Rosa Pereda tiene casi 80 años y una risa jovial que se cuela por el teléfono al hablar con ella. Se intuye incluso así su vitalidad y su alegría, las ganas de contarle al mundo que aquí está ella, con paso firme. Al menos todo ... lo firme que los tres ictus que ha sufrido le dejan dar.
Rosa es una de las más de 100 usuarios que Adacebur (Asociación de Daño Cerebral Adquirido de Burgos) atiende, la asociación que se ha convertido en su segunda casa y en una nueva familia. Esa que se elige.
Cuando Rosa sufrió el primero de los ictus en 2010 aún no había cumplido los 70, su marido se encontraba hospitalizado en la UVI y ella no tardó mucho en hacerle compañía. «Se conoce que me dio envidia», rememora divertida con la tranquilidad que da el paso del tiempo. «Esos días fumé muchísimo y creo que todo se me juntó y por eso me dio el ictus. Quedé bastante bien aparentemente, no me afectó mucho aunque sí que me dijeron que la carótida se me había quedado completamente 'seca'», relata.
En 2014 perdió a su marido, aunque ella asegura que de salud se encontró «bien». Sin embargo, el ictus volvió a su vida hasta en dos ocasiones. «El neurólogo del hospital me habló de la asociación para que fuese para allí, me pillaba casi al lado de casa y pensé que ya iría. Sí que me costó mucho, porque yo les decía a mis hijas que a qué iba a ir yo allí con lo mayor que era ya», recuerda. Sin embargo se animó, hizo caso a su neurólogo y se pasó por Adacebur.
Al principio se apuntó pero no asistía con regularidad, hasta que poco a poco le cogió el gusto y ahora afirma ser «una más de la familia». «Hacemos actividades de rehabilitación, me he apuntado a clase de manualidades, que hacemos cosas muy majas, y ahora la bomba ha sido lo de la huerta», exclama emocionada.
«Yo no había visto una huerta en mi vida más que desde el coche y ahora estoy aprendiendo a preparar la tierra para plantar cosas», continúa en su relato.
Porque la vida tras sufrir un daño cerebral adquirido no se detiene. Ya sea por un ictus, un traumatismo o un tumor. Hay tiempo para recuperar las facultades dañadas y para continuar creciendo, independientemente de la edad de cada uno, como bien explica Rosa: «He aprendido cosas que no pensaba en mi vida que aprendería a hacer. ¡He aprendido a hacer morcillas!».
Y es que tras pasar tres ictus y un infarto, Rosa Pereda no deja de reír. Pero no siempre fue así: «Me quedé muy retraída y sin ganas de hablar ni de hacer nada. También ando mejor ahora, llevo mi carrito, pero camino mejor y tengo mucho palique».
A las actividades físicas y de ocio también Rosa le suma las cognitivas, que no solo lleva a cabo en la asociación, sino que las trabaja también en casa. «Al hacer las cosas en la asociación te animas más, porque te apoyan», asegura.
Alguna vez tiene dificultad para encontrar la palabra que necesita, o, como ella dice, «pierde la onda», pero es solo una cuestión de segundos, los suficientes para respirar y darle tiempo a las palabras. Rosa cuenta que durante el confinamiento volvió a sufrir «un pampurrio», de nuevo el corazón, al que fue necesario colocarle un marcapasos, pero este nuevo traspié no le ha borrado ni un ápice de sus ganas de vivir.
Sus hijas bromean con ella por la cantidad de trabajo que ha tenido durante la cuarentena, las actividades se le acumulaban y le preguntaban que si estaba «haciendo un máster». Esta cuarentena también le ha traído cosas que no le gustan, aunque las acepta: «Lo malo es que con esto del confinamiento las fiestas que nos organizábamos, que íbamos a comer por ahí a final de año, no podemos hacerlo».
Rosa quiere animar a todas las personas con daño cerebral adquirido a que se animen a unirse a la asociación. «Yo era de las retraídas que no quería ir. A los nuevos se les nota mucho al principio, supongo que es lo que me pasaría a mí. Solo observan y necesitan más ayuda para expresarse bien y tener ganas de conectar con los demás, eso lo he vivido en mí», pero afirma que merece la pena.
Además, cada vez son personas más jóvenes. «Ay, ay, ay. La presi tiene 50 años y ya hace un montón de años que le ha pasado. La gente joven tiene que cuidarse. Yo no he bebido nunca en mi vida, pero fumar... He estado muchísimos años, aunque mi marido no fumaba. Fue salir con el ictus y ya no volví a fumar un cigarro más», insiste.
Lo que no recuerda es haber sentido nada especial antes de que le pasara. «Esa noche le di muchas vueltas a que mi marido estaba en la UVI y me estuve toda la santa noche fumando. Al ir a levantarme no podía levantarme, hablaba mal, sabía que me estaba pasando algo, pero no que era un ictus, pensaba que era por haber fumado mucho y por la preocupación por mi marido. En el hospital me llevaban en silla de ruedas de la UVI del ictus a la UVI donde estaba mi marido», rememora.
Rosa solo se queja, y poco, porque dice que le cuesta «aprender los nombres» de las personas que conoce.«Se me olvidan enseguida los nombres que me dicen», afirma. Esta es, si acaso, la secuela más molesta para ella. «Al hospital ya iba tocada, porque tuve polio, así que iba cojita. Aunque no te creas, de joven yo me ponía tacones y todo», bromea. Aunque sí reconoce que cuando salió del ingreso tuvo que perder el «miedo a la gente» y lamenta la mala letra que le ha quedado a pesar de que las manos no se le han deformado. «Hay cosas que se me olvidan, pero supongo que a una casi 'ochentona' es normal que se le olviden», dice.
Rosa quiere lanzar un mensaje para todos los que como ella han sufrido daño cereblar adquirido: «Yo también pensaba que cómo sería ir a la asociación, si todos iríamos 'escoñaditos' el ambiente que habría, pero es estupendo, yo voy desde el 2017».
La risa resuena desde el otro lado del teléfono mientras la vida sigue. Porque Rosa y su vitalidad son contagiosas.