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María Luisa es española, tiene 40 años y cinco hijos, sólo una mayor de edad y el más pequeño de 3. Carece de ingresos, también de estudios. La última vez que el marido entró «por esa puerta» le dio más palos que a ... una estera y tuvo que intervenir la Policía. Los seis viven hacinados en un piso minúsculo del entorno de Vallecas. A menudo sin agua, sin gas, sin luz. Los impagos se acumulan como hojas que ha barrido el otoño. De alimentos frescos y comida saludable, mejor ni hablamos. La única entrada de efectivo son los 400 euros que Save the Children entrega a María Luisa todos los meses y que se esfuman con el alquiler. «No me explico cómo sobreviven», confiesa Alejandro Benito, director del centro de atención a niños que la ONG tiene en Puerto Rubio. «El suyo es un chabolismo vertical que pasa inadvertido para la gente corriente, agravado por el estrés que ha provocado el confinamiento y la amenaza constante de que vuelva el padre». Un infierno en la tierra.
La emergencia sanitaria ha acorralado en nuestro país a más de dos millones de niños que, según cálculos del INE, viven por debajo del umbral de la pobreza o en exclusión. Uno de cada cuatro. No es un dato fácil de digerir, menos aún en un país que ocupa el décimo lugar del ranking mundial en riqueza, por detrás de Canadá y por delante de Corea del Sur. Malnutridos, víctimas de la brecha educativa y en ocasiones confinados con sus maltratadores, «la pandemia ha acentuado una situación ya de por sí terrible, condicionando una etapa de desarrollo en la que se depende de los adultos para subsistir y madurar».
Lo dice Carlos Chana, responsable del programa de infancia en dificultad social de Cruz Roja, que durante los últimos meses ha sido testigo de situaciones dramáticas. «La cuarentena ha sido dura para todos, pero especialmente para aquellos que se encontraban en situación de vulnerabilidad. Hablamos de padres que, por ejemplo, han tenido que ejercer la crianza en hogares compartidos con personas ajenas al núcleo familiar porque necesitaban el dinero del alquiler. Amontonados en una habitación, un doble confinamiento. También de chavales que carecían de dispositivos electrónicos o de acceso a internet para hacer sus tareas. Todo esto en una situación de tremendo estrés económico, con padres privados de un ERTE o del paro mismo porque no estaba regularizada su situación laboral. Víctimas fuera del radar de las administraciones públicas.
La desigualdad social ha crecido significativamente en España durante la última década y tiene su eslabón más débil en la infancia. «Un niño en un contexto social de desventaja tiene seis veces más posibilidades de repetir curso que otro con rentas medias a igualdad de rendimiento», advierte Andrés Conde Solé, director de Save the Children. La crisis, que en hogares como los suyos está cronificada porque sus padres no tienen trabajo o cuando lo encuentran es esporádico y mal pagado, impide a estos niños salir de la espiral de miseria, «un agujero al que seguirán perteneciendo el 85% de ellos cuando alcancen la edad adulta».
26,8% de los menores españoles, uno de cada cuatro, sufren pobreza y exclusión, según el Instituto Nacional de Estadística. Hablamos de más de 2,1 millones de niños. El 85% no escaparán a ese bucle y se convertirán asimismo en adultos pobres.
Contrastes. El décimo paísmás rico, récord de niños pobres. La riqueza está repartida de manera desigual. El 10% de los españoles concentran el 90% de la riqueza, pero en términos de pobreza infantil sólo nos superan Rumania y Estonia.
Incentivos. La prestación por hijo a cargo, de las más bajas. En Alemania es de 194 euros por mes y niño, en Bélgica de 108 y en Reino Unido de 98. En España, sin embargo, para cobrar 49 euros tienes que estar en situación de pobreza severa (medio millón de familias), aunque las 700.000 restantes perciben sólo 24 euros al mes.
La pobreza en España no es la miseria que asociamos al Tercer Mundo o a etapas históricas de nuestro propio país. Lo es, generalmente, «por comparación», explica Conde Solé, en alusión a «todos esos niños que tienen menos oportunidades que sus iguales habiendo nacido en el mismo sitio. Chavales que no tienen la temperatura adecuada en invierno porque sus padres no pueden pagar la calefacción; sin posibilidad de acceder a material escolar o a clases de refuerzo, sin ordenador ni conectividad a internet... Que quedan al margen de determinadas coberturas de salud porque, sencillamente, no pueden permitirse unas gafas, un audífono, tratamiento dental».
Los tres meses transcurridos desde la declaración del estado de alarma han desvelado una realidad brutal, preñada no sólo de situaciones dramáticas, también de padres que ponían al mal tiempo buena cara y que han aprovechado para implicarse más en la crianza de sus hijos, revelándose como esforzados profesores y animadores talentosos. Como Ibrahim, marroquí, un piso de 30 metros cuadrados en Leganés que se antoja un dedal para él, su mujer y sus tres pequeños.
Lorenzo Pérez, miembro de Cruz Roja en Alicante, tiene también historias que contar. Como la de Rosa, una niña de 8 años de Novelda que ha pasado la cuarentena haciendo los deberes por el móvil mientras ella o su madre sufrían las acometidas de un padre pendenciero. «Si las cosas se ponían feas, cortaba la transmisión por Skype». Qué sentimiento de impotencia.
