Joaquín Araújo (Madrid, 72 años) no tiene necesidad de guardar confinamiento. Vive emboscado en una antigua casa de labor, dentro de la comarca de las Villuercas, en un lugar tan escondido en la parte suroriental de Cáceres que se tendría que desplazar 16 kilómetros para ... visitar a su vecino más cercano. Este naturalista, divulgador, poeta y activista se considera ante todo un campesino. No es una pose. Cultiva una huerta que le procura diez toneladas de productos al año y que le haría ser autosuficiente si quisiera. Incluso hasta podría comercializar sus hortalizas, pero nunca se lo ha planteado porque el lugar es tan remoto que la mercancía se tendría que desplazar a Madrid, a 250 kilómetros, lo que supondría un despilfarro energético y una contaminación que Araújo no tolera.
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Su comunión con la naturaleza no es el descubrimiento de un advenedizo. Desde hace más de cuarenta años vive, trabaja y escribe en esta tierra que le descubrió un amigo mientras hacía la mili. «En la ciudad se vive fuera de lo esencial. Cambiar la ciudad por el campo supone mudar la prisa por la calma y los monocromatismos por una fascinante oferta en colores. En definitiva, es comprender mejor lo que significa estar vivo», dice este hijo de urbanitas que hoy celebrará en su finca cacereña el Día de la Tierra.
Araújo sintió pronto la llamada de la naturaleza. Esta especie de Thoreau español fundó un kibutz con 16 años, cuando aún cursaba el preuniversitario. Le acompañaron en la aventura un grupo de amigos, entre los que se encontraba Elena Salgado, que luego fue vicepresidenta del Gobierno con Rodríguez Zapatero. Aquello fue un experimento de comuna 'hippie' que no se alejó mucho de Madrid para echar raíces, pues se asentaron en Fuente el Saz de Jarama, a media treintena de kilómetros de la capital. «Éramos todos niños de clase media de la ciudad. El único que aguanté fui yo, que me quedé completamente solo y terminé ingresando anémico en un hospital por el impulso de alimentarme solo con lo que yo consiguiera».
Ni qué decir tiene que el naturalista ha afinado sus destrezas. Se levanta muy temprano, a eso de las seis de la mañana, y se pasa tres o cuatro horas leyendo, corta su propia leña, cuida de sus cabras, gallinas, gansos y caballos, hace de peón caminero y se atreve con cualquier tarea. «Si hay que poner un ladrillo lo pongo y si hay que arreglar algo de mecánica lo arreglo. Quien vive como un campesino dentro de una cultura rural bien entendida desempeña unos treinta oficios. Lo bueno es que no tienes jefes y, algo muy importante, eres responsable directo en cierta medida de lo que ocurre», asegura.
No se tiene por un ermitaño que siente aversión por el trato social. De hecho, Araújo, que es un prolífico escritor que ha publicado unos 110 libros, dedica el 40% de su tiempo a pronunciar conferencias en auditorios de gran aforo, participar en actividades culturales y mantener una colaboración asidua con RNE. Admite que ese alejamiento por el que ha apostado exige una pizca de misantropía y una dosis aún mayor de cierto misticismo. «La soledad es una magnífica maestra de algo muy sorprendente que la mayoría de la gente no entiende. La soledad enseña a ser libre». El divulgador es un militante de múltiples causas, como lo demuestra que tiene 34 carnés de ONG y organizaciones de todo tipo.
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En esta tesitura, cuando se avecina la peor crisis económica desde la II Guerra Mundial, según dicen los expertos, Araújo cree que es un buen momento para replantearse un tipo de bienestar que se fundamenta en un crecimiento sin tasa y en una explotación insoportable de recursos naturales. «Hemos de aprovechar este momento para poner los cimientos de una economía ecológica. Deberíamos vivir algo más modestamente, pero asegurando la salud y la alimentación que todo el mundo quiere salvaguardar. Pensemos que antes del coronavirus, estábamos ante otra pandemia, la que sufre el planeta».
Ha plantado 25.000 árboles con sus propias manos, las mismas con las que escribe poemas. En su juventud alumbró versos a cuatro manos con un gran amigo y poeta maldito, Leopoldo María Panero. Cuando sale de la puerta de su casa, que siempre deja abierta, incluso durante semanas, salvo que pase largas temporadas fuera, domina con la vista 300 kilómetros cuadrados de territorio. No se atisba ni casa ni carretera ni tendido eléctrico. Eso sí, su hogar está dotado de luz eléctrica e internet, aunque muchos de sus libros los ha escrito a la luz de las velas.
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Ya tiene elegido incluso el roble bajo el que quiere que lo entierren. «La naturaleza enseña a morir. Somos parte de ciclos que se suceden infinitamente. Consuela mucho saber que te quedas en un bosque y que parte de ti se convertirá en un trocito de hoja».
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