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Ocurrió cuando conducía el tren de La Robla, en algún punto entre Balmaseda y Zalla, hace cuatro o cinco años. «Prefiero no obsesionarme con las fechas, es peor». Eso sí, recuerda que era otoño y última hora de la tarde, porque anochecía antes. «Había una ... curva muy cerrada y el foco hizo un barrido del talud y la vía. Al principio me pareció un maniquí, pero me extrañó que tuviera el cuello sobre el raíl. Hay un segundo, tal vez dos, pero te parece una película larguísima. Activas el freno de emergencia, el pito, ráfagas intermitentes... La cabina está a cierta altura y lo pierdes de vista enseguida. Entonces escuchas el ruido del golpe, tan impactante que te deja helado». Marcos, 38 años, ha estado moviendo las manos y de pronto se detiene, como si todavía no diera crédito. «El caso es que libró, fue milagroso. No sé si porque la máquina llevaba acoplado el quitarrés o porque ese convoy hace un ruido ensordecedor para espantar el ganado. Quizá se arrepintió en el último momento o el silbato le llevó a levantar la cabeza, pero bastó para que las ruedas no se la arrancasen de cuajo». El maquinista –pertenecía a la antigua Feve, ahora Renfe ancho métrico– pidió al interventor que bajara a tierra, «yo no estaba en condiciones», y este comprobó que el suicida estaba herido pero vivo. Resultó que había matado a su padre y ahora cumple condena. Vivir para ver.
El caso de Marcos no es ni mucho menos único. En España se calcula que hay 5.000 maquinistas y que el 80% vivirán al menos una vez en su vida un atropello, la mayoría intentos de suicidio que se consuman más veces de las que nadie desea admitir. Según datos del SEMAF, el Sindicato Español de Maquinistas y Ayudantes Ferroviarios, mayoritario en el sector, Renfe registró el año pasado 182 arrollamientos con 152 fallecidos: tres de ellos en Bizkaia, 66 en Cataluña. El goteo de muertes es incesante y esta funesta lotería deja secuelas que algunos maquinistas no superan nunca. «Cada uno es distinto –advierte Juan Massana–, pero es un trago para el que nada te prepara. Y eso que no es lo mismo llevarte por delante a alguien que te quiere convertir en el instrumento de su muerte que arrollar a alguien que ha sufrido un despiste. No digamos ya si son niños, eso funde a cualquiera». Marcos va más allá. «Yo no me enteré de sus circunstancias hasta más tarde, pero saberlo vivo me quitó un peso de encima. Piensas en una vida llena de dificultades, su situación laboral, si tiene familia... Cómo no vas a empatizar con alguien de carne y hueso», suspira.
Velocidad y peso determinan la ecuación: «Imagina un mercancías que tira de una larga fila de vagones cargados de bobinas y a 80 kilómetros por hora. No conducimos coches, lo mismo necesitamos 800 metros para frenar». José Luis Arregui, 54 años, acumula tres arrollamientos en más de 30 años de ejercicio profesional, dos de ellos con resultado de muerte. Reconoce que no puede con los ramos de flores dispuestos a manera de recordatorio. El primero le pilló en un túnel en obras entre Alsasua y Brinkola, cuando conducía un mercancías y pasó junto a un trabajador que fue «literalmente absorbido» por el convoy «y del que no nos informaron hasta pasado un tiempo». El siguiente atropello le ocurrió a los mandos de un Intercity que se dirigía a Barcelona, «cuando a la salida de una curva entre Reus y Tarragona apareció una persona caminando de espaldas por la vía. El golpe fue brutal y salió despedido, quedando fuera de las vías. Avisamos a la autoridad judicial... y tuve que continuar viaje hasta destino, te puedes imaginar con qué cuerpo». Corría el año 1993. «Afortunadamente las cosas han cambiado», reconoce Arregui.
120 personas se quitaron la vida el año pasado en España arrojándose al paso de un tren, una cada tres días. El total de suicidios ascendió a 3.569, tres de cada cuatro protagonizados por hombres.
15.000 kilómetros suma la red ferroviaria de Renfe y hay 3.200 pasos a nivel.
Pero no fue su última vez. El destino todavía le tenía reservada una jugarreta, esta al poco de ser destinado a Bilbao y cuando viajaba en compañía de Juan Massana. «Acabábamos de efectuar una parada en Castejón de Ebro, camino de Zaragoza, eran las tres de la madrugada». Su relato está teñido de aprensión. «Salió de la maleza, repentinamente. Un tío desnudo, enorme. Se arrodilló en las vías, dándonos la espalda y con los brazos en cruz. Quedó debajo de la locomotora, con contusiones y un par de costillas rotas. Nada para lo que le podía haber pasado. Le salvó que no lleváramos quitanieves y que el convoy no había tenido tiempo todavía para coger velocidad».
Renfe incorpora ya protocolos de actuación ante estos episodios, y como esta otras compañías. «Tenemos un teléfono las 24 horas que presta ayuda psicológica. Si el maquinista no está en condiciones, puede solicitar que le desvíen a trabajos administrativos o pedir directamente una baja. No puedes obligar a alquilen a que se ponga a los mandos de un tren si va a ver fantasmas en la vía», abunda José Ignacio Torres, 55 años, maquinista del metro y antes de Euskotren durante 12 años. Su 'bautismo de fuego' tuvo lugar en la estación de Las Arenas y al menos puede decir que el otro vivió para contarlo. «El tipo, un punky italiano, borracho perdido, se cayó a las vías. Allí me lo encontré, caminando, cuando yo salía del túnel. Aminoraba para dejar a los pasajeros, pero no pude evitar que el tren le golpease de costado. Eso le salvó: intentaba subirse al andén y la embestida le lanzó por encima. Si llega a quedar encajado entre la plataforma y el convoy, lo destroza. Encima se puso chulo, quería que le pagásemos la chaqueta».
