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Roberto y Pablo atacan la roca con precisión quirúrgica y la pared reverbera con cada acometida. Su trabajo no es extraer mineral, sino levantar un crucero allí donde la galería corta en dos una veta de carbón de manera que se abran dos niveles de ... explotación, a derecha e izquierda. Estamos en el segundo nivel del tramo 782, un laberinto de redes donde el aire está preñado de polvo en suspensión y el calor empieza a hacerse notar. Todo el trabajo es manual, desde el picado de la galería hasta la entibación y el guarnecido. Aquí están los mineros más duros, los que levantan los cuadros metálicos que apuntalan ese espacio claustrofóbico con postes y trabancas, unas vigas curvas de 90 kilos diseñadas para sostener nada menos que la montaña. Son la punta de lanza del San Nicolás, el único pozo de carbón que sobrevive en España. Allí abajo, a entre 580 y 700 metros de profundidad, 297 trabajadores repartidos en tres turnos devoran las entrañas de la tierra con la voracidad de un topo.
El carbón en Asturias, más que un oficio, es una filosofía de vida. «Una que tiene los días contados –explica el sindicalista José Luis Alperi, del SOMA FITAG UGT– desde que la Unión Europea prohibiera hace una década las explotaciones no competitivas y al Gobierno sostener la extracción de mineral con fondos públicos». Los pozos empezaron entonces a cerrar en cascada. De la treintena que Hunosa gestionaba entre las cuencas del Nalón y el Caudal, hoy sólo queda uno a las afueras de Mieres fruto de una carambola afortunada: la proximidad del lavadero del Batán –donde se trata el mineral que alimentará luego a las fábricas siderúrgicas– y más importante, la térmica de La Pereda, la única diseñada para quemar la hulla allí producida, de escaso valor energético y mezclada con estériles. Qué pasará dentro de diez años es una incógnita, aunque prejubilados como Luis Alberto García y Fernando Fernández saben desde hace ya tiempo que sus hijos no seguirán sus pasos. Pablo Pérez Pello, tercera generación de mineros y aún en activo, considera «lamentable que llevemos años cerrando pozos y sin generar empleo. Pasa el tiempo –dice con un asomo de desesperación– y vemos mucho plan y poco contenido. Aquí no vale el 'Sálvese quien pueda', hay que mirar por el futuro de todos».
Pero ni la mina ni los mineros se rinden. Tampoco ahora, cuando la emergencia sanitaria ha puesto al país contra las cuerdas. Controles de temperatura al bajar a las galerías, cierre de áreas comunes, desinfección de taquillas y vestuarios, reducción del número de trabajadores por cada tajo de labor, mascarillas y guantes de nitrilo... En este contexto, Hunosa y los trabajadores han emprendido una lucha encarnizada por reinventarse, por buscar nuevas utilidades a un modelo de negocio al que los vaivenes de la economía y la contaminación que este sector genera han puesto contra las cuerdas. La mercantil, que deberá renegociar en el segundo semestre de 2021 la continuidad del pozo San Nicolás, se ha embarcado en varios proyectos para dar continuidad a «una explotación que todavía hoy emplea a 400 personas, entre personal propio y de subcontratas», informan desde la empresa. Una salvación que pasa en la actualidad por crear centrales de geotermia, aprovechando el agua que inunda los pozos mineros abandonados –hay más de 4.500 kilómetros de galerías en el subsuelo asturiano–, y que permite ya en una primera fase dotar de calefacción a varios centros educativos y un hospital.
Hunosa, que ensaya también la instalación de plantas de biomasa, ha empezado a sacar rendimiento turístico a su inmenso patrimonio industrial, como ocurre con el pozo Sotón, al tiempo que desarrolla una línea de consultoría y asesoramiento en ingeniería y vende a países de Sudamérica la maquinaria de las explotaciones donde ha cesado la actividad. Se postula, incluso, para albergar el Centro Nacional de Rescates aprovechando los pozos ya abandonados, una posibilidad que parece cobrar peso desde la intervención de la brigada de salvamento del pozo Fondón, en Sama de Langreo, en el mediático rescate de Julen, el niño de Totalán que halló la muerte tras precipitarse por un pozo de 75 metros de profundidad.
Mientras el futuro de 'la Nicolasa' se debate en los despachos, sus trabajadores apuntalan bajo tierra el que es todavía su modo de ganarse la vida. Una épica marcada por la reivindicación constante que alcanzó su cénit con 'la huelgona' de 1962 –que llevó al Estado a unificar todas las explotaciones privadas bajo la denominación de Hunosa– o la tragedia de 1995, cuando 14 personas perdieron la vida víctimas de una explosión de grisú. Una épica que continúa viva con cada descenso de la 'jaula' a las entrañas de la tierra. La luz se apaga, el aire se vicia y el eco de martillos neumáticos y rozadoras se mezcla con el de los conductos de ventilación. Ahí abajo, uno se siente vulnerable, como un intruso minúsculo en la corriente sanguínea de la montaña. Si no fuera por la chapa con que se ficha en la superficie al retirar la lámpara, nadie sabría de nuestro paradero.
