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miguel pérez
Domingo, 25 de octubre 2020, 00:13
La fórmula para ganar unas elecciones con una mayoría aplastante, inédita en el último medio siglo, tiene nombre de bricolaje: la 'jacindamanía'. Así es como Jacinda Ardern, convertida ya en un fenómeno global, un huracán que agita el mundo con su magnetismo, logró la ... semana pasada revalidar su cargo con el apoyo de uno de cada dos neozelandeses con capacidad de voto. Es decir, el respaldo suficiente para que su partido, el laborista, gobierne en solitario sin necesidad de alianzas con otras formaciones como el nacionalista Nueva Zelanda Primero o los verdes, aunque todo haga sospechar que contará con éstos para desarrollar uno de sus proyectos más ambiciosos: el autoabastecimiento de las islas con energías limpias. Tiene tiempo par materializarlo. Ha sido la gobernanta más joven de un país (40 años) hasta que en 2019 le superó su homóloga finlandesa, Sanna Marin (34 años).
Medioambientalista convencida. Carismática. Multiperfil. Jacinda Ardern es capaz de encandilar a las niñas que compran el merchandising de 'Top Model' como a los jóvenes profesionales del Distrito Financiero de Auckland que cenan en lo alto de la Sky Tower o a los maoríes, a cuyas comunidades se desplaza con frecuencia. Madre. Tuvo a su hija a los tres meses de ocupar la presidencia del país en 2017 y poco después se la llevó junto con su marido, el periodista especializado en pesca Clarke Gayford, conductor del programa de televisión 'El pescado del día', a una asamblea de la ONU.
Apenas es necesario perder unos segundos en un buscador para encontrar la fotografía de la pareja y su bebé felices entre los escaños de Naciones Unidas. Hoy todavía caben dudas de si la imagen es espontánea o fruto de ese marketing político tan disfrutón que consiste en retratar al líder en actitud vulnerable con su recién nacido dentro de un Parlamento. Trending topic en España.
Feminista convencida, Jacinda Ardern advierte que «no hay que esperar que las mujeres sean supermujeres» y le parece inadecuado que le pregunten cómo compatibiliza su labor presidencial con la materna, dejando de paso al interlocutor con la sensación de que su curiosidad pertenece a 1960 y no a 2020. Lo que viene a ser un trasnochado. Y si con algo hay que terminar este somero retrato es con el ingrediente principal de la 'jacindamanía': la empatía, el pegamento Im edio que une las ideologías y evita que la política se convierta en un «deporte sangriento».
Ella misma afirma que aprendió este concepto durante su infancia en Matupara, donde nació en 1980, una región boscosa, aislada y escasamente poblada donde menos de trescientos niños estudian en una única escuela. Allí los compañeros más pobres que caminaban descalzos le regalaron un sentimiento solidario.
La líder neozelandesa es, junto con Angela Merkel, el arquetipo de jefe de Gobierno en la era del Covid-19. Y eso que les separan miles de kilómetros, un dibujo geopolítico de su entorno absolutamente diferente, las experiencias vitales –profundas en la segunda, más tempranas en la primera–, el magma ideológico y una edad que conduce a la canciller alemana hacia una muy próxima retirada de la política mientras Ardern aún le está tomando la temperatura a la función pública. Pero eso no es óbice para que, cuando le preguntan a qué dirigente internacional le gustaría visitar tras la pandemia, ella responda: «Angela Merkel, sin duda». Incluso por delante de su amigo «Peter» Sánchez.
Ardern y Merkel han mostrado su lado más compasivo ante la tragedia del coronavirus. No han hecho de las víctimas una estadística. Ambas han planificado estrategias eficaces contra la epidemia; mucho más efectiva desde luego en el caso de Nueva Zelanda, con 1.500 contagios y 50 muertes, la tasa más baja de la OCDE, mientras Alemania se ve azotada con una dureza tal en esta segunda oleada vírica que amenaza con desmoronar los logros de la anterior. Y las dos coinciden en la necesidad de una operación de salvamento económico para coser la brecha social. En definitiva, una gobernanza neohumanista necesaria para los ciudadanos de la generación coronavirus que han pasado y siguen pasando miedo ante la infección y la crisis. Y eso ha llevado a las dos jefas de Gobierno a sorprendentes cotas de popularidad entre sus compatriotas.
Los laboristas neozelandeses han obtenido en las recientes elecciones 64 escaños mientras el conservador Partido Nacional, con el que rota en el poder al modo del PSOE y el PP en España desde tiempos pretéritos, se ha quedado en 35. Judith Collins, su candidata, conocida como 'la trituradora', ni siquiera ha podido arañar los gruesos muros de fascinación que genera su contrincante.
50 son las personas fallecidas en Nueva Zelanda por el coronavirus desde la llegada de la pandemia en marzo. Se cuentan también 1.500 contagios.
64 escaños le permitirán dejar a un lado, si quiere, las coaliciones políticas y gobernar con la tranquilidad de una mayoría absoluta.
