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Clara tenía 19 años cuando dio el paso más importante de su vida. No fue el primero, pero sí el fundamental para seguir caminando. Aquellas Navidades pronunció las palabras que hoy le han llevado a ser la persona que es: «Necesito ayuda». Con la perspectiva ... que le da el tiempo, ahora puede reconocer que en aquel entonces no sabía de qué se trataba aquello que se cernía sobre ella.
«Con esa edad no sabía lo que eran los TCA (trastornos de la conducta alimentaria). Oyes de anorexia, oyes de bulimia, pero no conoces más. Es algo ajeno a ti, piensas que es ajeno a ti, no tienes una buena información», recuerda.
Llegar al inicio de todo tampoco es sencillo. No existe, casi en ningún caso, un único desencadenante y Clara no podría decir cuándo comenzó todo. Sin embargo, sí recuerda cómo empezó a darse cuenta de que algo no marchaba bien: «Empecé a notar en mí cosas que no me definían. Cosas raras que me limitaban. Empezaba a decir que no a planes, empezaba a tener conductas extrañas relacionadas con la comida, estaba muy irascible, no tenía ganas de levantarme».
Pero en muchas ocasiones todos estos síntomas no se ven, a ojos de la sociedad, de los amigos, incluso de la familia, pueden pasar desapercibidos aunque están ahí. «La gente me podía ver, como suele pasar con la salud mental, súper feliz, y pasa muchas veces, ves así a una persona y al día siguiente ves en las noticias que ya no está», lamenta Clara. «¿Qué sufrimiento tendría esa persona para tomar esa decisión? Para mí era un sufrimiento interno ver en mí cosas que no cuajaban y que me limitaban la vida», rememora.
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Ruth Rodero
El punto de inflexión llegó para esta burgalesa cuando cursaba segundo de ADE y Derecho en Madrid. En las vacaciones de Navidad volvió a casa y, tras ver que ni siquiera estaba rindiendo académicamente como le gustaría, le pidió ayuda a sus padres: «Papá, mamá, algo me pasa. No sé qué es».
«Había signos que se veían ya, me veían más restrictiva con la comida, pero realmente por dentro yo me sentía hecha un mierda. Fuimos al hospital y, por desgracia, me dijeron que no estaba para ingreso y que en cuatro meses me veía un psiquiatra», cuenta Clara. Los ojos pierden su brillo cuando vuelve a aquellos días y se emociona cuando rememora el sentimiento de saber que, para ella, cuatro meses podían ser una vida entera.
«Para mí era ya. Suena muy duro, pero yo dije 'mamá, papá, yo en cuatro meses igual no estoy'. Puedo intentarlo, pero si me quiero morir cada día no sé por qué me dan cita para cuatro meses», verbaliza. Ahí es cuando acudieron a la Asociación de Familiares de Anorexia y Bulimia de Burgos (Adefab) y la recibió Marimar, la psicóloga de la entidad. «Fue una salvación. Mis padres estaban desbordados y yo con 19 años no entendía lo que me estaba pasando. Nos habló de un centro de día en Madrid especializado en TCA porque ni en Burgos ni en Castilla y León hay. Nos dijo que la recuperación era posible, que son enfermedades muy difíciles, pero que con un tratamiento adecuado la recuperación es real», asegura. Y a partir de ahí empezó el camino.
Este camino no es sencillo y, lamentablemente, no está al alcance de todos. Castilla y León no dispone de ningún centro de día especializado en TCA y el de Madrid es privado, lo que supone un gran desembolso económico que no todas las familias se pueden permitir. «Estuve en el centro y, como estudiaba en Madrid, eso me permitió mantener mi rutina universitaria y terminar la carrera después de un año y medio de tratamiento», indica.
Clara pone el foco, además, no solo en la recuperación de la enfermedad, sino en la necesidad de la ayuda y del acompañamiento para «reintegrarse» de nuevo en la sociedad. «Te aislas totalmente y cosas tan básicas como el comer las tienes que volver a aprender», explica. «Son enfermedades que cuestan mucho reconocerlas, aceptarlas y salir de ellas. Están muy estigmatizadas y me da mucha pena porque la mayor parte de los pacientes vivimos en un pozo, en la oscuridad y nos cuesta pedir ayudar por cómo la gente lo acoge. Pensamos que nos van a mirar como a un bicho raro y nos sentimos culpables por algo que no eliges», reflexiona.
Porque nadie elige estar enfermo y los TCA son una enfermedad. No un capricho. No una llamada de atención. «Es un calvario. Es la psicopatología con mayor mortalidad, con más tasa de suicidio y cada vez con pacientes más jóvenes. Hay niños y niñas con ocho y nueve años ingresados por esto», lamenta.
Además, las redes sociales no ayudan. No solo por los modelos estéticos y de perfección que venden, sino porque se ha establecido un «culto a la dieta» que puede desembocar en un trastorno de este tipo. «Las 'influencers' que te venden que si salen a cenar con sus amigas y se comen una hamburguesa tienen que ir al gimnasio al día siguiente. Si te comes una hamburguesa es para disfrutar de esa hamburguesa, no para luego tener que compensar ni quemar. Ese pensamiento de querer compensar o no disfrutar con la comida que, además, llega a niños y niñas de siete y ocho años que tiene móviles y no tienen la madurez necesaria para darle la importancia justa, puede fomentar la enfermedad. Si recibes mensajes que son dañinos, si recibes que no hay que llorar, que hay que compensar lo que comes, que no hay que echar azúcar…», reivindica.
Al final, como explica Clara, estas enfermedades reflejan en la comida y en el peso «problemas de autoestima, traumas no resueltos, acoso escolar o duelos no superados». «Mi problema no era la comida, mi problema se reflejaba en la comida», insiste. «Cuando estaba en segundo de carrera fue un sufrimiento. La gente veía que había adelgazado, pero yo no sabía qué me estaba pasando, mi cabeza no me dejaba en paz, no podía dormir, estaba todo el rato pensando, la gente a mi alrededor disfrutaba y yo no podía hacerlo y, además, no conseguía pedir ayuda. Quería decirle a mis amigas que si no iba a un plan con ellas no era porque no quisiera sino porque no podía. Era una incapacidad total que me frenaba la vida», rememora.
Su sufrimiento fue poco a poco calando en su entorno. Clara, la mayor de cinco hermanos, relata con la voz quebrada uno de los pasajes más duros de su enfermedad: «Para mi hermana pequeña escuchar que su hermana mayor se quería tirar por la ventana… O mi madre... Yo le decía, 'mamá, es que necesito decirlo, porque si no lo digo…', cuando lo dices algo desaparece, pero para mi madre escuchar eso…».
Reconocer su enfermedad y convertirse en una cara visible del activismo de la misma no ha sido un paso sencillo. Lo primero que hizo Clara fue pedirles a sus padres que no contasen a nadie lo que le estaba sucediendo, ahora, ya recuperada, el mensaje que lanza es otro: «Hay que quitar los estigmas, las etiquetas y los falsos mitos. Esto no es solo de chicas ni de chicas caprichosas. No hay que esconderse. Lo que quiero es que quienes sufran un TCA puedan decirlo y pedir ayuda a tiempo porque estas enfermedades son muy fáciles de cronificar».
A pesar de todo, Clara quiere dejar un mensaje optimista. Porque aunque sabe que tras recuperarse siempre «hay que tener cuidado», porque hay que convivir con ello, también dice abiertamente que «con un tratamiento adecuado recuperarse es posible».
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