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Verónica García parece incansable, aunque en sus palabras se intuye hartazgo y agotamiento, fruto del intercambio de escritos y llamadas sin respuestas claras ni solución. Hace meses se puso al frente de la plataforma 'Castilla y León Derecho a Enseñanza sin Riesgo', que reclama ... que los niños que pertenecen a un colectivo de riesgo o que conviven con un familiar que lo sea puedan no acudir físicamente al colegio, y que aboga por una «enseñanza presencial segura y una enseñanza 'online' de calidad».
Desde entonces, el curso ha comenzado y los niños que se encuentran en esta situación siguen sin encontrar una respuesta a su situación. Es el caso de los hijos de Verónica, de primero y quinto de primaria y primero de la ESO. Los tres se afanan cada día en su casa por seguir el curso y solo han acudido dos semanas a las aulas.
«Los diez primeros días no fuimos por el miedo de los brotes después del verano. Después han acudido dos semanas y esta semana ya no les he llevado», explica Verónica. En esta familia son dos las personas que están catalogadas como grupo de riesgo, el abuelo de Verónica, que tiene 86 años y numerosas patologías, y la propia Verónica. «Tengo hipertensión, principio de diabetes y estoy en tratamiento por una cardiopatía congénita», explica Verónica.
Con la vuelta al cole comenzó también el peregrinar de escritos y peticiones. «El primer escrito lo remití al centro, para informar de la situación de la familia y solicitar un apoyo a través del colegio, ya sea por remoto o que nos enviaran las tareas. Al principio solo les informamos, sin justificar nuestras causas», cuenta Verónica.
Una vez denegado este apoyo, e informadas las familias de que el centro no tenía potestad para facilitar las tareas, se hizo un segundo escrito con destino a la Dirección Provincial de Educación, solicitando que se contemplase la situación de las familias y que ofrecieran su ayuda a los centros para que pudiesen facilitar las tareas o la educación en remoto a estos alumnos.
«Nos dijeron que no lo pueden hacer y que tiene tomar la decisión la Consejería. Les mandamos un mensaje diciendo lo mismo, explicando la situación de cada familia y solicitando que se pongan en contacto con Dirección y centros educativos para que nos puedan facilitar esa tarea o la opción de la educación 'online'. El colegio nos dice que no tiene autoridad, que tiene que ser Dirección; Dirección nos dice que no tiene autoridad que tiene que ser Consejería y Consejería nos dice que no pueden hacer nada, que deben ser los centros educativos y la Dirección Territorial de educación de cada ciudad los que determinen y evalúen los casos particulares de cada familia y así ayuden tanto a la salud como a la educación. Hemos escrito a cada institución por duplicado, primero explicando, y cuando salió el informe de la Abogacía del Estado, con el respaldo del informe, y en todas las ocasiones han sido las mismas respuestas», lamenta García.
Verónica lamenta que se les haya dado una esperanza y que estén jugando con su necesidad. «No es lógico que el escrito de la Abogacía del Estado contemple las situaciones de convivencia de alto riesgo, que te digan que a partir de ahora van a valorar la situación de cada familia y, cuando cada familia nos movemos para justificar nuestra situación, se estén pasando la pelota los unos a los otros», explica desesperada, al tiempo que se pregunta dónde debe acudir ahora para que los niños puedan disponer de sus tareas y seguir con su curso.
Los padres de la clase del hijo pequeño de Verónica, de primero de primaria, decidieron que los niños llevaran mascarillas a pesar de no ser obligatorio. Sin embargo, estos son todavía demasiado pequeños para llevarla puesta con eficacia durante tantas horas y el profesor no puede lograr que todos la mantengan en su sitio durante todas las clases.
Tampoco el uso de los geles hidroalcohólicos se está llevando a cabo con efectividad. En el centro han empezado a surgir las primeras alergias y el lavado de manos se complica cuando el baño disponible es uno, y los turnos se alargarían, reduciendo las clases al salir y entrar del recreo, hasta casi en una hora en total. Por ello, para Verónica y otras tantas y tantas familias las medidas resultan insuficientes.
En la clase de su hija mediana, obligados ya por edad a llevar la mascarilla, el problema se presenta en el recreo, a la hora de almorzar. Es prácticamente imposible evitar que niños de estas edades se junten con sus amigos más de lo debido mientras comen y, por lo tanto, no llevan la mascarilla colocada. «Mi hija es consciente de los riesgos que supone un contagio y se separa de su grupo de amigas para almorzar», reconoce Verónica, algo injusto en una niña de su edad, pero que deja a las claras el nivel de preocupación que también supone para ella la salud la de mamá.
