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Parecían cacahuetes y Ousman Umar tomó un puñado y se lo llevó a la boca. No era el clásico maní, sino algún tipo de fruto desconocido, y este emigrante ghanés no le hizo ascos porque llevaba todo el día sin comer. Oyó una voz, alzó ... la cabeza y vio una mujer que le decía algo desde un balcón, pero no entendió lo que gritaba. Desapareció de su vista y, poco después, se abrió la puerta de la casa y apareció aquella señora portando latas de atún, aceitunas y maíz, que le regaló. Fue entonces cuando llegaron los animales callejeros y dieron cuenta de aquellas extrañas peladillas. Era comida para gatos. «No fue lo peor que encontré. El cuerpo humano se adapta a todas las situaciones y yo ya llevaba mucho recorrido».
De hecho, Ousman Umar llevaba ya dos meses sobreviviendo de la basura. El protagonista de este incidente era un menor extranjero que vivía en las calles de Barcelona y que hoy, quince años después, acaba de publicar su segundo libro, 'Desde el país de los blancos' (Penguin Random House).
Al parecer, siempre que mira al cielo ocurre algo que trastoca la vida del inmigrante. «Todo empezó por simple curiosidad», apunta Umar. «Cuando era pequeño me fascinaban los aviones que sobrevolaban mi aldea. No podía entender por qué no se caían. Yo lanzaba una piedra y regresaba al suelo, no entendía cómo los blancos eran capaces de fabricar algo así».
Este joven aplicado de Ghana creció y se trasladó a la ciudad más próxima a aprender soldadura y chapistería. Posteriormente, acabó trabajando en el puerto de la capital Accra. «Veía arribar buques cargado de maquinaría y me pudo la curiosidad por conocer otros países». Así que decidió confiar en traficantes para llegar a Europa.
La ilusión por aquel lugar de donde partían pájaros mecánicos se quebró incluso antes de llegar a la costa mediterránea, hace trece años. El horror se anunció en Agadez, en el centro de Níger, cuando el grupo en el que viajaba fue abandonado a su suerte. «Nos dijeron que se habían quedado sin gasolina y que volverían para llevarnos en Land Rover hasta la frontera libia, pero era mentira». Según cuenta, sólo un puñado sobrevivió a la caminata que los condujo hasta el país del coronel Gadafi. «Era afortunado el que podía beber su orina», revela. «Descubrí que el infierno está aquí, muy cerca de nosotros».
Ousman permaneció cuatro años trabajando en la Libia de Gadaffi. «Allí ser negro era un delito», recuerda. Los 1.800 dólares que ahorró durante este tiempo acabaron en manos de unos traficantes de Trípoli que le prometieron llegar al paraíso, al otro lado del mar, en tan sólo 45 minutos. Volvieron a engañarlo y el periplo los condujo a través de Argelia y Marruecos hasta el Sáhara Occidental, donde embarcó en una patera para atravesar el Atlántico sur. «En realidad, era un ataúd» apunta y recuerda que la primera de las embarcaciones naufragó. Él también pensó que se iba a ahogar. «La agonía comienza a los cinco minutos de travesía. La mayor angustia posible es pensar que te vas a caer a ese mar sin fin y que te ahogarás inevitablemente», explica. «Pagaría cualquier cosa por no vivir lo que he vivido». La travesía fue larga y dejó en él una huella para siempre.
Así que en España la comida para felinos constituyó, sin duda, el más pequeño de sus males en el país de acogida. La primera decepción a este lado del mundo vino de la gente que se cruzaba en las aceras. «Llegué en 2005, tenía unos 17 años, saludaba y no me respondían o me evitaban. Me sentía más invisible en Barcelona que en el desierto del Sáhara», recuerda ahora que han pasado más de veinte años.
Sus penalidades iniciales en la ciudad condal acabaron cuando una familia decidió acogerlo y adoptarlo, dada su condición de menor. Ese momento de buena suerte llegó cuando una mujer le dio la mano mientras llamaba a su marido solicitando información para aquel joven tan sucio que buscaba un centro de Cruz Roja en mitad de la Meridiana barcelonesa. «Volví a nacer», confiesa Ousman. «Me pregunté por qué había luchado tanto, incluso pensé que no había valido la pena, pero, entonces, asumí el propósito de ser la voz de los que no llegaron y trabajar para evitar esa trampa infernal».
Su madre de adopción se siente orgullosa de este chico del que ni siquiera sabe cuántas lenguas habla y que, tras aprender castellano y estudiar el bachillerato, ha cursado las carreras de Administración de Empresas y Marketing y Relaciones Públicas, además de un Máster en Cooperación Internacional. «Querer es poder, más que nacer inteligente lo importante es esforzarse por conseguir lo que te propongas».