Un metro tiene cinco coches, cada uno de 14 toneladas, un auténtico obús que necesita muchos metros para parar. «¿Que si te afecta cuando arrollas a alguien? Pues imagínese. Hasta que comprendes que, una vez que das al botón de emergencia, no hay nada más que puedas hacer; esto no es un coche con el que se puede esquivar los obstáculos ni tú salirte de las vías».
La experiencia es un grado y quienes se dedican a esto saben que hay determinadas épocas del año en que el bombo de la mala suerte trae más bolas envenenadas que de costumbre. «Primavera y Navidades. Y también ahora, en otoño. No me pregunte si es el viento sur, pero a la gente le afecta. Es matemático», abunda José Ignacio. Y eso que ahora hay menos incidentes o, al menos, eso piensa él. «Antes ibas de Bilbao a Plentzia y cada huerta que había a los lados era un paso sobre las vías. Sólo entre Lutxana y San Ignacio había diez por donde pasaba un burro, alguien tirando de la carretilla, gente andando por la vía... un horror».
Ahora Metro Bilbao ha eliminado todos los pasos a nivel –el último, Urduliz– lo que no impide que la gente se siga precipitando a las vías. Este año cuatro, dos el mismo día de marzo –en Portugalete y San Mamés–, también en Moyúa –donde cuatro meses antes la pericia de una conductora evitó el atropello de un hombre en silla de ruedas–... No hay que remontarse más de dos semanas para poner fecha al último incidente, un arrollamiento en la línea de Euskotren a Bermeo al paso por Amorebieta, una zona rodeada de «fincas particulares», precisó la Ertzaintza.
Por supuesto que la casuística no se circunscribe a suicidios. También hay imprudencias, despistes... Jesús López Navas, de UGT, no puede evitar un estremecimiento cuando el tren entra en Basauri durante los 'sanfaustos', o en Orduña con los 'ochomayos', «el andén lleno de gente que ha bebido más de la cuenta, entre empujones». En la profesión conocen casos de gente que si no ha perdido el juicio poco le ha faltado. Como el de aquel maquinista de Euskotren que llevaba 33 muertos, «parecía que tenía un imán con los que se arrojaban a las vías», recuerda José Ignacio. O ese otro profesional de Renfe que en un viaje a Valladolid arrolló a una persona a la ida y a otra a la vuelta, ambos también fallecidos.
J. G. D. no quiere figurar con su nombre. Hará un año, también entre Zalla y Balmaseda, se llevó a un hombre por delante en una zona boscosa cuando conducía una unidad 3.600 eléctrica de pasajeros. «Las señales de la vía estaban bien, pero supongo que cuando se quiso dar cuenta tenía el tren encima». Sólo recuerda que vio una mano sosteniendo un palo y luego un golpe seco. La Ertzaintza no lo encontró hasta después de una hora. Desde entonces, todos los días pasa seis veces por ese punto, «tres a la ida y tres a la vuelta».
El hospital Sant Pau de Barcelona es pionero en el tratamiento del suicidio y la doctora Tais Tiana una psicóloga con años de experiencia en una disciplina que libra batallas en el terreno de la desesperanza y el dolor emocional. ¿Qué empuja a una persona al suicidio? «Intentamos huir del estereotipo y de los perfiles. Los trenes, por ejemplo, no son el método más utilizado, aunque sean más llamativos y quienes recurren a ellos, ya sea de modo premeditado o impulsivo, busquen más letalidad. ¿Significa eso que quienes se lanzan al paso del tren persigan notoriedad? No necesariamente, como tampoco es cierto que por hablar de ello se esté provocando un efecto llamada».
En este contexto, Tais Tiana habla de las tres 'íes': cuando el dolor físico o emocional es intolerable, interminable e inafrontable, lo que significa que el paciente no dispone de herramientas para hacerle frente. «Los propios maquinistas, expuestos a este tipo de situaciones, pueden desarrollar también tendencias suicidas. Hay líneas con más siniestralidad que otras, épocas del año como la Navidad o la primavera, días de lluvia... Cuando uno ha sido testigo de muchos episodios como estos empieza a preguntarse si todo es fruto del azar».
La propia doctora no es ajena a esta realidad. «Un paciente mío se tiró a las vías aprovechando un permiso. Es duro para ti, pero también para la familia y los amigos, los 'supervivientes', como dicen ellos». No fue el único. Atendió a otros dos suicidas que dieron el paso pero no lograron su propósito, aunque uno perdió ambos brazos. «Entonces descubres que puedes quedar peor, porque pasas a ser dependiente, y curiosamente tomas más conciencia de la vida quizá por la limitación física añadida».
La psicóloga advierte también de aquellos casos que vienen camuflados, «por ejemplo, de paro cardiaco»; o cuando no hay cartas de despedida o frenazos en la carretera, y se impone realizar una autopsia psicológica. «A veces, hablar con los allegados es lo que te permite atar cabos».
Según el Observatorio del Suicidio, este es la primera causa de muerte no natural en España. Causa el doble de víctimas que los accidentes de tráfico, trece veces más que los homicidios y ochenta que la violencia de género. Gallegos y asturianos encabezan esta macabra estadística –11 casos por cada 100.000 habitantes;7,67 en Euskadi–, donde tres de cada cuatro víctimas llevan nombre de varón (ellos se decantan mayoritariamente por el ahorcamiento, ellas por saltar desde un lugar elevado). Arrojarse delante de un transporte representa el 3% de los casos.
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