Cámaras, redes de fibra óptica, cascadas de datos con los que medir consumos y en caso de avería detectar dónde se ha producido. Javier Caballero es ingeniero técnico de mantenimiento interior. «Un mundo en constante transformación, ya que aunque los pozos y galerías principales –el esqueleto– se mantienen, los subniveles de explotación, donde están las vetas, se hunden al extraer el mineral, alterando constantemente su geografía». A su cargo están los equipos eléctricos y mecánicos, así como los sistemas de control. Esa información está monitorizada y llega hasta la sala de control del exterior, donde Sara comprueba que todo está en orden. Cualquier precaución es poca cuando se trabaja en atmósferas explosivas.
La mina, por fortuna, ya no es lo que era. La salud laboral es ley. Si no hay mascarillas de protección, no entras a trabajar. Punto. Mención aparte del Covid-19, la seguridad va más allá de poner freno a la silicosis, el mal que diezmó a generaciones de picadores y barrenistas. Incluye el esfuerzo físico, el ruido, el estrés de los turnos o el calzado de seguridad. Incluso se ensayan posturas para no lastimarse haciendo esfuerzos. Los que están ahí abajo son auténticos gladiadores, pero el desgaste diario es brutal. Uno puede jubilarse con 45 años si ha pasado la mayor parte de su vida laboral en un frente de arranque, o a los 51 si estuvo en oficinas, según el coeficiente de peligrosidad. En el caso de los primeros es del +0,5, de forma que si has estado picando durante 20 años se computa como si hubieras trabajado 30.
Abrir un pozo primario entre dos plantas puede costar 2 millones de euros. Lo que determina la idoneidad del terreno es la cantidad de carbón dentro de la capa y la calidad del mineral. La labor es ingente y se prolonga años. Hay que preparar el pozo primario, que recorren cintas transportadoras, circuitos de ventilación, subestaciones eléctricas (cada pozo tiene al menos una) o sistemas de control; levantar cruceros, horadar galerías que discurren por la propia veta y, finalmente, explotar ese nicho de riqueza con voladuras controladas para que el carbón que se acumula en planos inclinados abandone su silo y se desprenda por gravedad. No paran. Cada equipo se abre paso unos seis metros al día y cobra en función del trecho abierto. Dos turnos son de avance y un tercero de 'puesta a cero', en el que preparan los transportadores o la ventilación y hacen acopio de material para que todo esté despejado cuando se reincorpore el relevo. Nada puede entorpecer la producción. Nada salvo el porvenir.
4.500 kilómetros de galerías mineras recorren el subsuelo de Asturias. Sólo en las cuencas del Nalón y el Caudal existían hace veinte años 30 pozos. Hoy sólo queda uno.
2017 Es la vigencia que tiene el Plan General de la Minería, un marco de transición para dar respuesta a las necesidades de un sector que deberá reinventarse para sobrevivir.
Recuerdan a esas películas bélicas en las que no se deja a nadie atrás. Ni vivo ni muerto. Son la élite de los rescates, las misiones imposibles que se encomiendan en espacios confinados y al límite. Aunque la brigada nació en 1912 ligada a la minería del carbón, el 90% de las intervenciones que se le encomiendan hoy son ya fuera de las explotaciones. Metros, silos, parkings subterráneos, térmicas, pantanos o industrias químicas... el catálogo de escenarios es amplio y peligroso. En su trayectoria se mezclan historias dramáticas, como la del camionero sepultado en la mina leonesa de Cerredo, el accidente ferroviario con incendio en los túneles de Pajares o el espectacular fuego en el plano Modesta, que aún estremece Sama de Langreo.
«Hay que estar hecho de una pasta especial para enfrentar un fuego mientras alguien te enfría a ti con mangueras». Javier Cabal dirige la Brigada de Salvamento con base en el pozo Fondón, 20 mineros repartidos en cuatro equipos con un jefe por turno, reclutados entre barrenistas, posteadores, picadores, entibadores, especialistas en tajos mecanizados... La selección es durísima, pero lo es aún más el día a día. «Hay que estar física y psicológicamente muy preparado. No te puedes venir abajo, ni siquiera cuando el que está ahí es tu compañero».
Los brigadistas tienen el cuerpo cincelado por horas y horas practicando posteos y técnicas de entibación metálica o con medios de fortuna. Su seña de identidad es el equipo de respiración autónomo de circuito cerrado, «que pesa más de 15 kilos e incorpora un cartucho de cal que atrapa el CO2 que exhalan y lo convierte en aire respirable», explica José Antonio Huerta, uno de los brigadistas de Totalán, donde rescataron el cadáver del pequeño Julen.
Él y Rubén García formaron parte del equipo de 8 personas que acudió a la llamada de socorro. Bajaron 75 metros por el túnel encamisado que excavaron geólogos, ingenieros y bomberos. La tensión era brutal: todo el país pendiente de ellos y la certeza de que cuanto más tiempo pasara, más difícil resultaría hallar al chaval con vida. «Aun así no perdíamos la esperanza ni se escatimaron esfuerzos». ¿El peor momento? «Cuando te toca hablar con los padres para explicarles qué vas a hacer», recuerda Rubén. «Las familias se merecen poder enterrar a sus muertos: nosotros no podemos fallarles».
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