerdos de Diego unos días después, cuando llega a planta y empieza «a reaccionar poquito a poco». «Para mí eso es como un sueño», explica. Desde la ducha hasta su estancia en una cama de planta del hospital todo transcurre entre una niebla que no le deja recordar.
Quien sí recuerda aquellos días es Cristina de la Rubia Ruiz, su hija: «En el hospital estuvo diez días; le hicieron un TAC y vieron que se le había reventado una arteria por subida de tensión. Le pusieron un tratamiento y para casa. Y a mí se me vino el mundo encima. No conoces nada de este mundo, mi madre estaba mala, él en silla de ruedas y con pañales, yo a 700 kilómetros en Burgos y mi hermana en Mallorca. Nuestra única pregunta era '¿cómo hacemos esto?'». Porque, tras el alta hospitalaria, llegaron el abismo del miedo y la incertidumbre al que se enfrentan las familias de las personas con daño cerebral adquirido. No saber qué hacer o dónde acudir son las primeras piedras que encuentran en el camino de la vuelta a casa.
En el caso de Diego, y después de que sus hijas buscaran información, la solución llegó de mano de un hospital privado donde él residía, en Castilleja de la Cuesta, que cuenta con una planta de neuro-rehabilitación, por lo que el primer paso estaba claro: ir hasta allí a buscar más información. «Entramos ciegas y salimos con una bofetada de realidad», confiesa Cristina. «Para mí lo que le había pasado a mi padre era lo más gordo y allí había chicos de 20 años víctimas de accidentes de tráfico. Recuerdo a un chico, Pedro, con unos ojos verdes impresionantes, que con 43 años estaba totalmente rapado con una cicatriz que le recorría la cabeza y que, en silla de ruedas, con la mano que movía, me hizo un gesto con el pulgar hacia arriba sonriendo. Hasta ese momento crees que eres la única a la que le pasan estas cosas», rememora.
También fue impactante para Diego, que recuerda la lección que extrajo de allí. «Aquello es criminal. Había chavales en una cama sin poder moverse. Allí se aprende lo que es un granito de vida». A pesar de que Diego, Guardia Civil jubilado, tenía un seguro privado, no fue tan sencillo poder acceder al tratamiento en el lugar adecuado. Sus hijas tuvieron que pelearse con su compañía para que autorizase la rehabilitación porque, en caso contrario, debía costearlo la familia y el precio era excesivamente caro. A pesar de ello el primer mes salió de los bolsillos de sus hijas.
Cristina tenía claro que su padre necesitaba comenzar el tratamiento cuanto antes y logró que por fin la compañía lo aceptase. 66 días fuera de casa fue uno de los costes para lograrlo, pero su padre fue el claro ejemplo de que era necesario comenzar cuanto antes: salió del hospital en silla de ruedas y en poco tiempo pudo dejarla atrás y cambiarla por un andador. «En marzo-abril usaba el andador y comienza a darse cuenta de que necesita orinar y quitamos los pañales. Llega la pandemia y las clases las sigue haciendo por videollamada, todo muy bien, y en julio fallece mi madre», cuenta Cristina. Este fallecimiento fue un duro golpe para Diego, que asegura que «el año pasado fue horrible», al tiempo que se emociona al recordarla. Y llegó entonces la mudanza a Burgos: «Yo en Sevilla ya no hacía nada: estaba solo».
Cambio de vida
Desde septiembre de 2020 Diego vive en Burgos, solo y totalmente autónomo, aunque va a comer a casa de su hija cada día para mantenerse activo y disfrutar de su nieto. Tras llegar a la ciudad del Cid, Cristina se puso en contacto con ADACEBUR consciente de la importancia que tiene que su padre continúe con su recuperación. «El centro de neuro-rehabilitación de allí me dio varias asociaciones de Burgos y les llamé. Él estuvo de acuerdo y empezamos; se apunta a todo», cuenta feliz su hija.
Aunque Diego matiza que «a todo no». «Bendita la hora que yo me apunté; me ha animado y noto que puedo ducharme y moverme», relata antes de ser interrumpido por su hija contando que también «se sube a una escalera para cambiar una bombilla», lo que suena más a regañina por lo peligroso que a hito logrado. «Le he arreglado el pestillo de la puerta, porque aunque he sido Guardia Civil 45 años me gusta mucho arreglar cosas. Poder volver a hacerlo me da mucho ánimo», asegura.
«Me he levantado esta mañana, me he bebido un zumo, me he hecho mis tostadas con jamón y mi café para desayunar. Hago la cama, después repaso la casa y me siento a ver la tele hasta que me voy a su casa a comer», cuenta Diego. Un relato que confirma Cristina, que añade que él pone lavadoras, tiende la ropa, barre y se encarga de todo. «Quiero hacerlo yo, no que nadie me lo haga», insiste Diego. «En mi casa se cae algo suelo y aunque esté ella me agacho yo a recogerlo», insiste, ya que, como asegura Verónica Cerdá, neuropsicóloga de ADACEBUR, «es un ejemplo de la posibilidad de recuperación prácticamente absoluta».
Saben que seguramente el bastón ya no vaya a «soltarlo», pero los tres tienen claro que lo importante es «recuperar un poco más de fuerza y no perder lo recuperado». Además, es fundamental «estar activo» y contar con un intangible muy importante que ADACEBUR da a sus usuarios, la oportunidad de socializar en un entorno amable. «Yo en casa estoy solo; aunque voy a casa de mi hija y juego con mi nieto no es lo mismo. Aquí hice los primeros amigos en Burgos después de quedarme viudo, porque ella era mi compañía», afirma con la voz quebrada.
Día del Daño Cerebral Adquirido
Diego ha encontrado su lugar en ADACEBUR, hace terapias individuales, actividades grupales, neuroinformática, estimulación cognitiva en grupo y actividades de ocio. El revés que la vida le dio fue grande, la enfermedad y muerte de su mujer, su accidente cerebral y una pandemia mundial que paralizó el mundo. Sin embargo, este 26 de octubre celebrará que, pese al daño cerebral adquirido, sigue vivo y con muchas ganas de vivir.