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«Mi niño no me come». Esa es una frase que se escucha con asiduidad en la consulta del pediatra. Y no es un problema menor, ni mucho menos. De hecho, más allá de las posibles patologías clínicas que esa situación puede llegar a enmascarar, ... sentarse a la mesa diariamente con un niño mal comedor genera a menudo un tremendo impacto psicológico y social en las familias, hasta el punto que los progenitores sufren de mayor grado de estrés y ansiedad que los de niños con patologías a priori más graves.
Así lo dicta la experiencia personal de los propios pediatras y así lo corrobora un estudio impulsado por la pediatra Ana Fernández de Valderrama desde el Hospital Universitario de Burgos (HUBU) que establece una correlación directa entre los trastornos alimentarios de los menores y la presencia de riesgos psicológicos y sociales en el conjunto de la familia.
Según explica Fernández de Valderrama, la idea del estudio, que sirvió de base para su tesis doctoral calificada cum laude, surgió del trabajo en el «día a día». «En el propio trabajo en el hospital veía que las familias con niños malos comedores eran las que más tiempo necesitaban de consulta». Mucho más, asegura, que las familias con niños con otro tipo de patologías en principio mucho más graves. «Es llamativo que un tema aparentemente más banal» y «extendido» genere más consecuencias psicológicas que la presencia de patologías como la intolerancia al gluten, por ejemplo, pero a menudo así es, insiste la pediatra.
Así, el objetivo del estudio pasaba por comprobar si la experiencia en la consulta era una interpretación meramente subjetiva o si efectivamente los trastornos alimentarios estaban relacionados con otras circunstancias familiares. Para ello, la pediatra, en colaboración con varios profesionales de diferentes centros de atención primaria de Burgos, del Hospital de Zamora y del Hospital Infantil Universitario Niño Jesús de Madrid, diseñó un estudio basado en la realización de encuestas entre los padres de niños malos comedores.
Para validar los resultados, se echó mano de dos grupos de control, enfocados a padres de niños con enfermedades digestivas y a padres de niños sanos, respectivamente. En total, se tramitaron 238 encuestas: 102 correspondientes a controles sanos, 88 con trastornos digestivos y 48 de niños malos comedores. Y los resultados fueron, cuanto menos, sorprendentes.
Básicamente, los padres de niños malos comedores aseguran sufrir grados de estrés y ansiedad muy superiores a los padres de niños con trastornos digestivos. Hasta el punto de que uno de cada tres padres y madres de menores malos comedores se encontraban en situación de riesgo psicológico, con un nivel de estrés (21%) y de riesgo de ansiedad (54%) muy elevados.
En este sentido, más de la mitad de los progenitores aseguraron que su vida social está limitada por los hábitos alimentarios de sus hijos, mientras que una cuarta parte reconocieron haber sufrido problemas para incorporarse al trabajo. A mayores, casi la mitad se sentía juzgado por los demás, el 25% tuvieron problemas de pareja y un 37,5% acudieron al psicólogo o se lo plantearon.
Todo ello también tiene un reflejo inmediato en el trato con los pediatras, ya que buena parte de los progenitores objeto de estudio aseguraron sentirse desatendidos y/o no estar de acuerdo con las recomendaciones del profesional médico.
Se trata, en todos los parámetros objetos de estudio, de índices superiores a los que reflejaron en sus respuestas los padres de los dos grupos de control, incluido el de padres de niños con patologías digestivas.
Lo que no aborda el estudio es si se trata de una causa, una consecuencia o una mezcla de las dos. A este respecto, Fernández de Valderrama reconoce que establecer la relación causa-efecto en esta materia es «tremendamente complicado» por multitud de factores. Eso sí, en su experiencia particular, tiene claro que la coincidencia de un trastorno alimentario y de altos niveles de estrés genera un «círculo vicioso» que se retroalimenta.
Ahí, subraya, resulta fundamental detectar el problema y buscar las herramientas necesarias para romper ese círculo vicioso, lo que no es fácil. «Para las familias es frustrante. Todos te dan consejos, pero la realidad es que los padres están solos en esto» y «no hay un remedio mágico», reconoce al tiempo que afirma que, además de factores psicosociales, también influye a este respecto el «factor genético».
El problema, es que la atención a los trastornos alimentarios de este tipo ha sido históricamente un campo al que «quizá no se le ha prestado toda la atención». De hecho, hay una cierta indefinición a la hora de identificar a un niño mal comedor. «Hasta hace un tiempo, no se establecía esta consideración si el niño mantenía un crecimiento normal y no presentaba desnutrición», pero hoy en día se ha flexibilizado esa consideración en base a criterios que a menudo son subjetivos y dependen de la casuística particular. Lo que está claro, concluye Fernández de Valderrama, es que «todos tenemos alimentos que no nos gustan», pero la situación deriva en trastorno alimentario cuando «genera interferencias» en otros ámbitos familiares.
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