Padre nuestro, que estás en los cielos...'. Hay pasajeros que rezan y se santiguan, otros que se concentran en el horizonte de un libro, y quienes no pierden ojo a cualquier señal de la azafata; también los hay que sólo desean despegar cuanto antes porque ... volar es parte de su rutina. Cada viajero que surca los cielos lo hace con sus supersticiones y sus pequeñas (o grandes) preocupaciones a cuestas, y se refugia en la intimidad de sus rituales para conjurarlas. Que los vientos racheados no agiten el avión, que el piloto aterrice como la seda, que no se produzca ningún fallo mecánico... Ahí arriba la tensión va por dentro (no se salvan ni los de primera clase) y, cuando se toca suelo en el lugar de destino, a veces sucede que la mejor forma de liberar el estrés sea con un aplauso. Puede ser una simple y tímida palmadita que arranca en la última fila y se va contagiando al resto de los asientos, o directamente una ovación colectiva. El 32% de los accidentes aéreos se producen al aterrizar (el momento más peligroso del vuelo), y sortear ese porcentaje es como para celebrarlo con los desconocidos compañeros de viaje.
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La costumbre de aplaudir al piloto para reconocer su pericia, o en agradecimiento por haberlos bajado sanos y salvos, ya no es lo que era, aunque sigue existiendo. Hay variables que lo propician: no es lo mismo la sobriedad de un vuelo de las siete de la mañana cargado de ejecutivos con destino a Fráncfort, que el distendido ambiente de un grupo de cruceristas que vuelan a Atenas para disfrutar de sus vacaciones. Tampoco es lo mismo un viaje tranquilo y sin turbulencias que otro sacudido por la mala meteorología. Está claro dónde se dejará sentir más el 'aplausómetro'. Los tres pilotos consultados para este reportaje coinciden en que se trata de una tradición que ha caído en desuso. Hace quince o veinte años, las palmas eran más habituales que ahora. Pero, entre los 263 millones de pasajeros que pasaron en 2018 por los aeropuertos españoles, un puñado acabó metido en ese aplauso final y sin bises.
Antonio de Ulibarri (Pamplona, 67 años) ha trasladado a cientos de miles de viajeros durante sus cuatro décadas en Aviaco e Iberia, compañía en la que se jubiló en 2014. «Antes la gente aplaudía siempre, sobre todo en los vuelos chárter. Ahora está más acostumbrada a volar y aplaude menos», cuenta Ulibarri, que era uno de esos comandantes que recibía y despedía a cada uno de los pasajeros a pie de puerta. «Para mí todos eran vips, independientemente de si iban en clase turista o en primera». Él recuerda con agrado los aplausos que recibía de los viajeros, más habituales cuando lograba realizar un aterrizaje de nota tras un vuelo complicado. Como aquella mañana en el aeropuerto de San Sebastián. «Era un día de tormenta con mucha lluvia y viento. Como ese aeropuerto tiene una pista corta, cuesta más hacer un aterrizaje suave en condiciones adversas. Bueno, pues, a pesar de lo complicado de la meteorología, hicimos una toma tan positiva que ni se enteraron de que habíamos tocado tierra». Y sí que se enteraron puesto que, instantes después de posar su bimotor sobre la pista mojada del aeródromo guipuzcoano, el pasaje estalló en una ovación. «Ese gesto siempre se agradece, a los pilotos nos gusta», comenta Ulibarri, que explica que, antes de los atentados del 11-S, cuando se podía volar con la puerta de la cabina abierta, podía oír en vivo y en directo los aplausos.
José Barreto (Las Palmas, 73 años), otro veterano que pasó casi 45 años volando por todo el mundo, habla también de su experiencia con el 'aplausómetro'. «Es una costumbre que viene de la época en que la aviación no era tan masiva y la tecnología no permitía tener grandes medios para sortear dificultades meteorológicas, como nieblas, mal tiempo, turbulencias... La gente cuando tocaba el suelo era como que se liberaba de todo el estrés acumulado, y aplaudía. Hay quienes consideran que es una conducta de papanatas. Yo no lo veo así, creo que es un gesto de cortesía para agradecer el trabajo de toda la tripulación». Barreto apunta que en Sudamérica se conserva ese hábito con más vigor que en Europa, si bien señala que, en parajes apartados de Argentina y Uruguay, él ha visto aplaudir a rabiar al conductor de un autobús cuando llegaba al final del trayecto tras un recorrido por carriles estrechos sin asfaltar y sin guardarraíles.
En circunstancias no tan peliagudas, a él también le han aplaudido. «Cuando uno se aproxima al aeropuerto de destino y hay niebla, es normal que haya que esperar a que mejoren las condiciones. En esa espera, hay gente que se pone nerviosa y que, luego, cuando ya te dan la autorización para aterrizar y tomas tierra, te aplaude. Recuerdo una vez que llevábamos a un grupo de médicos a un congreso en Londres, pero teníamos muy mal tiempo en Heathrow, con vientos muy fuertes. Estuvimos a punto de ser desviados a Ámsterdam, pero el viento amainó y entramos con un aterrizaje sorprendentemente suave, así que los médicos estaban encantados». Barreto confiesa que él, como pasajero, también ha aplaudido, aunque no de forma espontánea. «Cuando noto que los pasajeros aplauden, sigo el aplauso de la mayoría», admite con una sonrisa.
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Javier Martín Chico: Piloto de Iberia
Javier Martín Chico (46 años, Madrid) es comandante de Iberia desde hace 23 años. Su día a día discurre entre vuelos de corto y medio recorrido por España y el resto de Europa, y su despacho en el Sepla, el sindicato de pilotos, donde dirige el departamento técnico. Al igual que sus curtidos colegas, Martín sostiene que antes se aplaudía más porque volar era algo más extraordinario y estaba más relacionado con el ocio y el placer, que con los viajes de negocios. «El que va a Fráncfort a una reunión de trabajo aplaude menos que el que va a disfrutar de unos días de vacaciones a Mallorca o Venecia», ilustra. Javier no es ajeno a esos cumplidos, aunque, desde que las cabinas permanecen cerradas y blindadas por cuestiones de seguridad derivadas del 11-S, «no oímos prácticamente nada y muchas veces nos enteramos porque nos avisa la tripulación». El piloto confiesa que a él y a todos sus compañeros les gusta ese gesto. «Yo lo veo bonito, pero entiendo que a ese pasajero que se ha levantado temprano, se ha ido a Bruselas a una reunión y vuelve por la noche a su casa, le quedan pocas ganas de aplaudir».
Espero que les haya gustado. No hace falta que aplaudan :-)
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