Hemos comenzado un nuevo año, pero esta vez no se ve tan acompañado de las nuevas esperanzas, promesas y objetivos que habitualmente prosiguen a las doce campanadas: dejar de fumar, adelgazar, aprender un idioma, … Tenemos otros anhelos, de vieja normalidad. Sin embargo, enero danza con ... su habitual cuesta, este año más empinada que nunca, especialmente para algunos sectores como la hostelería, que se ven ahogados a causa de las restricciones.
Por otro lado, me pregunto si no nos hemos desmadrado las pasadas navidades, si no hemos mirado hacia otro lado, obviando las recomendaciones con el único fin de olvidarnos de las circunstancias y de disfrutar de nuestros allegados (término ambiguo que para algunas personas ha englobado a familiares, amigos y conocidos).
Está claro que, de algún modo, necesitábamos desconectar de tanta restricción anterior, pero ¿a qué precio? Los casos aumentan cada día, las restricciones han regresado a nuestra cotidianeidad y las consecuencias están siendo poco menos que catastróficas.
Se podría señalar a un culpable, de forma egoísta sería la clase política la que debiera asumir no haber sido más restrictiva, haber prohibido y no haber recomendado, haberse «mojado», para que nos entendamos. ¿Pero acaso la ciudadanía somos unos niños (con permiso de los más pequeños, que se comportan de forma ejemplar) que se quieren escaquear, creyendo que engañan a alguien con el fin de obtener el disfrute personal?
Parece ser que después de tanto tiempo, aún no somos conscientes de que necesitamos del sacrificio personal con el fin de lograr un bien global, que repercuta en el control de este virus. Confiemos ahora en las vacunas, ya que hacerlo en el conjunto de la ciudadanía no ha funcionado, con permiso de quienes sí han cumplido.
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