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Las ojeras no podían maquillarse. Los delegados iban llegando a la plenaria de clausura que había sido prorrogada una y otra vez, y que había llegado a pautarse para la madrugada del sábado. Finalmente a las diez de la mañana la presidenta de la COP25 ... subió al estrado y abrió la sesión que repasaría 18 documentos, que requerían aprobación. Estaban todos en la web de la conferencia, de donde debían leerlo los delegados antes de sus posibles intervenciones. Las últimas 48 horas habían sido frenéticas, en la que se compartieron media decena de borradores.
La presidenta de la sesión, Carolina Schmidt, tenía prisa. En los primeros textos, nada más leer el título del archivo que debía encontrarse en la web, suspiraba y cerraba la sesión con un «sin objeciones» o «aprobado». Pero pronto se vio que la partida al aeropuerto tendría que esperar. Algunos representantes reclamaron no tener tiempo ni siquiera para encontrar el documento. Otros abrían el que no era. Schmidt, armada de paciencia, leía una y otra vez el nombre del archivo. Pero en ocasiones se equivocaba, y leía el que no era. «El texto que menciona no tiene el título que ha leído usted», acotaba Costa Rica. «Estamos desconcertados. No sabemos qué documento debemos leer».
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Tampoco ayudaba que los tres primeros empezaran con las mismas tres palabras. «Yo también quería irme pronto a casa», decía Egipto. «Pero estoy perdido». «Estamos contentos de encontrar el documento correcto», intervenía con ironía Brasil, antes de boicotear el consenso con una petición a destiempo de quitar dos párrafos. Solventada la travesura brasileña, Malasia pedía «más tiempo para acceder a los documentos». Y Schmidt respiraba hondo antes de volver a dar con el mazo. «Sin objeciones, queda decidido». Estados Unidos ponía el freno: «Usted va muy deprisa. Si pudiera hablar más despacio y nos diera tiempo de encontrar los documentos para leerlos antes de aprobarlos sería estupendo».
El cansancio de los delegados hacía estragos en sus nerviosos dedos. Una y otra vez apretaban el botón de turno de palabra. «Error técnico», se disculpaban, o pedían «asistencia técnica» para dar con el enésimo documento. «Propongo que nos envíen los texto por correo electrónico en lugar de tener que buscarlos», protestó Suiza. A veces, Schmidt cerraba hasta dos veces en falso una deliberación. Los temas se iban aprobando, uno tras otro. «Estamos todos muy cansados», decía alguno y repetía otro. Hubo roces en el tema de la financiación. Varios países en desarrollo reprocharon no irse con una partida cerrada de ayudas y la Unión Europea, después de anunciar que «estamos batiendo récords en la cumbre más larga», les recomendó que «bajen un poco el tono».
En su discurso final, de pie y con jadeos de quien ha corrido un maratón, Schmidt resumió que después de «dos días y dos noches (...) lamentablemente no llegamos a un acuerdo, estuvimos a punto. Pero tenemos avances y textos concretos que nos hacen mirar con esperanza». La presidencia de la COP25, sin embargo, no se fue sin una regañina de Argentina: «es la COP la que toma las decisiones, y no la presidenta la que nos dice qué decidir».
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