Tampoco la clase de primero de la ESO ofrece más garantías. La queja principal llega por la falta de profesorado suficiente que garantice el acompañamiento de unos alumnos que todavía no son tan maduros como para poder entender los riesgos al completo. «En algunos momentos han estado 20 minutos solos. En los cambios de clase mientras se llevan a cabo los protocolos de desinfección de los profesores también están solos. En este tiempo, es difícil pensar que ninguno de ellos se baje la mascarilla para nada», lamenta Verónica, que percibe en esta situación «una ruleta rusa» a la que no quiere jugar, a la que se suma el hecho de que en los cursos mayores, en caso de positivo, no se les considere a los niños contactos estrechos sin haber garantizado que no hayan estado juntos en el patio o que no se hayan quitado la mascarilla en algún momento.
Tal es el secretismo al que se ha llegado en algunos centros que han pedido a los padres que no se comuniquen entre ellos cuando exista un positivo o posible positivo y que se limiten a informar al centro para que se tomen las medidas oportunas. «Si mi hijo tiene piojos lo primero que hago es avisar a las familias de sus compañeros, ¿cómo no voy a avisar si tiene coronavirus, si no conozco la situación de la salud de cada familia?» se pregunta Verónica, al tiempo que recuerda que la covid-19 es una enfermedad de obligada comunicación.
En este caso, las faltas de asistencia no se están catalogando como absentismo, porque existe una causa justificada para que los niños se queden en casa, pero al no proporcionar la educación, exámenes o tareas, pueden alegar que no ha existido un mínimo de horas presenciales y hacer a los niños repetir. «Estamos en un limbo, porque no somos absentistas, pero tampoco valoran las horas que los niños están haciendo», reprocha la madre.
Sin embargo, estos niños están trabajando tanto como cuando van al centro. Por las mañanas estudian, repasan y aprenden todo lo que sus compañeros vieron el día anterior en el colegio. Las madres de sus compañeros, conocedoras de su situación, escriben a Verónica para pasarle los deberes y las lecciones aprendidas en clase y ella, en una suerte de profesora particular, se pone manos a la obra con los tres. El portátil sobre la mesa se utiliza cuando es necesario y los tres pasan la mañana trabajando duramente. Las tardes las dedican a hacer la tarea, aquella que los profesores mandan y que sus compañeros les comparten. Llevan un decalaje de un día, pero están siguiendo los mismos horarios que si cada día se sentaran en el aula. «Lo estamos haciendo, pero no nos lo contemplan», lamenta Verónica, que se queja también de que no están encontrando apoyo del centro: «Se están despreocupando del derecho de la educación de los niños».
Con todo, su siguiente paso será pedir auxilio judicial. «No nos queda otra», afirma. «Hemos seguido todos los pasos, lo estamos haciendo todo correcto, hasta la tarea la escaneamos y la mandamos al colegio para que vean el trabajo de los niños, pero están pasando de nosotros, nos están denegando el derecho a la educación de nuestros hijos», prosigue.
Sin embargo, su fortaleza se resquebraja justo en este punto. Sus hijos suman ya casi 200 faltas de las que el centro contempla como injustificadas. Sabe que no pueden considerarles absentistas, pero asegura que se siente «culpable». «Mis hijos van a repetir querer por proteger mi salud», sabe, a pesar de que se está esforzando cada día para que eso no ocurra, para que los tres sigan el curso al día. «Es un maltrato psicológico, un hacerte sentir mal por creer que me estoy anteponiendo a mí, o a mi abuelo, sobre mis hijos», cuenta al borde de la emoción.
Ellos, asegura, quieren ir al colegio, pero a la vez se dan cuenta de que las situaciones que se dan en las aulas no son del todo seguras. «No les crea angustia, pero sí un poco de nerviosismo cuando ven que otros niños se quitan la mascarilla o se dan besos a su lado», explica sobre su caso, que no es el único en Burgos, pues ahora mismo hay 43 familias que no llevan a sus niños al colegio. Sin embargo, que hayan presentado diferentes escritos y estén esperando a la resolución son casi 200, que aguardan mientras quienes deben decidir y velar por la educación y la salud siguen disputando su particular partida de ping-pong.
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