O el caso de Belinda, en la sevillana barriada del Vacie, salpicada de desagües a cielo abierto, coches abandonados y fogatas agónicas. A 8 minutos en coche de Isla Mágica, a 18 de la Giralda, esta Sevilla no saldrá nunca en las postales. Belinda, decíamos, es una mamá gitana, instalada en el agobio y la ansiedad por cómo va a alimentar a sus churumbeles. También porque estudien, se superen y rompan los estigmas que a ella misma le han marcado, pero incapaz de ayudarles con las tareas escolares.
Educadores sociales como Irene Murillo, en Andalucía, y psicólogos como Mónica Dulce (La Rioja) se conjuran a diario para combatir la brecha educativa que crece a ojos vista. «No es sólo el acceso a contenidos y materias, es también la presencia de un profesor, alguien capaz de combatir en la distancia corta la desvinculación educativa. ¿Se imaginan lo que significa pasar seis meses desconectados de las tareas escolares, tratándose además de los niños más expuestos al fracaso escolar, al abandono educativo temprano?».
El presidente Pedro Sánchez anunciaba hace unos días la entrada en funcionamiento del ingreso mínimo vital, que ha tenido en cuenta a los niños a cargo y que las familias más necesitadas -se calcula que unas 850.000- podrán solicitar a partir del próximo día 15. Lejos de verlo como un parche, Conde y Chana lo consideran una medida importantísima «que pone el foco en las familias monoparentales, la mitad de las cuales sufren pobreza severa, y simplifica los trámites burocráticos, a menudo una barrera enorme para obtenerlas».
España, atornilla Conde, lidera la pobreza infantil en Europa, sólo por detrás de Rumanía y Estonia. «El paso es enorme -desliza Chana- y más en un país que ha demostrado siempre una incapacidad sistémica para combatir la desigualdad, para distribuir la riqueza. Que históricamente ha mostrado desprecio por las políticas de infancia». «Es cierto que nos hubiera gustado que la horquilla fuera más amplia -precisan desde Save the Children-, porque quedarán fuera matrimonios con dos hijos que ingresan entre 10.500 y 18.500 euros al año, sin apenas margen de maniobra (el 63% de lo que ingresan se lo come el pago de la vivienda)». Menuda dentellada.
Los expertos consultados coinciden en vincular el aumento de la crispación intrafamiliar al confinamiento, que en estos hogares a menudo trae consigo una reducción de metros cuadrados por persona y hasta de luz solar. Otro tanto ocurre con el estrés económico. «El 60% de estas familias han perdido su fuente de ingresos de forma permanente. Eso multiplica la angustia y la incertidumbre, algo que los niños terminan pagando con demasiada frecuencia».
En este contexto ha venido a agravar la situación el cierre de los colegios, ese recurso que sirve para educar y socializar, pero cuyo papel en el desarrollo de los menores va más allá. La suspensión de las clases ha interrumpido, por ejemplo, uno de los canales habituales de detección del maltrato sufrido en casa -el otro son los ambulatorios-. También la alimentación se ha visto comprometida. Como recuerdan desde Cruz Roja, el fin de las clases ha truncado la única posibilidad que tenían muchos de estos críos de que les garantizasen un aporte calórico acorde a sus necesidades. De compensar tanto hidrato de carbono con fruta, verdura, carnes y pescados.
En puertas de las vacaciones, todos los agentes implicados reclaman que se abran los comedores escolares y se ofrezcan alternativas de ocio y refuerzo escolar «o no habrá solución posible para las familias más vulnerables». Saben que en su caso, llueve sobre mojado. Y el tiempo juega en su contra.
A la Federación Española de Bancos de Alimentos (Fesbal) no le salen las cuentas. La demanda de ayuda se ha multiplicado por cinco, pero las entregas de comida a las entidades benéficas apenas han crecido un 40% y hay hogares donde un buen número de niños sufren ya las consecuencias.
Miguel Fernández, su presidente, afirma que «en España hay 2,6 millones de ciudadanos en situación de pobreza severa, de los que 250.000 tienen menos de 15 años y 41.000 son bebés». Los productos infantiles son más caros y difíciles de conseguir en las donaciones, lo que obliga a diseñar campañas para recolectar leche maternizada, potitos de pollo o de frutas, yogures o pañales.
Fernández alerta de que, aunque hay regiones más saneadas económicamente que otras, la actual emergencia castiga a todos, «con grandes ciudades como Madrid, Barcelona, Valencia o Bilbao, donde la riqueza convive con la pobreza extrema y la marginación». Y lanza una advertencia. «La economía no ha paralizado sólo el empleo regulado, también ha bloqueado la economía sumergida». Mercadillos, atención a ancianos, trabajo a domicilio... han dejado de funcionar, abriendo una vía de agua en los hogares más desprotegidos.
Esta crisis va a ser «con diferencia» la más grave que han conocido los Bancos de Alimentos en sus treinta años de historia. En la de 2008 llegaron a atender a 1,7 millones de personas. «Ahora, sin actividad laboral, la pobreza es inevitable y nos tememos que esas cifras se vayan a quedar pequeñas».
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