D. Chiappe
Domingo, 26 de diciembre 2021, 00:13
La emergencia de La Palma se interna en otra fase, la de atender lo emocional. «Hay gente que perdió la casa o fue evacuado, y otras que, sin ser damnificados, vivieron situaciones de miedo y pánico por estar cerca del volcán», resume Aurora Soria, psicóloga ... de la Cruz Roja de 38 años. «En un primer momento la gente se volcó con la ayuda social. Dónde vivir, qué comer. Pero ahora quieren atención para sus episodios de ansiedad, miedo, tristeza e incertidumbre, porque ya se centran en el qué va a pasar y se inicia un proceso de duelo». Al balance de pérdidas se suma «una forma de vivir y un sentido de comunidad muy fuerte en estos barrios donde había familias completas y todo el mundo se conocía», explica Soria, que llegó hace dos años a la isla desde Granada. «Ahora no saben si van a poder regresar a algo que era suyo».
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Cansados, con el llanto en la garganta presto a escapar, los afectados coinciden en «unas navidades muy tristes» aunque en el resto de la isla se vendió tanta pirotecnia y lotería como en otros años. Hundido está Carlos Acosta Rodríguez, que tiene dos casas, una en La Bombilla y otra en La Laguna, ambas evacuadas pero «en pie». «No sé si hubiera sido mejor que se las hubiera llevado la lava, porque esto es un sin vivir. Hay que ver si tienen daños estructurales. Si las declaran en ruina, a dónde vamos. De momento atienden a los que han perdido las casas. ¿Y los que vamos detrás? Yo estoy en un limbo. He pedido ayudas pero no tienen cuándo darlas». Junto a otros 300 afectados, Acosta Rodríguez, conductor de maquinaria de 56 años, padre y abuelo, se aloja en un complejo cuatro estrellas al lado de otro volcán, el San Antonio, que erupcionó en el siglo XVII y hoy es atracción turística. Perdido en una maraña de documentos, empadronado en otro municipio, dice que se sintió «discriminado».
Al principio, Acosta Rodríguez encaró la situación. «Pedí un camión y ayudé a la gente. En ese momento no me di cuenta de tanta angustia y ahora tengo una depresión de caballo. Perdí la ilusión, la tranquilidad de ir a viejo, de bañarme en la playa con mi nieto. Todo hizo ¡fum! Estoy con una psicóloga pero tendría que haber ido antes, soy muy torrontudo». Su mente ya estaba quebrada cuando se dio cuenta de su deriva mental, una madrugada vagando por los alrededores del hotel. «No sabía dónde estaba, caminé por el risco, no sé qué pasó. Estoy mal. Otros también pero no lo reconocen».
Por las carreteras sinuosas y maltrechas de La Palma circula libre el temor. «La gente no está muy segura de que ésto haya acabado», dice Francisco González, taxista de Tazacorte. Debajo del cono volcánico, que se ha elevado 200 metros desde septiembre, Felipe Acosta Lorenzo, uno de los últimos vecinos en obtener permiso para regresar a su domicilio, lo mira de reojo: «Ahora este mierda no está echando nada. Antes olía a azufre, pero los gases de ahora no los hueles», asegura con desconfianza.
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