El propósito inicial de impedir que otros se ahogaran en mitad del océano lo condujo a fundar Nasco Feeding Minds, entidad destinada a dotar a las escuelas de Ghana con aulas de informática. Con su sueldo como mecánico de bicicleta y el apoyo de voluntarios, ha impulsado una iniciativa que ya ha favorecido a 30 colegios en su tierra natal. «Comenzamos hace doce años y el mes pasado hemos puesto en marcha una pequeña empresa social con programadores que trabajan para firmas europeas», explica orgulloso.
Su experiencia y estudios lo han hecho muy crítico con el ámbito de las ONG de Desarrollo. «Creo que no se hacen bien las cosas», lamenta. «¿Por qué se envía arroz a mi tierra cuando si allí se deja una semilla sale una planta? Si se produce una catástrofe reconozco que existe una urgencia, pero no se puede pasar décadas haciendo urgencias, enviando gente que debe ponerse un montón de vacunas, haciendo lo mismo de la misma manera y diciendo a los africanos cómo tienen que vivir».
Ousman sostiene que si los países ricos quieren ayudar han de esforzarse por cambiar las estrategias. «La caridad no mejorará África», sentencia. «Así solo seguiremos viendo a africanos deambular por Europa». La autogestión es, a su juicio, la base del progreso social. «Hay que llevar el Caballo de Troya que impulse la transformación desde dentro», defiende.
Este joven no pierde la sonrisa ni la esperanza, ni siquiera en estos tiempos complicados. «De todo se puede aprender, y la pandemia nos ha enseñado que nuestra forma de vivir resulta extravagante, que acumular no es viable, que el planeta no sostiene esto, que para ser solidario no tienes que ir a África tan sólo tienes que preocuparte por el vecino de escalera y que también está muy bien reconectar contigo mismo sin salir de casa». Este ghanés, catalán y español se ha acostumbrado a una cultura que le fascinaba y asustaba, recuerda que entre los suyos existía la suposición de que la piel pálida de los extranjeros se debía a que comían alimentos crudos, algo inusual y arriesgado en la región subsahariana. «Pensé que me volvería blanco por comer gazpacho», relata en el libro.
Pero Ousman Umar conserva el color de su piel, a pesar de los cambios de dieta, y cree en un Dios sin nombre y apellido. «Y sigo teniendo fe en la humanidad, aunque los malos siempre hacen más ruido», apunta y denuncia la hipocresía como el defecto más penoso. Pese a estas dificultades, su experiencia le permite tratar a unos y otros. «Mi misión es mediar entre dos mundos, entre una orilla y otra del Mediterráneo, aunque sigo sin saber nadar».
Ousman Umar compagina su trabajo y sus conferencias por toda España con proyectos editoriales y la gestión de la ONG Nasco Feeding Minds, que le mantiene muy atareado. Ha vuelto recientemente de su país natal, de la Ghana de la que tanto le costó salir hace algo más de 15 años. «Es triste comprobar que la situación ha cambiado poco en todos estos años y que la gran mayoría de los jóvenes sigue pensando que no hay otra solución que emigrar».
Ha ratificado lo que ya sabía desde el principio. De hecho, en cuanto llegó a España y se sintió feliz «por no tener mafiosos a mi lado», lo primero que hizo Ousman Umar fue hablar con su hermano pequeño, al que ahora acaba de visitar. «Quería seguir mis pasos y vender las gallinas y cabras que tenía para adquirir un pasaje», indica. Así que utilizó todos los argumentos posibles para hacerle desistir. «No quería que llegara al mar. Le dije que el paraíso también puede estar en casa y le ayudé para que estudiara en Ghana. Tengo una fotografía suya posando con el presidente del país porque se licenció en Ciencias Políticas y se convirtió en el parlamentario más joven de Ghana. El futuro radica en que ellos lideren su propio país».
Además del de retener a la juventud, Ghana afronta otros retos complicados para su futuro. El peligro yihadista, por ejemplo, acecha a los más vulnerables en un país con una importante minoría musulmana. «El peligro existe y la mejor vía para combatirlo es la formación e información. Todo lo que pasa es fruto de una profunda ignorancia y la solución, irremediablemente, pasa por la educación», asegura Ousman Umar.
El racismo es otro de los estigmas que, habitualmente, se adjudica a quienes vivimos en el afortunado norte del planeta. «No, los españoles no son racistas, lo que existe es un rechazo al pobre, al desconocido, y, como ocurre allí en Ghana, también hay ignorancia», aduce. «Lo peor es no ser consciente de eso y que no se modifique el pensamiento a través de la educación. Eso me sabe mal».
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