Ardern se halla en las antípodas de Donald Trump. Pero también de Biden y su gris y calculado progresismo conservador. Nada que ver. La ceniza contra la flor. A la primera ministra de Nueva Zelanda la han comparado con Emmanuel Macron y Justin Trudeau; referentes millennial de la política internacional, aunque ellos con más posibilidades de ser devorados pronto por la Generación Z. Quizá guarde más similitudes con el canadiense, pero ligeras. Macron es una multinacional europea. Tan pronto canta las cuarenta en Líbano como es reclamado para mediar en el conflicto bielorruso. Jimmy Carter en el siglo XXI. En cambio, Trudeau va a lo suyo como líder de un país adosado a la sombra del gigante estadounidense y con una potente comunidad nativa. Unos patrones similares a los que se dan en Nueva Zelanda. Posee fuertes vínculos con Australia, una cultura aborigen, la maorí, que pese a su intenso arraigo cultural apenas cuenta con representación en el Parlamento, y una población de cinco millones de habitantes a la que la primera ministra se refiere como «mi familia» o «mi equipo».
Sólo así, con empatía, visión de progreso y sentido de conjunto, aliñados con un toque de marketing bien calculado que se encarga de sacar provecho a esas cualidades, puede explicarse el rápido ascenso de Jacinda Ardern. Estrechamente vinculada en su primera juventud a la unión socialista, se estrenó como parlamentaria en 2008 dentro del campo del laborismo. Ha sido asesora de la primera ministra Helen Clark y de Tony Blair durante una época en Reino Unido. El 1 de agosto de 2017 se convirtió en la líder del Partido Laborista. No fue un premio. La formación atravesaba tiempos difíciles y ella accedió al cargo prácticamente como el grumete al que los oficiales del barco dejan al mando para que termine de hundirlo.
Sin embargo, su capacidad conectiva, unida a una estrategia de desarrollo moderna y un plan de contención del Covid-19 exitoso, le han permitido reeditar su cargo, a pesar de verse lastrada por un programa sin grandes contenidos, según le achaca la oposición. De hecho, a las elecciones de 2017 acudió con una colección de propuestas elaborada a la carrera y los conservadores sostienen que ni siquiera ha cumplido la mayoría de ellas, aparte de carecer de un proyecto económico sólido postpandemia y de comprometer la deuda del país.
La 'jacindamanía' no se entiende sin las redes. Y lo sabe, Ardern es un ejemplo cuidado de 'fandom' político (fenómeno fan en las redes sociales) y cabe pensar que parte de su triunfo obedece a ese seguidismo popular. Con 1,5 millones de seguidores en Instagram, 1,7 millones en Facebook y un equipo dotado de la mejor tecnología para adaptar sus mensajes al formato del móvil, la primera ministra cuelga casi todos los días una imagen suya en las redes.
Las utiliza para afianzar un mensaje político –un móvil infantil sobre su mesa de trabajo en reivindicación de la conciliación o una fiambrera a la puerta de su casa para concienciar del confinamiento– o demostrar su faceta doméstica y maternal, con su pareja, una tarta o la ropa manchada tras dar de comer a su hija. Pero también para demostrar su cualidad de joven gobernanta neopop, retratándose al lado del músico Ed Sheeran o el príncipe Enrique y la duquesa Meghan Markle.
Dos turistas británicas se saltaron la cuarentena obligatoria el pasado junio y viajaron de Auckland, en el norte de Nueva Zelanda, a la capital Wellington, distante 640 kilómetros. Al descubrirse la infracción, fueron interceptadas. Pero además, Jacinda Ardern decidió cesar al jefe de todo el aparato encargado de controlar los confinamientos y poner al mando al Ejército. Los hechos revelan el rigor de la primera ministra neozelandesa en el combate contra la pandemia, que ha permitido al país superarla con un saldo de víctimas sorprendentemente bajo: 1.500 enfermos y 50 fallecidos. El gabinete siguió las indicaciones de sus asesores científicos que optaron no por aplacar la curva de contagios sino por «eliminar el virus» mediante restricciones radicales, el cierre temprano de las fronteras y cuarentenas completas de la población.
La estrategia le ha granjeado miles de votos en las elecciones, aunque la joven política ya cosechó una amplia adhesión ciudadana tras el doble atentado supremacista contra dos mezquitas de Christchurch en marzo del año pasado. Murieron 51 personas. Ardern estuvo al lado de la comunidad musulmana, luego impulsó la ley que prohibe la venta de armas militares y semiautomáticas y finalmente pidió a los neozelandeses que nunca nombraran a los autores de la masacre para enterrarles en el olvido.
Despenalizó el aborto y ha aprovechado los comicios para celebrar sendos plebiscitos sobre la legalización de la eutanasia y el consumo de marihuana. Esta semana ha anunciado que prevé invertir 27.700 millones de euros contra la crisis económica, lo que disparará la deuda desde un 20% del PIB hasta el 54% en 2023. Ahí se sabrá una vez más si lo suyo es locura, genialidad o capacidad visionaria.
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